John Connolly - Voces que susurran

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En mayo de 2009, pocos meses después de su regreso de Iraq, el joven soldado Damien Patchett se suicida disparándose con un revólver durante un paseo. Su padre, Bennett Patchett, que sospecha que algo turbio se esconde tras su muerte, acude a ver al detective privado Charlie Parker para pedirle que lo investigue. Extrañamente, ese mismo día, un agente de policía ha aparecido muerto junto a las ruinas calcinadas del siniestro bar Blue Moon. En sus pesquisas, Parker pronto descubrirá que Patchett formaba parte de un grupo de ex combatientes desencantados que cruzan a menudo la frontera entre Maine y Canadá, un lugar propicio para el tráfico no sólo de drogas, sino también de alcohol, personas y dinero. Entretanto, un misterioso anciano, enfermo pero capaz de una violencia despiadada, se acerca a Maine en busca de venganza. Charlie Parker necesitará la ayuda de sus amigos Louis y Ángel. Aun así, tendrá que vérselas con un ser al que teme más que a ningún otro.

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Sí, sé esto: Carrie Saunders mató a Jimmy Jewel, y mató a Foster Jandreau. En su casa encontraron una pistola, una Glock 22. Las balas coincidían con las empleadas para eliminar a Jimmy y Jandreau, y en el arma no había más huellas dactilares que las de ella. En cuanto a Roddam, no había manera de saber con certeza si era ella la responsable de su muerte, pero Herodes había dicho la verdad acerca de su implicación en los otros asesinatos, así que no había razones para pensar que mentía respecto a Roddam.

Después de hallarse el cadáver de Saunders, se contempló la posibilidad de que el autor del crimen le hubiera cargado a ella los otros asesinatos, pero se descartó cuando Bobby Jandreau declaró voluntariamente que había comentado a su primo Foster su sospecha de que las muertes de Damien Patchett, Bernie Kramer y los Harlan guardaban relación con una operación de contrabando dirigida por Joel Tobias, pese a que carecía de pruebas formales en apoyo de sus afirmaciones. Foster Jandreau era ambicioso, pero no había progresado en la vida tanto como quería, y se sentía estancado. Si encontraba pruebas de manejos ilegales por parte de Joel Tobias, tal vez podría resucitar una carrera moribunda. Pero Bobby Jandreau había cometido el error de hablar del asunto con Carrie Saunders durante una de sus sesiones de terapia, y ella había matado a Foster para impedirle ahondar en la operación y había empañado su reputación dejando a su lado las ampollas de droga. Ignoro si lo hizo con el consentimiento y la aprobación de Joel Tobias, y quienes podrían habérmelo aclarado estaban muertos. Recordé lo que otros habían dicho sobre Tobias: era listo, pero no tanto. No era capaz de dirigir una operación en la que podía haber en juego millones de dólares en antigüedades robadas, pero Carrie Saunders sí lo era. En París, Rochman reveló que su contacto en la adquisición de las tallas de marfil y los sellos había sido una mujer con el seudónimo de «Medea» y que el dinero se había transferido a un banco de Bangor, Maine. Surgieron rumores de que tal vez Saunders y Roddam habían sido amantes durante su etapa en Abu Ghraib, pero eran una pareja poco probable. La guerra creaba esas uniones anómalas, pero seguramente Roddam y Saunders actuaron en provecho mutuo, y Saunders había acabado imponiéndose, porque Roddam había muerto. Saunders y Tobias habían estudiado en el mismo instituto de Bangor, ella se había graduado un año después. Se conocían desde hacía mucho tiempo, pero si era Saunders la inteligencia rectora de la operación, no había necesitado el permiso de Joel Tobias ni de nadie para hacer lo que fuera necesario a fin de asegurar su éxito.

Yo estaba presente cuando abrieron la caja y vi el rostro de Carrie Saunders. Al margen de cuáles fuesen sus actos, no merecía morir así.

Poco después de descubrirse el cadáver, presté declaración ante la policía en presencia de dos agentes del ICE, el Departamento de Inmigración y Aduanas. Detrás de ellos rondaba un hombre pequeño, con barba y piel oscura, que se presentó como el doctor Al-Daini, antes responsable del Museo de Iraq de Bagdad. Los agentes pertenecían al JIACG, el Grupo Conjunto de Coordinación Interdepartamental, un cajón de sastre que reunía elementos del ejército, el FBI, la CIA, Hacienda y el ICE, y cualquiera que pasara por allí y tuviera interés en Iraq y en cómo se financiaban las operaciones terroristas. El interés de todos ellos en el saqueo del Museo de Iraq estribaba en la posibilidad de que las piezas robadas se vendieran en el mercado negro a fin de recaudar fondos para la insurgencia. El hombre que me había interrogado en el Blue Moon mentía, tanto a mí como a sí mismo: había gente que salía mal parada por lo que ellos hacían, pero esa gente moría en las calles de Bagdad y Paluya y en todos los demás lugares de Iraq donde los norteamericanos eran blanco de ataques. Se lo conté todo a los agentes y al doctor Al-Daini, omitiendo sólo un detalle. No les hablé del Coleccionista. El doctor Al-Daini se tambaleó ligeramente al oír que la caja se había perdido, pero calló.

Cuando acabamos, subí a mi coche y me dirigí hacia el sur.

38

Herodes estaba sentado en su estudio, rodeado de libros y utensilios. No había espejos, ni superficie reflectante alguna. Incluso había trasladado el ordenador a otra habitación para eliminar toda posibilidad de ver una cara. El Capitán representaba una distracción. Tan intenso era el deseo de Herodes de ver la caja abierta que no había tenido más remedio que cubrir todas las superficies reflectantes para alejarlo de su presencia. Necesitaba paz para trabajar; hacerlo ante el Capitán habría sido enloquecedor. Desentrañar el mecanismo de los cierres requeriría tiempo: días, quizá. Debían abrirse conforme a determinada combinación, ya que había celdas dentro de celdas. Era una caja rompecabezas, una construcción extraordinaria: fueran cuales fuesen las reliquias ocultas en la última cámara, se hallaban unidas mediante alambre, y el alambre a su vez estaba conectado a todos los cierres. Si uno se limitaba a abrir por la fuerza los cierres, destrozaría las reliquias -frágiles, cabía suponer-, y si alguien había hecho tamaño esfuerzo para ponerlas a tan buen recaudo, significaba que era importante que las reliquias permanecieran intactas.

La caja estaba sobre un paño blanco. Ya no vibraba, y las voces del interior habían interrumpido sus susurros, como si no quisiesen estorbar la concentración del único que podía liberarlas. Herodes no les tenía miedo. El Capitán le había hablado de lo que contenía la caja, y del carácter de las ligaduras que lo inmovilizaban. Eran bestias, pero bestias encadenadas. Una vez abierta la caja quedarían a la vista, pero seguirían privadas de libertad. Habría que obligarlas a entender que eran las criaturas del Capitán.

Herodes se disponía a forzar la primera araña para revelar el mecanismo del cierre cuando, de repente, sonó la alarma de la casa y lo sobresaltó. Ni siquiera se detuvo a evaluar la situación. Activó los cerrojos de seguridad del gabinete y se encerró por dentro. A continuación descolgó el auricular del teléfono, pulsó el botón rojo y de inmediato estuvo en comunicación con la compañía responsable de la supervisión de la alarma. Confirmó una posible entrada sin permiso y les informó de que se había encerrado en el gabinete. Se acercó a un armario y lo abrió. Contenía una serie de monitores, y cada uno mostraba una parte de la casa, tanto del interior como del exterior y el jardín. Le pareció ver el reflejo del Capitán en las pantallas, y percibió su intensa curiosidad cuando intentó echar una ojeada a la caja, pero no le prestó la menor atención. De momento tenía asuntos más apremiantes que atender. No había prueba alguna de intrusión, y la verja de la casa permanecía cerrada. Bien podía haber sido una falsa alarma, pero Herodes no corría riesgos con su seguridad personal ni con la de su colección, y menos cuando acababa de incorporar un objeto tan raro y valioso.

Al cabo de cuatro minutos apareció ante la verja una camioneta negra sin distintivos. Por medio del panel instalado en el poste de la verja introdujeron un código numérico, que se cambiaba semanalmente para mayor seguridad, y Herodes lo confirmó. La verja se abrió y la camioneta entró en el jardín. La verja se cerró de inmediato. En cuanto la camioneta llegó frente a la casa, sus puertas se abrieron y salieron cuatro hombres armados. Dos de ellos fueron enseguida a examinar los costados y la parte de atrás del edificio, uno mantuvo el arma apuntada hacia el jardín y el otro se acercó a la puerta y pulsó el botón del intercomunicador principal.

– Durero -dijo una voz. Al igual que el código numérico, esta contraseña permitía verificar la identidad del equipo de seguridad, y también se cambiaba semanalmente.

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