John Connolly - Voces que susurran

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En mayo de 2009, pocos meses después de su regreso de Iraq, el joven soldado Damien Patchett se suicida disparándose con un revólver durante un paseo. Su padre, Bennett Patchett, que sospecha que algo turbio se esconde tras su muerte, acude a ver al detective privado Charlie Parker para pedirle que lo investigue. Extrañamente, ese mismo día, un agente de policía ha aparecido muerto junto a las ruinas calcinadas del siniestro bar Blue Moon. En sus pesquisas, Parker pronto descubrirá que Patchett formaba parte de un grupo de ex combatientes desencantados que cruzan a menudo la frontera entre Maine y Canadá, un lugar propicio para el tráfico no sólo de drogas, sino también de alcohol, personas y dinero. Entretanto, un misterioso anciano, enfermo pero capaz de una violencia despiadada, se acerca a Maine en busca de venganza. Charlie Parker necesitará la ayuda de sus amigos Louis y Ángel. Aun así, tendrá que vérselas con un ser al que teme más que a ningún otro.

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Porque la caja lo indujo a hacerlo.

Se estremeció al dar semejante salto de la imaginación, a la vez que aguzaba la vista para escrutar la oscuridad. De pronto se acordó de la linterna. La agarró y enfocó el rincón. Unas sombras se movían: el contorno de las herramientas de jardinería y botellas apiladas, el armazón de las estanterías, y algo más, una figura que huyó de la luz y se fundió en la negrura bajo la escalera; una silueta deforme, distorsionada por efecto del haz de luz, pero también, como ella supo, antinatural en su esencia, contrahecha físicamente. Casi percibía su olor: a moho y vejez, con un toque acre, como el de una tela vieja quemada.

Ese no era Joel: ni siquiera era humano.

Intentó seguirlo con la linterna. Al notar que le temblaban las manos, trató de empuñarla con las dos acercándosela al cuerpo. Dirigió el haz bajo la escalera, y la silueta volvió a escapar, una sombra que no era proyectada por una forma sólida, sino como humo elevándose de una llama invisible. Ahora también se movía algo a su derecha. Desplazó el haz, y por un breve instante una figura quedó encuadrada ante la pared, tenía el cuerpo encorvado, los brazos y las piernas desproporcionadamente largos para el torso, lo alto del cráneo deformado por excrecencias de hueso. Era a la vez real e irreal, y parecía que la sombra se extendía desde la propia caja, como si la esencia de lo que ésta contenía se filtrara igual que un mal olor.

Y los susurros habían empezado de nuevo: las voces hablaban de ella. Estaban alteradas, coléricas. Ella no debería haber tocado la caja. Las voces no querían que la profanasen con sus dedos, con sus manos de mujer. Inmundas. Sucias.

Sangre.

Tenía la regla. Le había venido esa mañana.

Sangre.

Contaminada.

Sangre.

Lo sabían. La habían olido. Retrocedió, intentando llegar a la escalera, consciente ahora de que tres figuras se movían en círculo en torno a ella como lobos, de que permanecían fuera del alcance de la luz a la vez que estrechaban el cerco. Esgrimió la linterna como una antorcha, usándola para sondear la oscuridad, para mantenerlas a raya, de espaldas primero a los estantes, luego a la pared, hasta que al final se hallaba de cara al sótano y tenía el pie en el primer peldaño de la escalera. Subió lentamente sin volver la espalda. A medio ascenso, la bombilla sobre su cabeza parpadeó y se apagó, y entonces también la linterna pasó a mejor vida.

Esto es obra de ellas. Les gusta la oscuridad.

Se dio media vuelta y trepó a trompicones por los últimos peldaños, y cuando alargó el brazo hacia la puerta y la cerró, alcanzó a verlas por última vez, mientras subían hacia ella: formas sin contenido, malos sueños evocados a partir de huesos viejos. Giró la llave y la sacó de la cerradura, y al hacerlo tropezó y cayó dolorosamente sobre el coxis. Fijó la mirada en el picaporte de la puerta, esperando que empezara a girar como en las películas de terror antiguas, pero no fue así. Sólo oyó el sonido de su respiración, y los latidos de su corazón, y el roce de su bata contra su piel mientras se arrastraba por el suelo e iba a apoyarse en un sillón.

Sonó el timbre de la puerta. Se llevó tal sobresalto que gritó. A la luz de la noche vio la figura de un hombre perfilarse tras el cristal. Miró el reloj de pared. Eran más de las tres. ¿Cómo había pasado tanto tiempo? Frotándose la base de la columna allí donde se había golpeado al caer tan torpemente, se acercó a la puerta y apartó la cortina a un lado para ver quién era. Un hombre de unos sesenta años permanecía de perfil al otro lado de la puerta. Llevaba un sombrero negro, que se levantó educadamente y dejó a la vista un cono calvo salpicado por volutas de pelo gris. Abrió la puerta, sintiendo alivio por la presencia de otro ser humano, aunque fuese un desconocido; así y todo, dejó puesta la cadena de seguridad.

– Hola -saludó el hombre-. Buscamos a Karen Emory.

Como aún no se había vuelto hacia ella, Karen sólo le veía un lado de la cara.

– No está -contestó Karen, escapándosele aquellas palabras incluso antes de darse cuenta de que las había pronunciado-. No sé cuándo volverá. Ya es tarde, así que probablemente no vendrá a casa hasta mañana.

No sabía por qué mentía, y era consciente de la debilidad de sus falsedades. El hombre no tenía un aspecto amenazador, pero el instinto de supervivencia de Karen se había activado por lo que había visto en el sótano, y aquel individuo le erizaba el vello. Había sido un error abrirle la puerta, y ahora era vital que la cerrase de nuevo cuanto antes. Quiso gritar: se hallaba atrapada entre ese hombre y las entidades del sótano. Deseó que Joel regresase, pese a ser consciente de que aquello era culpa de él, de que ese hombre estaba allí por él, y por lo que tenia almacenado en el sótano, ya que si no, ¿por qué iba a presentarse un individuo así ante su puerta a las tres de la madrugada? Joel sabría qué hacer. Ella estaría dispuesta a exponerse a los efectos de su cólera con tal de que regresase para ayudarla.

– Podemos esperar -dijo el hombre.

– Lo siento. Eso no es posible. Además, tengo compañía.

Las mentiras se amontonaban, y a ella misma le sonaban poco convincentes. Entonces pensó en lo que el hombre ante la puerta acababa de decir. «Buscamos» a Karen Emory: nosotros. «Podemos» esperar.

– No -dijo el hombre-. No creemos que tenga compañía. Creemos que está sola.

Karen miró alrededor para ver si había alguien más fuera, pero sólo estaba aquel hombre extraño y espeluznante con el sombrero en la mano. Y ella había dejado el arma en el sótano.

– Váyase -dijo-. Váyase o llamaré a la policía.

El hombre volvió la cabeza, y ella vio entonces lo maltrecho que estaba, lo estragado, y tuvo la sensación de que era una decadencia tanto física como espiritual. Intentó cerrar la puerta, pero él ya había metido el pie en la brecha.

– Unos pendientes muy bonitos -comentó Herodes-. Antiguos, y demasiado buenos para una mujer como usted.

Introdujo el brazo entre la puerta y el marco, su mano semejaba un borrón blanco, y le arrancó un pendiente, desgarrándole el lóbulo. La sangre le salpicó la bata. Intentó gritar, pero él la tenía sujeta por la garganta, hundiendo las uñas en su piel. Valiéndose de una fuerza brutal, empujó la puerta con el hombro y la cadena se desprendió del marco. Ella forcejeó, lo arañó, hasta que él le estampó la cabeza contra la pared.

Una vez:

– No…

Dos veces:

– … diga…

La tercera vez ella apenas sintió nada.

– … mentiras.

35

Karen no perdió el conocimiento, no del todo. Se dio cuenta, pues, de que la arrastraban por el pelo y la arrojaban a un rincón. Le dolía el lóbulo desgarrado de la oreja y sentía cómo le goteaba la sangre de la herida. Oyó cerrarse la puerta y vio correrse parcialmente las cortinas. Tenía náuseas y problemas de visión, porque cuando el hombre se acercó a la ventana, Karen creyó ver dos reflejos en el cristal. Uno era el intruso, y el otro…

El otro era Clarence Buttle. Algo en su andar y su postura había quedado grabado en la memoria de Karen para siempre, y lo habría reconocido aun cuando la figura reflejada no hubiese llevado la raída cazadora oscura que vestía Clarence aquella noche en el dormitorio de Karen, ni la camisa a cuadros rojos y negros remetida en unos vaqueros holgados que habrían sentado mejor a una persona más gorda. Un cinturón de piel marrón ceñía los vaqueros de Clarence, y la hebilla plateada medio rota tenía forma de sombrero vaquero. Así lo recordaba ella, porque ésa era la imagen de las fotografías que le tomaron al revelarse su verdadera naturaleza durante la investigación policial.

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