– Puede tirarlo, si le molesta -dijo Louis.
El Coleccionista dejó caer la colilla.
– Una lástima. Aún quedaba una calada.
– Acabará matándolo.
– Eso dicen.
– Quizá yo lo mate antes.
– Y eso que ni siquiera nos han presentado formalmente…, aunque yo tengo la sensación de que lo conozco. Podría decirse que lo he observado de lejos, a usted y a su compañero. Admiro su trabajo, sobre todo desde que, según parece, adquirió conciencia.
– Supongo que debería sentirme halagado, ¿no?
– No, limítese a dar gracias por que yo no haya tenido motivos para ir a por usted. Durante un tiempo estuvo al borde de la condenación. Ahora está compensando sus pecados. Si sigue por ese camino, es posible que se salve.
– ¿Usted se ha salvado? Si es así, no estoy muy seguro de desear esa clase de compañía.
El Coleccionista expulsó el aire de los pulmones por la nariz, lo más parecido a una risa que se le había visto en una eternidad.
– No, yo existo entre la salvación y la condenación. Suspendido, si lo prefiere: un hombre oscilante.
– Arrodíllese -ordenó Louis-. Póngase las manos en la cabeza y déjelas ahí.
El Coleccionista obedeció. Louis se aproximó a él de inmediato, apoyó el arma en su cabeza y llamó vigorosamente a la puerta. De cerca se le humedecieron los ojos por el hedor a nicotina, pero al menos ése camuflaba los otros olores.
– Soy yo -dijo Louis-. Tengo compañía. Un viejo amigo tuyo.
Se abrió la puerta y el Coleccionista me miró.
***
Se sentó en una silla junto a la puerta. Louis lo había cacheado, pero el Coleccionista no llevaba armas. Observó el cartel de PROHIBIDO FUMAR junto al televisor y frunció el entrecejo a la vez que entrelazaba los dedos sobre el abdomen. Bobby Jandreau lo miraba fijamente, tal como uno miraría, al despertar, a una araña suspendida sobre su cara. Mel había retrocedido y, sentada en un rincón detrás de Ángel, mantenía la mirada fija en el desconocido, esperando a que se abalanzara sobre ellos.
– ¿A qué ha venido? -pregunté.
– Lo buscaba a usted. Según parece, avanzamos hacia metas parecidas.
– ¿Y cuáles son?
Alargó un dedo huesudo, con la uña de color herrumbre, y señaló a Jandreau.
– Permítame que adivine la historia hasta el momento -dijo el Coleccionista-. Soldados, un tesoro, una discordia entre ladrones.
Dio la impresión de que Jandreau pretendía discutirle el uso de la palabra «ladrones», pero el Coleccionista lanzó una mirada burlona hacia donde apuntaba su dedo, y Jandreau guardó silencio.
– Sólo que no sabían qué robaban -continuó el Coleccionista-. Actuaron indiscriminadamente. Se llevaron todo lo que pudieron, sin preguntarse por qué se lo habían puesto tan fácil. Sin embargo, usted pagó un alto precio, ¿verdad, señor Jandreau? Todos están pagando un alto precio por sus pecados.
Jandreau se sobresaltó.
– ¿Cómo sabe mi nombre?
– Los nombres son mi especialidad. Había una caja, ¿no es así? Una caja de oro. La dejaron allí para que ustedes la encontraran. Probablemente estaba dentro de un receptáculo de plomo, porque toda prudencia es poca, pero en un sitio donde no podía pasarles inadvertida. Dígame, señor Jandreau, ¿estoy en lo cierto?
Jandreau se limitó a asentir con la cabeza.
– Quiero esa caja -dijo el Coleccionista-. A eso he venido.
– ¿Para su colección? -pregunté-. Pensaba que antes de que usted reclamase una de sus posesiones alguien debía morir.
– Ah, y alguien morirá si veo realizado mi propósito, y como consecuencia mi colección se ampliará enormemente, pero esa caja no formará parte de ella. No me pertenece. No pertenece a nadie. Es peligrosa. Alguien la busca, un tal Herodes, y es vital que no la encuentre. Si la encuentra, la abrirá. Él posee la paciencia necesaria, y la pericia. El que lo acompaña posee los conocimientos.
– ¿Qué contiene? -preguntó Ángel.
– Tres entidades -respondió el Coleccionista sin más-. Viejos demonios, si lo prefiere. La caja es el último de una serie de intentos de retenerlos, pero la construcción tiene un fallo debido a la vanidad de su creador, que olvidó que estaba forjando una prisión. El oro es un metal blando. Con los años, aparecieron grietas. Algo de lo que estaba retenido dentro encontró la manera de asomar al exterior, de envenenar las mentes de quienes entraban en contacto con la caja. El receptáculo de plomo fue para contrarrestar esa amenaza: tosco pero eficaz. Al igual que la pintura mate empleada para cubrir el oro, servía para ocultar el contenido.
– ¿Por qué no la tiraron al mar, o la enterraron en algún sitio?
– Porque sólo hay algo peor que saber dónde podría estar: no saberlo. La caja se hallaba bajo vigilancia. Siempre lo había estado, y el conocimiento de su existencia se había transmitido de generación en generación. Al final se escondió entre una maraña de objetos sin valor en el sótano de un museo de Bagdad, y entonces estalló la guerra, y el museo fue saqueado. La caja desapareció, junto con otras muchas cosas de valor, pero de algún modo quienes se apoderaron de ella comprendieron su naturaleza, aunque fuese de modo parcial. Incluso es posible que supiesen con toda exactitud lo que tenían desde el momento en que apareció, ya que «saqueo» es un término relativo. Los objetos robados en el Museo de Iraq habían sido, en su mayor parte, cuidadosamente elegidos. ¿Sabe que durante esos días de abril se robaron en el museo diecisiete mil objetos? ¿Sabe que se vaciaron cuatrocientas cincuenta cajas de cuatrocientas cincuenta y una, pero sólo se rompieron veintiocho? Las demás sólo se abrieron, lo que significa que quienes robaron el contenido tenían las llaves. Asombroso, ¿no le parece? Uno de los mayores robos de la historia en un museo, uno de los mayores saqueos desde la época de los mongoles, y puede que el trabajo lo organizara alguien desde dentro.
»Pero eso ahora da igual. Cuando el señor Jandreau y sus amigos se presentaron en busca del tesoro, se les cedió la caja, tal vez con la esperanza de que hicieran exactamente lo que hicieron: trasladarla a su país, al país del enemigo, donde se abriría. Ahora ya saben qué es. A cambio, díganme dónde encontrarla.
Posó una mirada escrutadora por cada uno de los rostros presentes en la habitación, como si en ellos pudiera leer de algún modo lo que quería saber, y por último la fijó en mí.
– ¿Por qué habríamos de confiar en usted? -pregunté-. Usted manipula la verdad en su propio beneficio. Es un asesino, sólo eso, un asesino en serie que mata bajo cierta bandera de conveniencia divina.
Una luz destelló en los ojos del Coleccionista, como dos bengalas idénticas encendidas en un abismo.
– No, no soy un simple asesino: soy un instrumento al servicio del Ser Divino. Soy el asesino de Dios. No toda su obra es hermosa…
Parecía asqueado de mí y, me dio la impresión, de sí mismo, aunque fuera en un plano oculto incluso a su propia conciencia.
– Debe dejar de lado sus reparos -dijo al cabo de un momento-. Si mi presencia lo perturba, también la suya me molesta a mí. No me gusta estar cerca de usted. Usted forma parte de un plan del que yo no sé nada. Está condenado a un ajuste de cuentas que le costará la vida, a usted y a cuantos se encuentren a su lado. Tiene los días contados, y no deseo estar cerca de usted cuando caiga.
Levantó las manos con las palmas hacia mí, y a su voz asomó un tono de súplica.
– Le propongo lo siguiente, ya que, por malo que me considere, el tal Herodes es peor, y a él lo sigue a su vez una entidad, una a la que él cree comprender, una que le habrá prometido una recompensa por sus servicios. Esa entidad tiene muchos nombres, pero él la conocerá sólo por uno, el que le dio cuando por primera vez encontró la manera de penetrar en su conciencia.
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