John Connolly - Voces que susurran

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En mayo de 2009, pocos meses después de su regreso de Iraq, el joven soldado Damien Patchett se suicida disparándose con un revólver durante un paseo. Su padre, Bennett Patchett, que sospecha que algo turbio se esconde tras su muerte, acude a ver al detective privado Charlie Parker para pedirle que lo investigue. Extrañamente, ese mismo día, un agente de policía ha aparecido muerto junto a las ruinas calcinadas del siniestro bar Blue Moon. En sus pesquisas, Parker pronto descubrirá que Patchett formaba parte de un grupo de ex combatientes desencantados que cruzan a menudo la frontera entre Maine y Canadá, un lugar propicio para el tráfico no sólo de drogas, sino también de alcohol, personas y dinero. Entretanto, un misterioso anciano, enfermo pero capaz de una violencia despiadada, se acerca a Maine en busca de venganza. Charlie Parker necesitará la ayuda de sus amigos Louis y Ángel. Aun así, tendrá que vérselas con un ser al que teme más que a ningún otro.

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Para persuadirla aún más, le enseñó la pistola, y ella obedeció, temblándole la mano sólo un poco al introducir la llave en el ojo de la cerradura. Él dio un paso atrás mientras ella abría la puerta y revelaba la oscuridad al otro lado.

– ¿Dónde está la luz? -preguntó él.

– No funciona -contestó Karen-. Se ha estropeado mientras yo estaba abajo.

«La han estropeado ellos», casi añadió. «Querían que yo tropezara y me cayera, para que así tuviera que quedarme ahí abajo con ellos.»

Herodes echó una ojeada alrededor y vio la linterna en el suelo. Cuando se agachó a recogerla, ella aprovechó para asestarle un puntapié con todas sus fuerzas a un lado de la cabeza, y él cayó de rodillas. Karen corrió hacia la puerta de la calle, pero forcejeaba aún con el pestillo cuando él se abalanzó sobre ella. Gritó, y él le tapó la boca con la mano y tiró de ella hacia atrás; luego la arrojó al suelo. Ella se desplomó de espaldas, y antes de que pudiera levantarse, él estaba de rodillas sobre su pecho. Le metió los dedos en la boca y le agarró la lengua con tal violencia que ella pensó que iba a arrancársela. No podía hablar, pero le suplicó con la mirada que no lo hiciera.

– Última advertencia -dijo. La herida del labio se le había abierto y empezaba a sangrarle-. No causo dolor sin motivo, y no es mi deseo hacerle más daño del que ya le he hecho, pero si me obliga, lo haré. Como vuelva a desobedecerme, echaré su lengua a las ratas y luego dejaré que se ahogue en su propia sangre. ¿Está claro?

Karen movió la cabeza en un mínimo gesto de asentimiento, temiendo perder la lengua si movía demasiado la cabeza. Herodes la soltó, y ella percibió el sabor de él en la boca, acre y químico. Se puso en pie, y él encendió la linterna.

– Parece que funciona -observó, y con un ademán le indicó que lo precediera-. Usted primero. Mantenga las manos separadas del cuerpo. No toque nada aparte de la barandilla. Si hace algún movimiento brusco mientras estamos ahí abajo, lo pagará caro.

Contra su voluntad, Karen avanzó. El haz de la linterna iluminó la escalera. Herodes la dejó descender tres peldaños y luego la siguió. A media escalera, Karen se detuvo y miró a la izquierda, donde la oscuridad era más profunda y la caja de oro descansaba en el estante.

– ¿Por qué para? -preguntó Herodes.

– Está ahí al fondo -dijo.

– ¿Qué?

– La caja de oro. Eso es lo que ha venido a buscar, ¿no? La caja de oro.

– Enséñeme dónde está exactamente.

– Ahí abajo hay algo -dijo ella-. Lo he visto.

– Ya se lo he dicho: no corre peligro. Siga adelante.

Ella continuó bajando hasta el pie de la escalera. Herodes llegó junto a ella y examinó con la linterna los rincones del sótano. Las sombras se agitaron, pero fue a causa de la luz, y Karen casi se habría convencido de que las siluetas anteriores habían sido imaginaciones suyas si no fuera porque empezaron a oírse de nuevo los susurros. Esta vez eran distintos: reflejaban perplejidad, quizá, pero también expectación.

Karen guió al hombre hasta donde se hallaban los tesoros, pero él no mostró el menor interés en los sellos, ni en la hermosa cabeza de mármol. Sólo tenía ojos para la caja. La enfocó con la linterna por un momento, dejando escapar leves chasquidos con la lengua al advertir los desperfectos que había sufrido, las pequeñas abolladuras y arañazos que empañaban la decoración de los costados. A continuación señaló una bolsa de lona que había encima de unas maletas viejas apiladas junto a la estantería.

– Cójala y métala en esa bolsa -ordenó-. Y tenga cuidado.

Karen no quería volver a tocarla, pero su deseo de terminar con aquello cuanto antes era aún mayor que su reticencia. Aquel hombre se marcharía cuando tuviese la caja. Si era un hombre de palabra, le perdonaría la vida. Pese al temor que le inspiraba, creía que no pretendía matarla, o de lo contrario ya estaría muerta.

– ¿Qué es? -preguntó Karen-. ¿Qué hay ahí dentro?

– ¿Qué ha visto usted antes al bajar? -contestó Herodes.

– He visto siluetas. Eran deformes. Como hombres, sólo que… no eran hombres.

– No, no eran hombres -corroboró Herodes-. ¿Ha oído hablar de la caja de Pandora?

Ella asintió.

– Era la caja que contenía el mal; al abrirse, el mal salió y se propagó por la Tierra.

– Muy bien -dijo Herodes-. Salvo que era un ánfora, un pithos . El término «caja» de Pandora se debe a un error en la traducción al latín.

Herodes se alegraba de que hubiera alguien con él ahora que tenía en su poder aquello que había buscado durante tanto tiempo. Quería explicarse. Quería que alguien más comprendiera su importancia.

– Esto -prosiguió- es una verdadera caja de Pandora, una prisión de oro. Siete cámaras, cada una con siete cierres que simbolizan las puertas del inframundo. -Señaló los broches en forma de arácnido-. Los cierres tienen forma de araña porque fue una araña lo que protegió al profeta Mahoma de los asesinos tejiendo una tela frente a la boca de la cueva en la que él se había escondido con Abú Bakr. Los hombres que construyeron la caja confiaban en que la araña los protegiera también a ellos. En cuanto al contenido de la caja… En fin, digamos que son espíritus antiguos, casi tan antiguos como el mismísimo Capitán. Casi.

– Son malos -dijo Karen. Se estremeció-. Lo he percibido en ellos.

– Ah, sí, lo son -confirmó Herodes-. Son muy malos, eso sin duda.

– ¿Y qué va a hacer con la caja?

– Voy a abrirla y a liberarlos -contestó Herodes, hablando como si se dirigiese a una niña.

Karen lo miró.

– ¿Por qué va a hacer una cosa así?

– Porque ése es el deseo del Capitán, y los deseos del Capitán se cumplen. Ahora coja la caja y métala en la bolsa.

Ella movió la cabeza en un gesto de negación. Herodes desenfundó la pistola y la apoyó en los labios de Karen.

– Tengo lo que quiero -explicó él-. Puedo matarla o podemos vivir los dos. Usted decide.

Renuente, Karen cogió la caja. Ésta vibró de nuevo entre sus manos. También percibió un golpeteo en el interior, como si hubiese allí atrapado un roedor arañando en vano la tapa. Al notarlo, casi se le cayó la caja al suelo. Herodes dejó escapar un resoplido de irritación, pero guardó silencio. Con cuidado, Karen la dejó en la bolsa de lona y corrió la cremallera. Hizo ademán de entregársela, pero él negó con la cabeza.

– La llevará usted -indicó-. Adelante. Ya casi hemos terminado.

Karen subió por la escalera, esta vez seguida de cerca por Herodes, que mantenía una mano apoyada suavemente en su hombro y la pistola en su espalda. Cuando Karen llegó a la sala de estar, se detuvo.

– Siga… -empezó a decir Herodes antes de ver lo que Karen ya había visto.

Había allí tres hombres, todos armados, apuntándole a la cabeza.

– Déjela ir -ordené.

36

Si a Herodes le sorprendió encontrarnos esperándolo, lo disimuló bien. Atrajo a Karen Emory hacia sí para utilizar su cuerpo como escudo y apretó el cañón del arma contra su cuello, apuntado hacia arriba, en dirección al cerebro. Sólo veíamos el lado derecho de su cabeza, y ni siquiera Louis iba a intentar hacer blanco en esas circunstancias. La sangre manaba de la espantosa herida en la boca de Herodes, manchándole los labios y el mentón.

– ¿Se encuentra bien, Karen? -pregunté.

Ella quiso asentir, pero su temor a la pistola era tal que el gesto fue poco más que un temblor. A Herodes le resplandecían los ojos. No prestaba atención a Ángel y Louis. Tenía la mirada fija en mí.

– Yo a usted lo conozco -dijo Herodes-. Lo vi en el bar.

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