Pero Clarence Buttle estaba muerto. Había fallecido en la cárcel, aniquilado por un cáncer de estómago que le devoró las entrañas. El reflejo de Clarence parecía sin duda el de alguien devorado, sólo que en este caso lo corroído era la cara, porque el Clarence que ella había atisbado en el cristal antes de correrse las cortinas tenia agujeros allí donde deberían haber estado los ojos, y sus labios habían desaparecido y dejado a la vista encías negras y las raíces de dientes podridos. Pero en esos segundos finales, su boca sin labios se había movido, y Karen oyó las palabras, y olió la fetidez de sus entrañas que contaminaba la habitación.
– He sido un niño muy, muy malo -dijo el reflejo Clarence y no Clarence a la vez; y Karen, intentando retener la bilis, supo, muy dentro de sí, en ese lugar oculto donde guardaba todo aquello que era verdaderamente ella, que lo que veía era la entidad que había convertido a Clarence Buttle en lo que era, la voz que le había hablado de los placeres de jugar con niñas en viejos canales de desagüe, el visitante maligno que había puesto el nombre de Karen Emory en la cabeza de Clarence.
«Ella jugará contigo, Clarence. Le gustan los chicos, y le gustan los sitios oscuros. Y no gritará. No gritará hagas lo que hagas con ella, porque es una niña muy, muy buena, y una niña muy, muy buena necesita a un niño muy, muy malo que saque de ella lo mejor que lleva dentro…»
El intruso la miraba con expresión risueña, y Karen supo que había visto algo de lo que ella había vislumbrado, porque también él estaba pudriéndose, por dentro y por fuera, y se preguntó si la entidad traía el cáncer consigo, si ese grado de degeneración espiritual y mental debía encontrar de algún modo expresión física. Al fin y al cabo, la maldad era una especie de veneno, una infección del alma, y otros venenos, absorbidos lentamente a lo largo del tiempo, introducían cambios en el cuerpo: la nicotina teñía de amarillo la piel y ennegrecía los pulmones; el alcohol dañaba el hígado y los riñones y estropeaba la piel; la radiación provocaba la caída del cabello; el plomo, el amianto, la heroína, tenían todos un efecto u otro en el cuerpo, quebrantándolo hasta su destrucción final. ¿No era posible que la maldad, en su estado más puro, la quintaesencia de la maldad, actuara del mismo modo? Porque la enfermedad había estado en Clarence, igual que lo estaba en el hombre que ahora la tenía en su poder.
– ¿Cómo se llamaba? -preguntó él, y ella se sintió obligada a contestar.
– Clarence -dijo-. Se llamaba Clarence.
– ¿Le hizo daño?
Ella negó con la cabeza.
Pero ésa era su intención. Ah, sí, Clarence quería jugar, y Clarence se empleaba a fondo cuando se trataba de jugar con niñas.
Karen flexionó las piernas, acercando las rodillas al mentón, y se las rodeó con los brazos. Aunque el reflejo ya no se veía, tenía miedo de aquello que lo había creado. Estaba allí dentro, en la casa. Lo percibía. Lo percibía porque existía un vínculo entre ella y Clarence Buttle. Ella fue la que escapó de él. Peor aún, ella fue la causante de que lo detuvieran, y él nunca la perdonaría por eso, nunca la perdonaría por dejarlo pudrirse dolorosamente en un hospital penitenciario sin nadie que lo visitara, nadie que se interesara por él, cuando lo único que él quería era jugar.
El intruso se aproximó a Karen, y ella se encogió.
– Me llamo Herodes -dijo-. No tenga miedo. No volveré a hacerle daño, no en tanto conteste a mis preguntas con sinceridad.
Pero ella miraba por detrás de él, dirigiendo la mirada aquí y allá, arrugando la nariz, alerta a la cercanía de No-Clarence, y su aliento canceroso, y sus dedos inmundos, sus dedos como sondas. El viejo la escrutó con curiosidad.
– Pero no me tiene miedo a mí, ¿verdad? -preguntó-. Porque lo ha visto a él, y ésa es la clave, ésa es la clave. Puede llamarlo Clarence, si quiere, pero tiene muchos nombres. Para mí, es el Capitán.
Acercó una mano a la cabeza de Karen y le acarició el pelo, y ella tembló, porque lo que fuera que habitaba en Clarence existía también en él.
– Y tampoco debe tenerle miedo al Capitán, no a menos que haya hecho algo malo, algo muy, muy malo.
Bajó la mano de la cabeza al hombro y le clavó las uñas con fuerza. Karen hizo una mueca y lo miró a la cara, atraída por la descomposición en forma de flecha de su labio superior, y la virulencia de la infección.
– Pero sospecho que ni siquiera una putilla como usted, toda aliento caliente y bragas sexy, tiene por qué preocuparse, porque al Capitán lo acucian otras preocupaciones. Usted carece de importancia, es joven, y mientras siga así, el Capitán se mantendrá a distancia. Y si no, en fin…
Ladeó la cabeza, como si escuchara una voz que sólo él podía oír, y esbozó una sonrisa desagradable.
– El Capitán me ha pedido que le diga que existe un canal de desagüe que lleva escrito su nombre, y que hay allí un amigo con muchas ganas de que alguien vaya a verle. -Guiñó un ojo-. Dice el Capitán que al viejo Clarence siempre le gustaron los sitios húmedos y calientes, y en eso el Capitán lo complació, porque el Capitán siempre cumple su palabra. Ahora Clarence tiene un agujero profundo, oscuro y húmedo sólo para él donde espera a la niña que escapó. Pero ése es el problema con las promesas del Capitán: hay que leer la letra pequeña antes de firmar en la línea de puntos. Eso Clarence no lo entendió, y por eso lleva solo tanto tiempo, pero yo sí lo he entendido. El Capitán y yo estamos muy unidos. Hablamos con una sola voz, podría decirse.
Sin soltarla, Herodes se irguió, obligándola a levantarse.
– Y ahora tengo una mala noticia que darle, pero se lo tomará como una mujer hecha y derecha: su novio, Joel Tobias, ya no volverá a ser la salsa de su vida por un tiempo. Él y yo hemos intentado mantener una charla, pero ha resultado ser un conversador reacio, y no me ha quedado más remedio que presionarlo un poco.
Herodes acercó la mano izquierda a su mejilla y se la pellizcó con suavidad. Tenía la piel fría al tacto, y Karen dejó escapar un débil gimoteo animal.
– Me parece que ya sabe usted de qué hablo. Si he de serle franco, fue una bendición para él cuando llegó el final.
A Karen le flaquearon las piernas. Se habría desplomado si Herodes no la hubiese tenido sujeta. Trató de apartarlo a empujones, pero él era más fuerte. Empezó a sollozar, y de pronto él la agarró otra vez por el pelo y le echó atrás la cabeza con tal violencia que ella se oyó crujir las vértebras.
– Eso ahora no -instó Herodes-. No es momento para llantos. Soy un hombre ocupado y no tengo el tiempo a mi favor. Primero hay cosas que hacer, luego ya le llorará tanto como quiera.
La condujo a la puerta del sótano. Alargó la mano derecha y la apoyó en la madera.
– ¿Sabe usted qué hay ahí abajo?
Karen negó con la cabeza. Seguía llorando, pero su aflicción quedaba amortiguada por una especie de insensibilidad, como cuando un dolor pugna por abrirse paso a través del efecto decreciente de un anestésico.
– Miente otra vez -dijo Herodes-, pero en cierto modo también dice la verdad, porque no creo que sepa qué hay ahí abajo, no en realidad. Pero usted y yo, los dos, vamos a averiguarlo juntos. ¿Dónde está la llave?
Lentamente, Karen se llevó la mano al bolsillo de la bata y le entregó la llave.
– No quiero volver al sótano -dijo ella. Le pareció que hablaba como una niña pequeña, sollozando y suplicando.
– En fin, señorita, comprenderá que no puedo dejarla aquí sola, ¿verdad? -contestó él. Hablaba con tono razonable, incluso considerado, pero ése era el mismo hombre que la había llamado «putilla» poco antes, que le había dejado marcas en la piel al hincarle los dedos en los hombros, que le había desgarrado el lóbulo de la oreja, que había matado a Joel y por tanto la había dejado sola en el mundo una vez más-. Pero no debe preocuparse, no teniéndome a mí para cuidar de usted. -Le devolvió la llave-. Venga, abra. Yo me quedaré detrás de usted.
Читать дальше