Jesús Diamantino - Los que susurran bajo la tierra

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La infancia de Raimundo de la Cruz Leyton transcurre tranquila, ajena a los quehaceres políticos de su padre, diplomático de la Junta Militar, y los compromisos de su madre, quien debe acompañar la agonía del patriarca: don Leonidas Leyton. El resguardo militar de la Casa Roja los mantiene seguros, hasta que Raimundo descubre «algo» viviendo bajo la capilla… un ángel o un fantasma, una voz maldita que suplica: «Mátenme, por favor». Con ella entran en su vida el horror y la monstruosidad, que lo acompañarán a lo largo de los años, revelando los oscuros secretos de su linaje.

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ISBN impreso 9789561236110 ISBN digital 9789561236349 1ª - фото 1

I.S.B.N. impreso: 978-956-12-3611-0

I.S.B.N. digital: 978-956-12-3634-9

1ª edición: septiembre de 2021.

Diseño de portada: Juan Manuel Neira Lorca.

© 2021 por Jesús Diamantino Valdés.

Inscripción nº 2021-A-8474. Santiago de Chile.

© 2021 de la presente edición por

Empresa Editora Zig-Zag S.A.

Derechos exclusivos para todos los países.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag S.A.

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A mi hermana y a mi madre, quienes suelen alimentar con amor mis pesadillas.

Solo podríamos escondernos del horror en las profundidades del horror.

Thomas Ligotti

1 Febrero 1979 La primera vez que Raimundo escuchó la voz del monstruo tenía - фото 2

1

Febrero, 1979

La primera vez que Raimundo escuchó la voz del monstruo tenía ocho años. Creyó escuchar primero un susurro leve, como el silbido del viento colándose por el techo de la capilla de piedra; pero después, poniendo más atención, se dio cuenta de que lo que oía era una voz ominosa, desencajada de la realidad. Salió corriendo de la capilla olvidando por completo la penitencia que le había encargado el padre Giuseppe por haberse robado la caja de galletas de la Carmencita. Atravesó el parque hasta llegar a la Casa Roja y entró jadeando a la cocina. Carmencita estaba trozando la gallina para la cena y su mamá bebía un té sentada junto a Celeste. Su hermana lo miró con curiosidad mientras mascaba un pedazo de torta de hoja.

–¿Qué pasa? –preguntó María Gracia cuando lo vio parado en el umbral.

Raimundo se quedó en silencio unos momentos y sopesó lo que diría. No quería preocupar demasiado a su mamá; ya tenía suficiente con la enfermedad del abuelo y su padre había prolongado por una semana más su estadía en Washington. Don Leonidas no mejoraba. Tosía mucho y cada vez que lo veía parecía más delgado y descolorido, como si desapareciera poco a poco. Ese mismo día el abuelo llegaría a la Casa Roja desde el Hospital Militar y ella les había explicado a él y a Celeste lo que significaba la palabra «desahucio». Les habló en el desayuno en voz baja, simulando un secreto a voces. Dijo que el abuelo ya no tenía hambre y que cuando eso le pasaba a alguien de la familia, significaba el fin.

–¿Como cuando murió la abuela? –preguntó Celeste esa vez.

–No, linda. La abuela se fue al cielo de forma repentina, porque Dios la quería pronto a su lado. El abuelo Leonidas se está muriendo lentamente y por eso estamos acá, acompañándolo, despidiéndolo.

–Escuché una voz –dijo Raimundo esforzándose por ocultar su alteración.

María Gracia lo miró con cansancio.

–¿Una voz?

–Sí, mamá... una voz. En la capilla –explicó el niño–. La escuché mientras rezaba el Padrenuestro.

–¿Y qué decía?

–Primero pensé que era el viento, pero después escuché clarito «Dios mío, por favor» –aseguró el niño.

Celeste se rio mostrando las migas de torta que todavía masticaba.

–Seguramente escuchaste tu propio eco, Raimundo –dijo María Gracia acariciando la cabeza de su hija menor–. Cuando alguien está muy concentrado rezando es capaz de escuchar su propia voz. No te preocupes por eso. ¿Quieres torta?

Raimundo asintió y se sentó junto a su hermana. Carmen puso frente a él un trozo muy grueso.

María Gracia salió de la cocina en dirección al living dejando a sus dos hijos ocupados con el dulce. Carmen aprovechó para acercarse al niño y susurrarle:

–Quizás fue la voz de un ángel.

Raimundo se quedó pensando todo el día en el «eco del ángel», así decidió llamarle. Pero le inquietaba que las voces de los ángeles fueran tan feas, porque ese «Dios mío, por favor» había sonado como un llanto. Le contó la anécdota al padre Giuseppe en la cena y el religioso le dijo que con mayor razón tenía que cumplir con la penitencia, porque de seguro los ángeles querían estar cerca de él para su primera comunión. Celeste dijo que ella también quería escucharlos y se puso a llorar. Su madre la consoló diciendo que todos tenían un ángel de la guarda y que no era necesario oírlos porque siempre estaban ahí custodiando, así como los carabineros custodiaban la Casa Roja para cuidar a la familia. En ese momento el doctor Szigethy llegó al comedor para anunciar que don Leonidas había tomado sus medicamentos y que ahora descansaba. Rechazó la invitación a cenar y se marchó después de darle algunas indicaciones a María Gracia y a la enfermera.

Al día siguiente, Raimundo volvió a la capilla y se sentó a rezar con la esperanza de escuchar nuevamente el eco del ángel. Esperó mucho rato, pero cuando estaba a la mitad de su décimo Padrenuestro se coló de nuevo la voz. Esta vez la escuchó más clara y afligida, y la frase que distinguió lo sobrecogió: «Dios mío, déjame morir». Raimundo no salió corriendo como la última vez, estaba decidido a ver al ángel. «Las voces tienen dueño», pensó.

La luz de la mañana se filtraba por las vidrieras iluminando la reducida bóveda de piedra canteada. El niño observó el lastimero rostro de Cristo inclinado hacia un costado, casi indiferente al milagro. La voz emergió de nuevo y Raimundo la siguió atentamente hasta el altar. Detrás de él descubrió una puertecilla de madera cerrada con llave. Acercó su oído al postigo y escuchó con nitidez el llamado angelical. Raimundo no se atrevió a responderle, le preocupaba asustarlo. Intentó en vano abrir la puerta. «La llave». ¿Dónde podría encontrar la llave? ¿Estaría dentro de la capilla? Inspeccionó el lugar a tropezones y no encontró nada a simple vista. Entonces pensó en el sagrario. Se arrodilló a los pies de la imagen de Cristo y pidió perdón por lo que estaba a punto de hacer. Abrió la caja litúrgica y tomó el copón dorado; dentro de él había una llave cilíndrica de metal.

–Bravo –exclamó con alegría infantil.

Dejó el copón en su lugar y cerró la caja. Luego se aproximó a la puertecilla e introdujo la llave en la cerradura, la hizo girar y el postigo cedió hacia el interior liberando una corriente de aire hediondo. Raimundo hizo una mueca de asco y se tapó la boca con un brazo, pero aun así no declinó. La puertecilla medía casi un metro de largo y era bastante ancha para que cualquier adulto entrara encorvado. Miró hacia dentro y notó una escalinata de madera que descendía desde el otro lado hasta un pozo de oscuridad.

El eco milagroso había cesado y el niño dudó si entrar o no. En seguida recapacitó: ¿no lo había guiado Dios hasta la llave? «Claro que sí». Dios vivía en la capilla, eso le había asegurado el padre Giuseppe. Quizás el ángel podría concederle un milagro; le pediría que curara al abuelo para que cumpliera su promesa de llevarlo a volar en el Hawker Hunter que bombardeó a los comunistas en la Moneda.

No era un mal niño, él lo sabía: hacía las tareas, rezaba todas las noches por la Patria, quería mucho a sus papás y cuidaba de Celeste. Lo de la caja de galletas había sido una equivocación, lo había tentado el Diablo. Dios lo entendía. Se animó y decidió descender por la escalera. En ese instante lo que él creía que era un ángel se dejó escuchar fuerte y claro: «¡Una luz! ¡¿Quién?!».

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