LOS AÑOS BAJO FUEGO
Dietrich Angerstein
ISBN Edición impresa: 978-956-401-385-5
ISBN Edición digital: 978-956-9946-56-1
Todos los derechos reservados
Las fotografías pertenecen al álbum de la familia Angerstein Hintze.
Noviembre 2019
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
Le agradecemos que haya comprado una edición original de este libro. Al hacerlo, apoya al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos y que estén al alcance de un público mayor. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización por escrito de los titulares de los derechos.
Índice
Cap 1 | Primeras señales de guerra
Cap 2 | La invasión a Polonia y la campaña de Francia
Cap 3 | Cartas desde Creta
Cap 4 | Adiós a los abrigos de piel
Cap 5 | Un viaje involuntario
Cap 6 | Una carta
Cap 7 | Verano en el campo del tío
Cap 8 | Trenes y vagones por todas partes
Cap 9 | Alarma de ataque aéreo
Cap 10 | La evacuación
Cap 11 | Un hotel cinco estrellas
Cap 12 | Un viaje peligroso
Cap 13 | El final
Cap 14 | ¡Vienen los norteamericanos!
Cap 15 | ¡Saludamos al glorioso Ejército Rojo!
Cap 16 | Nuestro padre es arrestado
Cap 17 | De vuelta a clases
Cap 18 | La huida de nuestro padre
Cap 19 | Un encuentro divino
Cap 20 | Los rusos toman todo lo que encuentran
Cap 21 | Familia Ewers
Cap 22 | La nueva frontera por primera vez
Cap 23 | Capitán Abramenkow
Cap 24 | El viaje a Chile va en serio
Cap 25 | Adiós Merseburg
Cap 26 | Un último verano
Cap 27 | 29 de septiembre de 1948
Álbum familiar
[no image in epub file]
Presentación
Mi padre escribió sus memorias en alemán hace algunos años, porque sus dos hijas –Barbara y yo– se lo pedimos insistentemente. Tenía algunas anotaciones en una especie de diario de vida incompleto. A mi hermana y a mí nos encantaba que nos contara sobre la guerra y los lances y peripecias que esta significó para él y para sus hermanos. Hace dos años traduje estas memorias al español y comencé a pensar –y finalmente a obsesionarme– en transformarlas en un libro, porque intuía que podían interesarles a muchas personas. Tuve dudas que me desvelaron durante varias noches, porque es una historia íntima y personal, hasta que entendí que justamente eso hace que valga la pena contarla.
Karin Angerstein
Corría 1939. Hacía ya varios meses que algo extraño flotaba en el aire, aunque nadie quisiera reconocerlo. Nosotros, los niños de Merseburg1 –así se llamaba la pequeña ciudad donde vivíamos–, no comprendíamos el motivo de tanto movimiento: simulacros de defensa antiaérea con alarmas y sirenas, ejercicios de oscurecimiento en las ciudades, repartición de máscaras antigases y una celebración del Día de la Wehrmacht2 en el mes de marzo, con visita a la base de la Fuerza Aérea de nuestra ciudad. Esa fue la primera vez que vimos de cerca un avión y los impresionantes cañones de la artillería antiaérea. ¡Incluso pudimos dar una vuelta en uno de la Luftwaffe3! Yo tenía siete años y me parecía un sueño. No había forma de que entendiera lo que se acercaba.
Al poco tiempo comenzó el racionamiento obligatorio de la crema en los restaurantes y de la mantequilla en los locales del gigante distribuidor lechero Butter-Krause. El ministro de propaganda Dr. Josef Goebbels había preguntado, en un acto masivo en Berlín, si el pueblo prefería mantequilla o cañones… imagino que la respuesta fue “¡cañones!”. Estas y otras restricciones de la vida cotidiana levantaron sospechas entre los adultos de que algo estaba sucediendo en Alemania, pero muy pocos creyeron en los rumores de una nueva guerra. Los tristes recuerdos de la “Gran Guerra” estaban aún muy frescos. Hubo advertencias y amenazas de los gobiernos de Inglaterra y Francia que fueron tomadas como simple retórica frente al fortalecimiento de la economía nacional, la cual se había recuperado de la crisis financiera mundial más rápido que las supuestas potencias occidentales. El ejército alemán se había rearmado por completo después de la derrota de 1918, pero las voces de alerta que se oían desde los países vecinos eran desechadas como habladurías. Ninguno de nosotros tenía en esos tiempos la posibilidad de leer diarios extranjeros, de escuchar emisiones radiales que vinieran de afuera o de viajar a otro país para enterarnos de las noticias internacionales. Las radios de la época eran de poco alcance y sólo los ciudadanos más adinerados poseían radiorreceptores lo suficientemente sofisticados como para captar ondas cortas. Nuestro padre, que mantenía una activa correspondencia con parientes suyos en todo el mundo, leía en una de esas cartas: “¿Será posible que Inglaterra y Francia marchen contra nosotros?”.
No podía ser. ¡Parecía un total disparate!
Nuestro padre, Paul Angerstein Siebert, había sido teniente de reserva de la Fuerza Aérea Imperial durante la Gran Guerra, que ahora se conoce como la Primera Guerra Mundial. Herido tres veces en combate, recibió la medalla de plata que se otorgaba a los heridos en combate más la Cruz de Hierro por su valentía. En 1938 lo habían llamado a participar en ejercicios y maniobras, siendo rápidamente promovido a teniente primero. Con mis hermanos Konrad y Hermann –tres años mayor y tres años menor que yo, respectivamente– paseábamos orgullosos a su lado, él luciendo un elegantísimo uniforme que atraía todas las miradas de los vecinos, sin excepción. ¡Nos sentíamos casi celebridades locales acompañándolo en estas caminatas por la ciudad!.
Además, él era muy conocido por su rol como rector del liceo superior de hombres. Tenía título universitario de profesor secundario y se había especializado enseñando alemán y gimnasia, además de las lenguas clásicas que eran el latín y el griego, ambas asignaturas obligadas en su época. Como funcionario público profesional, recibía un buen sueldo, lo que nos valía cierta reputación como familia. No era que fuésemos adinerados ni mucho menos, pero el Estado se encargaba de asegurar nuestra subsistencia.
Mi madre, Elfriede Brink Bloedhorn, era profesora de primaria. Trabajó de joven en Alemania y después estuvo en Chile, en el Colegio Alemán de Concepción, donde conoció a mi padre. Después de su regreso juntos a Alemania, la labor de ella había sido cuidar de nosotros y poner orden en el hogar. Esta última no era una tarea menor, considerando que nuestra casa en ocasiones podía parecer un verdadero campo de batalla, con tres hijos hombres arrastrando los trineos por las escaleras o confabulando alianzas para derrotar al enemigo de turno.
Vivíamos en una casona amplia, de dos pisos y pareada, con una mansarda. En la planta baja habitaba la Oma, nuestra abuela Ana, con quien nos entreteníamos haciendo torneos de ludo que ella siempre nos permitía ganar. Nosotros vivíamos en el segundo piso y en la mansarda, donde estaban los dormitorios. Además, estaba la ocasional parentela que se hospedaba por temporadas en la planta baja con la Oma, como la Tante Elise, hermana de mi padre y profesora como él, muy estricta, buena para reclamar y para corregirnos. Cada vez que venía, lo que sucedía a menudo, lo primero que hacía era pedirnos los certificados del colegio para ver qué notas nos habíamos sacado en su ausencia. Yo, la verdad, no era ninguna lumbrera y me las arreglaba como alumno promedio.
Читать дальше