Dietrich Angerstein - Los años bajo fuego

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Esta es la historia de un niño, de su familia y de cómo su vida cotidiana comenzó a cambiar, de modo imperceptible al comienzo y brutalmente después, a medida que la guerra los fue alcanzando. Es una historia de juegos infantiles, de separación, de reencuentro, de bombas, de crueldad, de solidaridad y de una increíble valentía. Son los valiosos recuerdos de un niño que entendió mucho más de los que los adultos imaginaron.

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Como de costumbre, cuando en el colegio nos daban el día libre por culpa del frío, aprovechábamos para tomar los trineos y nos íbamos a Steckners Berg. La Navidad me trajo un par de esquíes usados que me salvé de entregar para la guerra en Rusia, porque la medida de los que necesitaba la Wehrmacht era de un metro y ochenta centímetros como mínimo. Los míos, por ser de niño, eran más cortos. En secreto, casi con culpa, me sentí aliviado. Claro que quería apoyar a nuestros compatriotas, pero también añoraba salir a deslizarme en mis propios esquíes. Entre otros regalos, también recibí algunos accesorios para el tren de juguete. La marca Maerklin aún funcionaba, pero su catálogo había empezado a reducirse.

En diciembre de 1941, Estados Unidos le declaró la guerra a Alemania. Con eso, la atmósfera en nuestra casa se ensombreció. Entre los adultos la preocupación era evidente. No habían olvidado lo que significó la entrada de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial. Nosotros, aunque éramos chicos, lográbamos captar algunas señales sobre la gravedad del asunto. En una ocasión, sin advertir nuestra presencia, oímos a nuestro padre decirle a nuestra madre: “Aquí perdemos la guerra, se acabó.”

Nunca le repetimos a nadie eso que habíamos escuchado. Tampoco lo creíamos del todo, o más bien no lo queríamos creer. Todos los días veíamos pasar trenes cargados del material bélico más moderno e impactante y en el colegio siempre nos hablaban de la superioridad de nuestro ejército. ¡La Wehrmacht no podía ser vencida!

¿O sí?

Mis hermanos y yo dedicábamos muchas horas a observar contar y clasificar los - фото 7

Mis hermanos y yo dedicábamos muchas horas a observar, contar y clasificar los trenes que pasaban por el pueblo según su tipo de locomotora. Tal era nuestra obsesión que llegó un momento en que las conocíamos todas. Pero esta ocupación también nos trajo consecuencias inesperadas. Un día, se detuvo justo frente a nosotros un tren transformado en hospital militar rodante. Estos trenes-hospital estaban compuestos de vagones especiales del tipo expreso, acondicionados y de amortiguación muy suave, lo que nos parecía muy interesante. Eran como especies exóticas que no se veían con mucha frecuencia.

Unos soldados que iban a bordo nos saludaron, nos convidaron chocolates por la ventana del vagón y nos invitaron a subir. ¡Cómo íbamos a rechazar semejante propuesta! Ya me imaginaba contándole a mis amigos en el colegio…

Junto a un grupo de chicos del barrio, subimos a las pisaderas que eran altísimas y nos aventuramos a ingresar al vagón. Adentro el ambiente era relajado, aunque de todos modos resultaba un espectáculo bélico para nosotros. Algunos heridos yacían acostados en sus camas, otros estaban vendados, pero no parecían tener problemas para moverse. Estábamos tan entusiasmados con todo lo que pasaba a nuestro alrededor, disfrutando también del chocolate y otras golosinas que nos ofrecían los pasajeros, que no nos dimos cuenta de que el tren comenzó a moverse. Cuando por fin nos percatamos, ya íbamos a toda velocidad.

El tren pasó sin detenerse por la estación de Merseburg, siguió acelerando al pasar por las fábricas de Leuna y tampoco paró en las siguientes estaciones. Sin saber qué hacer, o con quién hablar, empezamos a preocuparnos. Entonces un conductor apareció en nuestro vagón y, al vernos ahí, comenzó a retarnos. La escena les pareció muy divertida a los soldados, que se echaron a reír a más no poder. Angustiados, mis amigos rompieron en llanto, lo que a su vez provocó la aparición de más golosinas para consolarnos. Tras un buen rato de este caos dantesco, el tren por fin se detuvo y el conductor nos entregó al jefe de estación de turno. A continuación, este último tocó el silbato y el tren-hospital se puso de nuevo en movimiento en dirección al sur, dejándonos atrás sollozando, muertos de miedo y con el jefe de estación agarrándose la cabeza sin saber qué hacer con esta tropa de fugitivos.

Se veía que era un hombre muy serio. Mientras anotaba los nombres y la dirección de cada uno, hablaba de informar a nuestros padres, a nuestro colegio y a la policía. Nos advirtió de duras multas por evadir el pago del pasaje y subir al tren en un lugar no autorizado. Puede que lo hiciera sólo para asustarnos, o que al final se apiadara de nosotros, el asunto es que nos sentó en el siguiente tren hacia Merseburg, con las correspondientes instrucciones al conductor. Una vez llegados, el funcionario, con su gorra roja, nos acompañó hasta la salida de la estación. Desde allí corrimos a toda velocidad a nuestras casas y alcanzamos a llegar a tiempo para la cena, sin despertar sospechas. Nunca dije ni una sola palabra sobre lo ocurrido.

Las semanas siguientes vivimos preocupados de que a nuestros padres les llegara alguna multa o comunicación del jefe de estación. Cada vez que veíamos a un funcionario con el uniforme de ferrocarriles caminando por nuestra calle, corríamos rápido a escondernos detrás de la cerca del jardín. Esto ocurría con frecuencia, ya que vivíamos próximos a la vía del tren e incluso uno de nuestros vecinos era maquinista de locomotora. Al final, nada ocurrió. El jefe de estación se debe haber compadecido al ver nuestras caras de pavor. El susto había sido lección suficiente.

Mi profesor jefe de tercero básico era nuestro vecino Herr Rosenfeldt, cuyo único hijo había sido abatido en los primeros años de la guerra. El matrimonio Rosenfeldt vivía en una casa espaciosa, con un gran jardín que parecía una pequeña parcela. Herr Rosenfeldt tenía como pasatiempo la apicultura, cuidaba sus panales y a veces podíamos observarlo en su trabajo guardando la debida distancia, no fuera ser que las abejas nos vieran como enemigos y se lanzaran a picarnos. Él usaba una protección en su cara y todo el tiempo estaba fumando su pipa, cuyo humo ahuyentaba a los insectos, pero el resto de su cuerpo estaba cubierto de ellos y, para nuestro asombro, no parecían hacerle nada. Mi madre nos decía que sus abejas ya lo conocían y por eso no lo picaban.

Ese año, Herr Rosenfeldt nos acompañó en nuestros primeros paseos de curso a los alrededores de la ciudad. Al regreso de cada excursión, debíamos escribir una composición. Lo mismo sucedía cada lunes, cuando la tarea era contar “qué hicimos el pasado domingo”. Mentíamos como locos. ¡Quién iba a atreverse a escribir que lo habían sacado de la cama por la fuerza a las diez de la mañana, que no había ido a la iglesia y que en la tarde se había peleado con los niños de la calle!

Así, con una extraña naturalidad, poco a poco la guerra nos fue alcanzando en Merseburg. Hasta entonces no habíamos experimentado mucho sus consecuencias, salvo por las ocasionales alarmas de bombardeo durante la noche. También estaba el esporádico fallecimiento de alguien que había partido al frente sin regresar, pero eso era un luto que nosotros, los niños, no terminábamos de entender aún. Con los meses, sin embargo, las noticias sobre bajas comenzaron a hacerse más frecuentes.

Cada vez más a menudo oíamos sobre este o aquel hijo de vecino que había sufrido la “muerte de los héroes por el Führer, el pueblo y la patria”, como se anunciaba en los recortes de prensa. Era lamentable, pero nadie se quejaba en público. Decir algo negativo sobre las tropas alemanas o sobre nuestro Führer era visto como deslealtad. Las muertes se entendían como algo heroico, como un sacrificio en nombre de la patria. O al menos así lo veíamos yo y todos mis compañeros de colegio, a nuestros diez años de edad. Puede que fuésemos sólo niños, pero confiábamos en que si llegaba a ser necesario, tomaríamos también las armas y saldríamos a ganar.

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