Jesús Diamantino - Los que susurran bajo la tierra

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La infancia de Raimundo de la Cruz Leyton transcurre tranquila, ajena a los quehaceres políticos de su padre, diplomático de la Junta Militar, y los compromisos de su madre, quien debe acompañar la agonía del patriarca: don Leonidas Leyton. El resguardo militar de la Casa Roja los mantiene seguros, hasta que Raimundo descubre «algo» viviendo bajo la capilla… un ángel o un fantasma, una voz maldita que suplica: «Mátenme, por favor». Con ella entran en su vida el horror y la monstruosidad, que lo acompañarán a lo largo de los años, revelando los oscuros secretos de su linaje.

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En su corta vida, Raimundo nunca había experimentado realmente el miedo, lo más cercano había sido la angustia que sintió cuando Celeste cayó a la piscina de la casa de Las Condes. Sus papás estaban de viaje en Buenos Aires, la Carmencita había salido al supermercado y solo él estaba ahí, atónito viendo como su hermana luchaba por no hundirse. Él sabía nadar a lo perrito, el verano anterior había recorrido varios metros en el lago Caburga con su flotador de Mickey y en su casa solía atravesar el ancho de la piscina bajo la mirada de algún adulto. Se lanzó frenéticamente, nadó hasta su hermana y ella se aferró a su cuello como una serpiente. Cuando salieron los niños se abrazaron y lloraron por mucho rato.

Sin embargo, lo que vivía ahora Raimundo era completamente distinto. No podía moverse, respiraba con dificultad, sentía que se zambullía en un mar de desesperación. Su voz se atascaba en la garganta, la palabra «mamá» se deshacía en un balbuceo. El niño había tenido pocas pesadillas, pero la humedad caliente de su orina le hizo comprobar que no estaba en una de ellas. Por primera vez se sintió vulnerable. ¿El monstruo se lo llevaría? ¿Moriría? Pensó en resignarse, pero justo en ese instante Celeste comenzó a moverse en la cama. El horror se extendió todavía más. Si su hermana despertaba de seguro gritaría y despertaría a todos, pero quizás también la paralizaría el miedo, y entonces el monstruo se los llevaría a los dos. La imagen de Celeste batallando por no desaparecer para siempre en el agua se interpuso en medio del ser que ahora alternaba su ojo entre ambas camas. En un arranque de coraje, Raimundo tomó el reloj en forma de búho y lo lanzó al ventanal. El cristal estalló y una ráfaga nocturna entró en la pieza. Celeste se despertó y, como era de esperar, gritó incluso antes de abrir los ojos. Sin embargo, el monstruo seguía ahí parado, observando con obstinación. ¿No le importaba que otros pudieran verlo? Desde fuera se oyeron voces de alerta y unos pasos apresurados se acercaban desde el pasillo. Raimundo entonces sintió que la voz se había liberado en su garganta.

–¿Vas a llevarme? –preguntó el niño apenas susurrando–. Si quieres puedo irme contigo, pero deja a mi hermana, por favor. Ella es muy llorona, te molestaría mucho, pero yo no. ¡Te lo juro!

Celeste se restregaba los ojos y llamaba a su madre todavía aletargada por el sueño. Afortunadamente no se había percatado del ser nauseabundo que los acechaba. Una luz se prendió al final del pasillo y las voces de los uniformados estaban casi sobre el ventanal. El niño tuvo la esperanza de retener al monstruo para que le dispararan en la misma pieza, como cuando les dispararon a los comunistas que intentaron incendiar el auto de su papá afuera del Congreso. Inesperadamente la criatura sonrió mostrando una dentadura deforme y rojiza.

–Gracias por abrir –dijo el ser con voz carrasposa. Dio la vuelta y se perdió entre las escasas tinieblas del pasillo.

Raimundo se quedó de una pieza, anonadado. Su hermana ya había despertado por completo y empezó a llorar, los uniformados entraron presurosos; la Carmencita y el padre Giuseppe aparecieron también y encendieron la luz. Las preguntas, el asombro; todo se agolpó en la habitación de los hermanos De la Cruz Leyton. Para Raimundo era innecesario hablar sobre el monstruo. Él había dejado abierta la puertecilla secreta de la capilla. Él tenía la culpa.

La pieza olía a orines. Responsabilizaron a Raimundo; le dijeron que a todos los niños le pasaba, que por la mañana la ventilarían. Celeste durmió en la habitación de su madre, pero ella no llegó a acompañarla esa noche.

4

La muerte del empresario Leonidas Leyton Montenegro tuvo una amplia repercusión. Los principales canales cubrieron la noticia como un acontecimiento de interés nacional. El velorio se llevó a cabo en la capilla de San Bernardo de Monroy (conocida más bien como la capilla de piedra) dentro de la misma propiedad de los Leyton en donde se congregaron familiares, amigos y los miembros de la Junta Militar. El doctor de cabecera, John Szigethy, detalló a la prensa que el señor Leyton había fallecido a causa de una descompensación cardiaca durante la noche, esto después de sobrellevar por bastante tiempo la leucemia que le diagnosticaron en el 76.

María Gracia, resignada al desahucio, acordó con Szigethy sacarlo de la clínica y otorgarle sus últimos días de vida en la comodidad de la Casa Roja, y también hizo los arreglos para sepultarlo junto a los restos de su esposa, doña Catalina Callejas, en el Cementerio General de Santiago (doña Catalina había muerto un año antes a causa de un aneurisma cerebral en plena misa de Pentecostés. Se desvaneció un poco antes de comenzar la eucaristía a los pies de la primera dama).

El funeral fue multitudinario. La capilla de piedra abarcaba apenas unos doscientos metros cuadrados de superficie, por lo que pudo albergar solo a una cuarta parte de los asistentes al sepelio. En la primera fila se encontraba María Gracia, hija única del matrimonio Leyton Callejas; su marido, Edmundo de la Cruz; el presidente de la República, Augusto Pinochet, y su esposa, Lucía Hiriart.

Los niños estaban sentados junto a la Carmencita también frente al ataúd. Celeste traía puesto un vestido negro con florecitas grises de encaje y Raimundo sencillamente una camisa blanca y unos pantalones oscuros. Carmen se había encargado de vestirlos, y también la noche anterior de darles la triste noticia. María Gracia insistió en amortajar ella misma a su padre, por lo que pidió estar sola en la habitación junto al cadáver hasta terminar el proceso. Nadie la vio derramar alguna lágrima.

Raimundo estaba inquieto, no dejaba de pensar en la visita nocturna del monstruo. Después de su experiencia se había negado a entrar a la capilla de piedra, ni siquiera para volver a cerrar el postigo por donde se había escapado esa abominación. ¿Qué más daba? El monstruo era ya un fugitivo y no podía huir de él. ¿Por qué no se lo había llevado? Pudo haberlo hecho fácilmente. Estaba prácticamente indefenso, paralizado, pero en vez de eso le dio las gracias y, además, ¿cómo había llegado ahí sin que nadie lo viera? Quizás Carmencita y el padre Giuseppe tenían razón: «una pesadilla muy vívida». Sin embargo, las voces sí fueron reales, también el olor y la llave en la cerradura. No quiso deshacerse en explicaciones sobre esos detalles, sabía que lo regañarían, el abuelo estaba muriendo y mamá no tenía tiempo para tonteras de cabro chico. Por lo tanto, se resignó a una nueva visita del monstruo; lo esperó despierto sentado en la cama observando las tinieblas que se reunían en la habitación, escuchando la respiración cadenciosa de Celeste. Pero el monstruo nunca llegó.

Cuando el niño entró en la capilla ardiente para despedirse de su abuelo (su madre no se lo permitió en la agonía) no escuchó ninguna voz proveniente del abismo; el silencio solemne dominaba el lugar, interrumpido de repente por el murmullo de los asistentes o el minúsculo crepitar de los cirios consumiéndose. Al acercarse Celeste y él al ataúd, vieron al abuelo descansando casi alegre. Sus facciones eran armoniosas, sus ojos cerrados simulaban un sueño plácido y sus labios sugerían una sonrisa a punto de brotar. Celeste quiso tocarle el rostro, pero la Carmencita apartó su manito con cuidado, le susurró al oído que ahora el abuelo descansaba en el cielo, entonces la niña le lanzó un beso a la distancia y sonrió. Raimundo lo observó con cierta decepción, creía que los muertos daban miedo, pero lo que contemplaba ahí era una estampa habitual de don Leonidas durmiendo con su mejor traje. María Gracia observaba a sus hijos en silencio desde su asiento; Edmundo, agotado por el largo viaje desde Washington junto a la comitiva presidencial, le agarraba la mano con dulzura. Carmencita, respondiendo a una seña de su patrona, tomó unos canastos con unas tarjetitas de oración y se las pasó a los niños.

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