Dietrich Angerstein - Los años bajo fuego
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El 1 de septiembre de 1939, nuestro pequeño Merseburg despertó tempranísimo con el rugido de los motores y los gritos de comando. Una interminable cadena de vehículos de la Wehrmacht enfiló durante varios días por la calle principal en dirección al sur. La gente, desconcertada, se preguntaba por qué se dirigían al sur si Polonia estaba hacia el este. En cambio nosotros, los niños, estábamos fascinados con la imponente marcha que atravesaba nuestro poblado. Camiones, pequeños tanques sobre ruedas y enormes remolcadores de cañones, todos a la misma velocidad, avanzando coordinadamente mediante señales que se hacían los copilotos con unos banderines iguales a los que habíamos visto en los autos de la policía. Nos pusimos a investigar qué significaba cada señal y, al rato, nuestras bicicletas y monopatines ya lucían los mismos banderines, con los que imitábamos las indicaciones que hacían los soldados desde sus vehículos. Si bien podíamos intuir que algo importante se estaba gestando, para nosotros toda esta parafernalia se sentía más bien como un juego.
Tampoco es que no supiéramos de qué se trataba la guerra. La mayoría de nosotros había escuchado historias de mayores que habían peleado en la Gran Guerra, o conocía a alguien que lo había hecho. En el caso nuestro, con frecuencia nos visitaba un amigo muy cercano de mi papá, que además era padrino de mi hermano Hermann. Con solemnidad, los observábamos jugar partidas de ajedrez mientras rememoraban los años de juventud que habían compartido combatiendo juntos en el frente. Eran aventuras que mi padre nos relataba con gran orgullo, no sólo sobre las batallas sino que también sobre la cotidianidad de los soldados, viviendo en campamentos provisorios u hospedándose temporalmente con residentes locales. ¡Mi padre era un patriota de corazón! Lo había dado todo peleando por el país. Yo escuchaba sus relatos con devoción, en silencio y muy atento, admirado de lo que representaba ese nivel de compromiso y valentía.
Todo esta movilización militar en nuestra ciudad alteró el día a día de nuestras vidas. Teníamos compañeros de curso que vivían hacia el otro lado de la calle principal de Merseburg, en la población de trabajadores y empleados de las empresas BUNA de IG Farben4 , que quedaba unos pocos kilómetros hacia el norte, en Schkopau. Ellos faltaron a clases durante varios días, porque no se atrevían a cruzar entre las filas interminables de vehículos blindados que avanzaban por la carretera.
Grande fue nuestra sorpresa el día en que una columna se separó de la caravana principal, dobló por nuestra pequeña calle Triebelstrasse y se detuvo. Un grupo de soldados de la Panzertruppe5 , enteramente vestidos de negro, nos hizo señas entre risas invitándonos a subir a los tanques para mirarlos por dentro. Entretanto, de uno de los vehículos bajó un joven teniente al que vimos salir corriendo hacia el final de la cuadra: era el único hijo de la familia Meier, que vivía en la última casa de nuestra misma calle. Estaba de paso con las tropas y aprovechó de hacerles una última visita a sus padres antes de ir a la guerra.
En aquellos tiempos, para ir al colegio debíamos pasar frente a la botica Drogerie Müller, la cual era administrada por la familia Müller. Nuestros padres eran clientes habituales de este lugar donde, además de medicamentos, se vendían rollos para películas y material fotográfico, e incluso se revelaban fotografías en forma muy profesional. Su dueña, Frau Müller, se dedicaba a este rubro con gran pasión. Un día de septiembre de 1939, mientras yo regresaba de la escuela e iba pasando justo frente a la botica, vi estacionado un camión de la Luftwaffe junto al cual conversaba un grupo de soldados al mando de un suboficial. Mi curiosidad me llevó a cruzar la calle para verlos de cerca y debo haberme visto muy emocionado, porque Frau Müller se acercó a tomarme una fotografía, que más tarde me regaló. En ella aparezco frente a un camión de la Luftwaffe, junto a los jóvenes soldados que se veían contentos y orgullosos de lucir su uniforme. Yo era un niño, pero ellos se ven apenas un poco más crecidos que yo.
La reciente construcción de una base área en las cercanías de Merseburg hizo que, para la celebración del día de las Fuerzas Armadas, invitaran a todos los niños de los alrededores a una exhibición de aviones. Fue la primera vez que volé. Tuve que hacer una fila enorme, junto a un montón de otros niños igual de ansiosos que yo por vivir la experiencia de ir arriba de ese brillante par de alas. ¿Cómo no íbamos a sentir orgullo ante semejante despliegue? Teníamos un ejército nuevo, joven, con indumentaria impecable recién estrenada y tan moderna como nunca antes se había visto. La opción de una guerra casi no se nos pasaba por la cabeza, porque los rumores se asumían como simples exageraciones, pero si las vueltas de la vida llevaban a Alemania de regreso al frente de batalla, a nadie le cabía duda: ¡jamás íbamos a perder! No lo permitiríamos, porque todos compartíamos un gran amor por nuestra patria, así como el deber de defenderla.

“Desde hoy a las cinco de la mañana disparamos de vuelta”. Con esas palabras, el 1 de septiembre de 1939, el Führer Adolf Hitler anunció al sorprendido pueblo alemán la invasión a Polonia.
En mi casa no se habló mucho del tema. Creo que los adultos no sabían bien qué decir y por eso mejor era callar que lamentar. Mis padres no eran grandes fanáticos del Führer, pero eso no era algo que la gente anduviera comentando así nada más. Mi papá era de la vieja escuela, admiraba a hombres como Otto von Bismarck, “el Canciller de Hierro”. Sus ideales eran los del antiguo imperio, aquellos por los que había ido a pelear en la Gran Guerra. Por eso mismo, cuando en 1935 el gobierno alemán declaró oficial la bandera roja con la esvástica negra, en mi casa seguimos colgando la vieja bandera imperial con sus franjas de color negro, blanco y rojo. Era un paño enorme, que llegaba desde el techo de la casa hasta el suelo. Algunos nos llamaban anticuados, pero a nosotros no nos importaba.
Hasta que un día, la Tante Elise, que sí pertenecía al Partido Nacionalsocialista, le dijo a mi padre que no podía seguir haciéndose el tonto. Podíamos terminar metidos en problemas serios si se negaba a obedecer las órdenes del gobierno. Y así, para que el Führer no se fuera a molestar, al lado de nuestra vieja bandera imperial terminamos colgando otra nueva y más pequeña con la famosa esvástica.
Salvo por los enrolamientos, al principio en nuestra ciudad se sentía poco la guerra. Aunque el combate había comenzado oficialmente, las clases en el colegio continuaban de modo normal. Nuestro profesor jefe, Herr Halm, había sido enlistado para maniobras militares justo antes de las vacaciones – nunca más volvió –, siendo reemplazado por la maestra Fräulein Chall, que vivía en el casco antiguo de Merseburg. Allá la vi una vez en compañía masculina, hallazgo que no dudé en transmitir lo más rápido que pude a mis compañeros de curso, provocando chismes y risas.
Yo tenía 7 años y era un aventurero, me gustaba salir a recorrer las callejuelas de nuestra ciudad, donde me sentía dueño y señor del camino. Merseburg era un pueblo chico donde todos se conocían. Nuestra casa estaba ubicada hacia las afueras, por lo que yo iba y venía a diario por esos caminos sin pavimentar con absoluta libertad. Aunque entonces me parecía inmensa, la nuestra era una de las casas más pequeñas del barrio. Las demás tenían terrenos enormes, ¡con chacras incluidas! Casi no pasaban autos por las calles y mucho menos había semáforos. Nuestro padre, junto con un doctor que vivía al final de la cuadra, era de los pocos afortunados que tenían auto propio. Con los demás niños del barrio nos juntábamos para salir a andar en bicicleta e íbamos al centro, a tomar un helado o comprar repuestos para nuestros vehículos. La vida era simple, bonita.
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