Dietrich Angerstein - Los años bajo fuego
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Así, como cada año también, las vacaciones llegaron a su fin. Las clases comenzarían a fines de agosto, sin que nuestro padre hubiese retomado su puesto de rector. Desde su ubicación tan lejana, rara vez podía hablar por teléfono con mi madre. Cuando esto por fin sucedía, el protocolo era más o menos así: primero recibíamos una llamada desde la base aérea de Merseburg, avisando que el capitán Angerstein llamaría a la medianoche desde Creta; a continuación nuestra madre cruzaba la ciudad y varios potreros a pie, en la noche más oscura, hasta llegar a la base de la Luftwaffe donde se encontraba el cuartel del escuadrón de guerra; a la hora acordada la comunicaban con mi padre, pero poco era lo que alcanzaban a conversar por culpa de los ruidos e interferencias en la línea; al cabo de algunos minutos, se cortaba la comunicación y eso era todo. Al día siguiente, todos escuchábamos muy atentos los reportes que hacía mi madre de las novedades que mi padre había alcanzado a transmitirle.
Un día de julio, mi padre nos mandó un telegrama donde informaba que lo iban a enviar por algunos días a la base aérea de Innsbruck, en Austria. Le propuso a mi madre que se encontraran en Garmisch-Partenkirchen. Nosotros, por supuesto, moríamos de ganas de ir también, pero sabíamos que esto era un asunto de adultos. A los pocos días, ella se subió al tren nocturno a München y tuvo una placentera estadía junto a su esposo en aquel maravilloso lugar de descanso. Regresó a Merseburg en el mismo tren y llegó quejándose del largo viaje, los asientos incómodos, los compañeros de viaje mal educados y otras circunstancias desagradables. Mi padre, por el contrario, escribió que se había tratado de un trayecto fácil, de tan solo unos pocos kilómetros por tierra. Al parecer, a esas alturas, ¡ya había perdido la noción de lo que era viajar kilómetros terrestres!
Desde su camino de retorno a Creta, recibimos una nueva carta suya. Nos contaba cómo se las había arreglado para aprovechar al máximo los permisos y los viajes en comisión de servicio. Eso era algo que se usaba mucho. Primero, había viajado en tren a Roma, la que había recorrido acompañado de un oficial camarada muy entendido en historia, que en su vida civil era profesor universitario de arqueología. Allí se había quedado algunos días, en espera de una conexión aérea conveniente a Atenas. Finalmente había viajado en un avión de la Luftwaffe hasta la capital griega, donde otra vez dedicó una breve estadía a la historia y al arte. En sus cartas nos contaba que los griegos le parecían muy amistosos, que en restaurantes y tiendas lo atendían con afabilidad y que los lustrabotas hasta ofrecían una lustrada “extra prima stuka”, en alusión a los aviones bombarderos de picada que los alemanes usaron a principios de la guerra.
Sentado en mi casa en Merseburg, leyendo y releyendo estos relatos sobre las diferentes culturas que existían allá afuera en el mundo, yo dejaba volar mi imaginación, añorando también tener algún día la oportunidad de viajar muy lejos.
Tras el regreso de nuestro padre a Creta, una antigua afección al estómago volvió a atacarlo. El calor, el agua –que para un europeo del norte era intolerable– y el exceso de moscas habían empeorado su situación. Para tratar la enfermedad lo enviaron a Schwaz, en el estado austriaco de Tirol, desde donde nos escribió, reportándose: “Se podría decir que estoy en la siguiente etapa de mi periplo... Me encuentro sentado en una celda de un monasterio franciscano convertido en hospital de campaña para enfermedades al estómago. No se preocupen, disfruto de la vista a los Alpes y el aire puro, que aquí entra por todos lados”.
Para nosotros, estas eran casi buenas noticias. ¡Significaba que nuestro padre volvería a casa pronto, al menos para recuperarse de la enfermedad! No podíamos esperar para preguntarle sobre sus aventuras y saber qué misteriosos recuerdos traía consigo.

A principios de octubre de 1941, nuestro padre tuvo que asistir a un tratamiento médico en Bad Sulza, estado de Thüringen, hasta que por fin volvió en forma definitiva a Merseburg, después de ser liberado del servicio debido a su enfermedad.
En ese tiempo, los soldados enrolados se dividían entre los que servían para combatir en el frente (KV), los que podían ser enviados al extranjero como guarnición a países amigos u ocupados (GV) y los que podían servir al interior de la patria (GVH). En esta última situación quedó mi padre, que retomó su trabajo como rector del liceo superior de hombres, donde los alumnos le llamaban “el Jefe”. De vez en cuando aún tenía que presentarse en la base aérea de Merseburg para realizar alguna tarea burocrática. A veces lo acompañábamos, para hacer uso de la peluquería de la base. Ahí nos ahorrábamos las largas esperas que a menudo teníamos que aguantar cuando íbamos a la peluquería de la ciudad, donde estábamos obligados a ceder nuestro lugar a los adultos que llegaban incluso después de nosotros y terminábamos quedando al final de la fila.
En esos tiempos, cuando la Wehrmacht aún triunfaba en todos los frentes, Merseburg tuvo su propio héroe. Era un mayor, después coronel, llamado Gustav Roedel, que pertenecía a los Ases9 de la Luftwaffe y ostentaba un récord de noventa y ocho aviones británicos y americanos derribados. Su padre era un modesto trabajador de Leuna, quien habría preferido para su hijo una carrera técnica, pero Gustav había cedido a las insistencias de la Hitlerjugend10 y tras graduarse en el liceo de hombres de Merseburg –antes de que nuestro padre asumiera como rector– ingresó a la Luftwaffe. De vez en cuando venía a visitarnos al colegio y relataba sus batallas aéreas. Lo escuchábamos boquiabiertos y sin pestañear, siguiendo cada detalle de sus aventuras. Si bien sólo éramos niños, entendíamos que servir a la patria era un alto honor, aun cuando las consecuencias pudieran ser fatales.
En reconocimiento a su bravura, la ciudad Merseburg lo nombró hijo ilustre y le regaló todos los muebles para su casa, con motivo de su matrimonio con la hija de un empresario local.
El año 1941 llegaba a su fin y por primera vez nos enteramos por la radio y la prensa que las tropas alemanas en Rusia no estaban avanzando como estábamos acostumbrados. Le echaron la culpa al invierno, como si su llegada no fuera algo previsible. Por supuesto, quedamos extrañados. A esas alturas, nosotros los niños, y de seguro también muchos adultos, creíamos que el ejército alemán era invencible ¿Podía ser que estuviéramos equivocados? La gente se miraba entre sí nerviosa, dubitativa, murmurando cosas como “ojalá que todo salga bien”.
Aunque la información oficial era que Moscú estaba “rodeado”, ya no se oía hablar de triunfos en batallas ni de decenas de miles de soldados rusos rindiéndose o cambiándose supuestamente de bando. Las condiciones climáticas acaparaban el foco noticioso: la temperatura en el campo de batalla no subía de los veinte grados bajo cero y hasta se decía que en algunos lugares de Rusia descendía hasta los cuarenta bajo cero. La situación era crítica, al punto de que el frente quedó totalmente paralizado. Entonces, la propaganda nazi se desplegó en su máxima expresión: afiches, panfletos, periódicos, programas de radio. Por todos lados, los ciudadanos eran exhortados a hacer su parte del trabajo. ¡La victoria debía ser una empresa compartida!
La ciudadanía se organizó de inmediato. En todas partes comenzaron a recolectar ropa para los soldados. Elegantes abrigos de piel fueron a parar a los centros de acopio y muchos esquiadores tuvieron que despedirse de sus implementos. Mi madre y mi Oma hicieron lo propio recolectando lo que encontraron en sus armarios. Gorros, bufandas, guantes, calcetines, todo debía ser enviado a Rusia. Todos empatizábamos con esos pobres compatriotas, casi sepultados bajo la nieve, dando sus vidas allá en la lucha como verdaderos héroes. Si alguna dama osaba seguir caminando por la calle con su abrigo de piel, recibía los peores insultos de parte de los transeúntes.
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