Era imposible que Joel pudiera permitirse un regalo así, lo sabía, no a menos que le mintiera aún más de lo que sospechaba respecto a cuánto ganaba con el camión. La única conclusión posible era que estaba involucrado en algo ilegal, y los pendientes formaban parte de eso: un trueque, quizás, o una adquisición con parte de las ganancias. Eso les restó algo de su belleza. Karen no había robado nada en su vida, ni siquiera un caramelo o un cosmético barato, los objetivos habituales de los ladrones menores entre sus amigos del instituto. En la cafetería, nunca se llevaba más comida de la que cada empleado tenía asignada. En todo caso, era una cantidad más que generosa, y no veía razón para dejarse llevar por la codicia, por más que hubiese un par de camareras que empleaban esa asignación como excusa para llevarse comida a casa y atracarse ellas, sus novios y probablemente cualquiera que pasara por allí.
Pero los pendientes eran en verdad preciosos. Nunca le habían regalado nada tan exquisito, tan antiguo, tan valioso. Ahora que los llevaba puestos, no quería quitárselos. Si él conseguía convencerla de que habían llegado a sus manos de manera honrada, se los quedaría, pero si le mentía, se daría cuenta. Si él decidía mentirle sobre los pendientes, la relación se hallaría bajo una verdadera amenaza. Ya había decidido perdonarlo por pegarle otra vez porque lo quería, pero había llegado el momento de que fuese sincero con ella, y quizá también consigo mismo.
Se sentó en la cama y encendió el televisor. Qué demonios, se dijo, y se lió un segundo porro. Vio una película, una comedia estúpida que ya había visto pero que se le antojó mucho más divertida ahora que estaba un poco colocada. Siguió otra película, ésta de acción, pero ella empezaba a amodorrarse. Se le cerraron los ojos. Oyó sus propios ronquidos y se despertó. Se tendió y apoyó la cabeza en la almohada. Volvieron a oírse las voces, pero ahora tuvo la extraña sensación de que ese sueño, y las pesadillas sobre Clarence Buttle, se habían fundido en un mismo sueño, porque en él percibía una presencia cercana.
No, no en el sueño.
En la casa.
Abrió los ojos.
– ¿Joel? -dijo, pensando que quizás él hubiera regresado antes de lo previsto-. ¿Eres tú?
No hubo respuesta, pero percibió que sus palabras habían provocado una reacción en alguna otra parte de la casa: quietud donde antes había habido movimiento, silencio donde había habido sonido.
Se incorporó. Arrugó la nariz. Percibió un olor raro: a humedad, pero un poco perfumada, como una vestidura antigua de iglesia impregnada aún del aroma a incienso. Cogió la bata y se la puso, cubriendo su desnudez, y ya se disponía a acercarse a la puerta del dormitorio cuando se lo pensó mejor. Regresó a su mesilla de noche y abrió el cajón. Dentro había una Lady Smith 60 readaptada para balas de calibre 0.38. Joel había insistido en que tuviera un arma en la casa, y le había enseñado a disparar en el bosque. A ella no le gustaba el revólver, y había accedido a tenerlo en gran medida para tranquilizarlo, pero ahora se alegraba de no estar indefensa del todo en ausencia de Joel.
Esperó en lo alto de la escalera, pero no oyó nada, no en un primer momento. Después, poco a poco, lo percibió.
Se oían otra vez los susurros, y esta vez no dormía.
Karen se detuvo ante la puerta del sótano y escuchó. Se sentía como sonámbula, aturdida aún por el somnífero y la hierba, y los efectos de pasarse el día entero dormida. Todo se le antojaba un poco desajustado. Cuando volvía la cabeza, tenía la impresión de que los ojos tardaban unas décimas de segundo en seguir el movimiento, y la consecuencia era una visión un tanto borrosa y una sensación de mareo. Vacilante, apoyó la palma de la mano en la puerta del sótano y se arrodilló para acercar el oído al ojo de la cerradura. Curiosamente, el volumen de las voces no cambió, pese a que tenía la certeza de que los susurros procedían de detrás de la puerta. Las voces se encontraban dentro y fuera de ella al mismo tiempo, y a causa de eso se producía una alteración en la percepción que visualizó en términos casi matemáticos: un triángulo equilátero, con ella en un vértice, el origen de las voces en otro vértice, y el sonido transmitido por ellas en un tercero. Oía una conversación mantenida sin conocimiento de su presencia o, más exactamente, con pleno conocimiento de que la presencia de Karen era intrascendente. Eso le trajo a la memoria una situación de su infancia: los días despejados, su padre y los amigos de éste se reunían y se sentaban en torno a la mesa del jardín a beber cerveza, y mientras tanto ella se quedaba a la sombra de un árbol, observándolos y distinguiendo ciertas palabras y frases, pero incapaz de seguir o entender del todo el contenido de sus conversaciones.
Pese a que le desagradaban los lugares oscuros, y le preocupaba la posible reacción de Joel si descubría que ella había entrado sin permiso en su sótano -porque sabía que él lo interpretaría así si llegaba a enterarse-, deseaba averiguar qué había allí abajo. Sabía que él había almacenado algo nuevo allí porque el día anterior, al regresar del trabajo, lo había visto trasladar las últimas cajas desde su camión. Experimentó un amago de euforia al pensar en la incursión, sazonado con cierto grado de recelo, incluso miedo.
Empezó a buscar la llave del sótano. Si bien Joel guardaba una en una cadena junto con sus otras llaves, supuso que debía de haber otra copia a mano. Conocía todas las zonas compartidas de la casa. En uno de los cajones de la cocina había un revoltijo de cachivaches, incluidas llaves sueltas, candados de combinación y tornillos. Lo revolvió todo, pero no encontró ninguna llave que pudiera encajar en la cerradura del sótano. Después miró en los bolsillos de los abrigos de Joel que colgaban en el vestíbulo, pero sólo descubrió polvo, un par de monedas y un recibo antiguo del gas.
Por último, consciente de que estaba a punto de traspasar una línea, registró el armario personal de Joel. Hurgó con los dedos en los bolsillos de los trajes y dentro de los zapatos, bajo pilas de camisetas y entre montones de calcetines y calzoncillos. Todo estaba limpio y bien plegado, vestigio de los tiempos de Joel en el ejército. Al cabo de un rato empezó a olvidarse de la llave y a disfrutar del carácter íntimo de su búsqueda, y lo que le revelaba sobre el hombre a quien quería. Descubrió fotografías de su servicio en el ejército, y cartas de una antigua amante, de las que sólo leyó unas cuantas, consternada ante la posibilidad de que alguien pudiera haber pensado que quería a Joel tanto como ella, e irritada por el hecho de que él conservara las cartas. Las pasó de una en una hasta encontrar la que buscaba, una encabezada con un sencillo «Querido Joel» donde ella le comunicaba que le costaba mucho sobrellevar su separación forzosa y continuada a causa del servicio militar y deseaba por tanto poner fin a la relación. La carta tenía fecha de marzo de 2007. Karen se preguntó si la mujer, que se llamaba Faye, había encontrado a otro hombre antes de escribir esa carta. Un sexto sentido le indicó que así era.
En el suelo del armario, dentro de un estuche de acero, había una pistola Ruger y varias armas blancas, incluida una bayoneta. Al ver los cuchillos se estremeció, al pensar en la temible intimidad de su capacidad de penetración, la posibilidad de contacto brutal entre la víctima y el asesino, seres independientes unidos por unos segundos mediante un fragmento de metal.
Junto a los cuchillos encontró lo que parecía la llave de la puerta del sótano.
Se la llevó abajo y la introdujo en la cerradura. Giró la llave con la mano izquierda, empuñando la pequeña Lady Smith con la derecha. La llave giró fácilmente, y la puerta se abrió. La empujó, y de pronto tomó conciencia del profundo silencio que reinaba en la casa.
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