Los susurros se habían interrumpido.
Ante ella, la escalera del sótano descendía hacia la oscuridad, y sólo los tres primeros peldaños quedaban iluminados por la luz del pasillo. Buscó a tientas con los dedos el cordón que colgaba del techo. Tiró y se encendió el plafón por encima de ella. Ahora veía hasta el pie de la escalera. Allí abajo había otro cordón, el de la luz que iluminaba el resto del sótano.
Bajó despacio y con cuidado. No quería tropezar, allí no. No sabía cuál de las dos posibilidades era peor: que Joel llegara y la encontrara en el suelo con la pierna rota, o que Joel no volviera y ella se quedara allí, esperando a que las voces reanudasen sus susurros, sola en su presencia.
Apartó esa idea de su cabeza. No contribuía a aliviar su nerviosismo. En el penúltimo escalón, se puso de puntillas, bien sujeta a la baranda, y tiró del segundo cordón. No ocurrió nada. Lo intentó de nuevo: tiró una vez, y luego otra. Ante ella sólo había oscuridad, y también reinaba la oscuridad detrás y a su izquierda, ya que el sótano se extendía bajo la casa casi en toda su anchura.
Maldijo, y de pronto se acordó de que Joel, con su sentido práctico, guardaba una linterna en un estante situado poco más allá del último peldaño, en previsión precisamente de esa eventualidad. Ella la había visto cuando él le enseñó el sótano por primera vez, el día que se trasladó allí. Recorrió con los dedos una viga de acero, sorprendida por lo frío que estaba el metal, y luego deslizó la mano despacio, con un movimiento horizontal sobre el estante, temiendo empujar la linterna y tirarla al suelo. Al final; cerró la mano en torno a ella. La volvió del revés, y, al hacerlo, un haz de luz enfocó el techo, iluminó telarañas y obligó a una araña a escabullirse hacia un rincón. No obstante, la luz era débil. Había que cambiar las pilas, pero ella no iba a pasar allí abajo mucho tiempo, sólo el imprescindible.
Localizó casi de inmediato las nuevas incorporaciones. Joel había apilado cajas de madera y cartón en el rincón más apartado. Calzada con sus zapatillas, se acercó a ellas silenciosamente, temblando por el frío del sótano. Todas las cajas estaban abiertas y llenas de material de embalaje: paja en la mayoría de los casos, trozos de gomaespuma en el resto. Tendió la mano hacia la más cercana y palpó un pequeño objeto cilíndrico, protegido con plástico de burbuja. Lo sacó de la caja y lo desenvolvió bajo el haz de la linterna. La luz iluminó las dos piedras preciosas engastadas en los discos de oro de los extremos, y los signos desconocidos labrados en lo que, creyó, era marfil.
Siguió revolviendo en la caja y encontró otro cilindro, y un tercero. Cada uno era un poco distinto del anterior, pero todos tenían en común el oro y las piedras preciosas. Abajo había otros cilindros, dos docenas o más, y al menos la misma cantidad de monedas de oro en fundas de plástico individuales. Envolvió de nuevo los cilindros que había sacado y los colocó en su sitio. Luego pasó a la caja siguiente. Ésta pesaba más. Retiró parte de la paja y quedó a la vista un jarrón bellamente decorado. Junto a él, en una caja utilizada antes para el transporte de vino, asomaba una cabeza de oro de mujer con ojos de lapislázuli. Acarició con los dedos la cara, tan real en apariencia, tan perfecta. Aunque no era una visitante asidua de los museos, allí, en aquel sótano húmedo, empezó a entender el encanto de tales objetos, la belleza de algo que había perdurado tanto tiempo, un lazo con civilizaciones desaparecidas hacía mucho.
Eso la llevó a pensar en sus pendientes. Ignoraba de dónde los habría sacado Joel, pero ahora sabía que ése era el gran negocio del que había hablado, y en esas piezas había depositado sus esperanzas para el futuro de ambos. Se enfureció con él, y a la vez sintió un extraño alivio. Si hubiese encontrado drogas, o dinero falsificado, o relojes caros y piedras preciosas robados en una joyería, la habría defraudado. Pero aquellos objetos de gran belleza eran tan insólitos, tan inesperados, que se vio obligada a replantearse su opinión sobre él. Ni siquiera tenía cuadros en las paredes hasta que ella fue a vivir allí, ¿y era aquello lo que guardaba en el sótano? Le entraron ganas de reír. La risa brotó de lo más hondo de ella, y se tapó la boca para reprimirla, y al hacerlo se acordó de Joel sentado con las piernas cruzadas junto a la puerta del sótano, hablando con alguien al otro lado, muy concentrado. En ese momento recordó la razón por la que había bajado allí. La sonrisa se borró de su rostro. Estaba a punto de pasar a las otras cajas cuando una forma en el estante captó su atención. Sin duda era una caja, cubierta sin especial cuidado con plástico de burbuja, colocada ilógicamente entre botes de pintura y tarros de clavos y tornillos. Aun así, disfrazada como estaba, y en un entorno tan poco distinguido, la atrajo. Al tocarla con los dedos, la sintió vibrar. Le recordó el ronroneo de un gato.
Dejó la linterna en el estante y empezó a retirar el envoltorio. Para ello tuvo que levantar la caja, y dentro le pareció que algo se desplazaba ligeramente. Toda inquietud ante la posibilidad de que Joel descubriese que había bajado allí se esfumó: sintió un vivo deseo de ver la caja, de abrirla, y en cuanto la tocó comprendió que era eso lo que buscaba, que guardaba relación con las voces de su pesadilla, con las sensaciones de aislamiento y privación de libertad, con las conversaciones nocturnas de Joel. Cuando el plástico alveolar se quedó enganchado, lo rasgó con los dedos, mientras lo rompía oía cómo reventaban las burbujas, hasta que al final la caja quedó plenamente a la vista. La rozó con los dedos y la acarició, maravillándose ante el detallismo de las figuras labradas. La levantó y le sorprendió su peso. No imaginaba siquiera el valor sólo del oro empleado en su construcción, al margen de la antigüedad misma de la caja. Con la yema de un dedo examinó la compleja serie de cierres, en forma de arañas, que mantenían la tapa sujeta a la base. Por lo que vio, no había ningún ojo de cerradura, sino sólo cierres que no cedían. Su frustración fue en aumento mientras hurgaba el metal con las uñas, habiendo perdido todo sentido de la razón y la paciencia. De pronto se le rompió una uña, y el dolor la hizo poner los pies en el suelo. Soltó la caja como si de pronto le quemara las manos. Percibió una profunda sensación de maldad, de que estaba cerca de una forma de inteligencia que sólo le deseaba el mal, a la que le desagradaba el contacto con ella. Deseó echarse a correr, pero ya no estaba sola en el sótano; advirtió movimiento en el rincón a su izquierda, justo al otro lado de la escalera.
– ¿Joel? -dijo. Le tembló la voz. Se enfadaría mucho con ella. Imaginaba ya la pelea: la ira de él por su intromisión, la de ella por guardar objetos robados en el sótano de su casa. Los dos habían obrado mal, pero la transgresión de ella era una nimiedad en comparación con la de él, sólo que Karen sabía que él no lo vería así. No quería que volviera a pegarle. Empezó a recobrar el sentido común: aquello en lo que se había metido Joel era una actividad delictiva grave, y eso ya era de por sí bastante malo. Pero la caja… La caja era otro asunto muy distinto. La caja era malévola. Tenía que apartarse de esa caja. Los dos tenían que apartarse. Si Joel no se iba con ella, se marcharía sola.
«Si es que me deja marcharme», pensó. «Si es que se limita a pegarme cuando se entere de lo que he hecho.» Volvió a pensar en las armas del armario, y concretamente en la bayoneta. Joel se la había enseñado una vez cuando ella lo encontró desmoronado en el rincón de la habitación, con los ojos enrojecidos de tanto llorar por su camarada perdido, Brett Harlan. Era una bayoneta M9, igual que la empleada por Harlan con su mujer antes de abrirse él mismo la garganta.
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