Víctor no descartaba que las cosas fueran como las pintaba Javier, pero le daba lo mismo. Comería baba de caracol y sorbería directamente del culo de un mono si eso le permitía cumplir el objetivo que tenía en mente: llevar la crónica de todo lo que había vivido dondequiera que quedara un poco del antiguo orden. Una vez en Madrid, seguiría cubriendo el devenir de los acontecimientos. Él había vivido los primeros días, y había presenciado la muerte de la civilización, pero aún tenía que despejar grandes interrogantes. De las cinco grandes preguntas del periodista, tenía el qué , el quién , el cuándo y el dónde , pero no el cómo y mucho menos la que no estaba incluida en la estructura básica pero que algunos teóricos mencionaban en sus listas particulares: el porqué . Pensaba que en algún sitio debía haber una respuesta, y si era capaz de encontrarla, podría cumplir un viejo sueño de la infancia, el mismo sueño que le llevó a estudiar periodismo y trabajar en varios periodicuchos de poca monta, escalando puestos y consiguiendo encargos de cada vez más responsabilidad. Con todo eso podría conformar la «Crónica del fin de los días». Sus manos sudaban bajo la excitación que el solo título le provocaba. Casi podía verlo, impreso con un sutil relieve en bellos caracteres con serif . Era su gran oportunidad… si conseguía mantenerse vivo y llevar todas las cintas y cuadernos que había recopilado, escribiría ese libro definitivo, el más completo de cuantos se pudieran escribir sobre el caso, con fotografías de toda la terrible tragedia. «LA PANDEMIA QUE CASI ACABA CON EL SER HUMANO», rezaría una tira de color rojo, emplazada diagonalmente sobre la portada. «¿CÓMO SE DESATÓ? TODAS LAS PREGUNTAS, TODAS LAS RESPUESTAS.» El horror siempre había atraído al ser humano. El horror genera morbo, y el morbo se paga. Eran simples matemáticas, una ecuación directa: ¿Cuántos libros y documentales se habían escrito y producido sobre horrores reales? Pues, amigos y vecinos, aquí tenía al Rey de los Horrores Reales en toda su increíble magnificencia.
– ¿Qué tipo de combustible usan estos camionacos ? -preguntó Javier.
– Diésel, usan diésel.
– ¿No usan un combustible especial?
– No, hombre. A veces instalan economizadores de combustible especiales para camiones, pero eso es todo.
Víctor golpeó con el dedo el indicador de combustible, como si esperase que, de alguna forma mágica, la aguja fuese a cimbrear y subir un cuarto por lo menos, pero por supuesto, permaneció inmóvil.
– Es una jodienda -exclamó-. Estos camiones tienen bidones enormes que les dan una autonomía de veinticuatro horas, puede que más.
– Seguro que más, joder -contestó Javier-. O sea, éste es un Mercedes, joder, se supone que es el puto Mazinger-Z de los camiones, ¿no?
– Puede que sí.
– Y tuvimos que coger el que tenía menos combustible, ¡joder!
– Bueno… de cualquier forma, está hecho. No hay nada que rascar aquí. Sugiero que sigamos adelante… ya encontraremos otra cosa.
Descendieron de la cabina, cada uno por su lado, y se encontraron literalmente en mitad de la nada. La carretera se extendía en ambas direcciones sin que se viera un solo edificio por ninguna parte. Los pájaros cruzaban por encima de los verdes prados describiendo órbitas caprichosas, y el suave viento arrancaba un sonido melodioso a las arboledas, que se agitaban como si, desde sus eternos emplazamientos, quisieran saludarles.
Javier había rodeado la cabina y estaba examinando el frontal del camión. Cuando se encontraba con cosas que captaban su atención, ponía una expresión que le daba un aire un tanto bobalicón, con la boca formando una O perfecta y la mirada ida, como ausente. En ese momento, estalló en carcajadas, doblándose por la mitad con las manos en las rodillas. Aullaba como una hiena en celo.
Víctor estaba acostumbrado al histrionismo de su compañero, pero sentía curiosidad. Y cuando miró, torció el gesto con una mueca. El frontal estaba literalmente bañado en sangre, o al menos creía que debía ser sangre, porque no era roja, sino negra, oscura como el alquitrán. Unos pequeños coágulos le conferían una textura irregular, grumosa y aborrecible. A Víctor no le extrañó: cuando salieron de Almería, tuvieron que atravesar un aparcamiento lleno de zombis . Aquellas cosas se lanzaban directamente contra el camión, como si no tuvieran ni pajolera idea de lo que representaba una máquina de varias toneladas a gran velocidad. Pero Javier no se reía de eso. Empotrado en las tomas de aire para el motor había un brazo, cercenado a la altura del codo. La carne estaba cubierta de heridas y llagas, y un trozo espantoso de hueso, quebrado y picudo como un estilete, asomaba por su parte inferior.
– Tío… -musitó Víctor.
Javier aullaba histéricamente.
– ¿No lo ves, tío? -gritaba-. ¡Mira sus putos dedos!
Víctor miró. La mayoría habían desaparecido, sólo el dedo medio quedaba intacto, recto como el último mástil de una nave que se hunde, apuntando directamente al logotipo de Mercedes. Una escultura aberrante de un gesto obsceno, inmortalizada de la forma más macabra posible.
Víctor le miró sin comprender.
– ¡Está haciendo la peseta , macho! ¡Le atropellamos y todavía tuvo huevos de dejarnos un mensaje!: «¡Jodeos, que os jodan!» -Y rompió a reír, como si tuviera delante al mismísimo payaso Pagliazzi, el Rey de los Chistes.
Víctor apartó la vista, poniendo los ojos en blanco. Suponía que su desmesurada reacción debía ser cosa del estrés. El día avanzaba con rapidez y se encontraban aún muy al sur. Tenían todo un país que atravesar y apenas tenían alimentos, ningún conocimiento de lo que podían encontrar y una pistola con dos balas que era como una carta boca abajo, porque se mojó mientras cruzaban el Mediterráneo y no sabrían decir si era capaz de disparar.
Por fin, Javier se serenó, reduciendo paulatinamente el nivel de sus carcajadas. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y tenía la cara enrojecida por el esfuerzo.
Está histérico , pensó Víctor fríamente. Ha llegado a su límite. Siempre estuvo chalado, pero ahora es una bomba con el reloj de detonación estropeado. Nos atacarán, y él se echará a reír como si los zombis hubieran resbalado con una cáscara de plátano en sus mismas narices, y eso es todo lo que hará: reír y reír hasta romperse el culo. Sólo que el culo no se lo partirán de la risa …
– Oh, tío. Qué bueno…
– Bien, pues… sigamos andando, entonces -contestó Víctor-. Ojalá encontremos algo antes de que se haga de noche. No me gustaría andar a la intemperie, y no lo digo sólo por el frío.
Javier hizo un amago de asentimiento pero, de pronto, se quedó congelado en el sitio. Víctor también lo había oído: un sonido claro y uniforme, como el de una pelota de tenis rebotando en el suelo de una pista, pero más metálico. Víctor se giró sobre sus talones, mirando alrededor. Era difícil decir de dónde venía el sonido, con tanto espacio diáfano alrededor. Era como si el sonido se escurriese por entre las colinas y regresara a ellos transportado por el viento.
Otra vez, Javier quiso decir algo, pero Víctor levantó una mano y le interrumpió.
Clap. Clap. Clap .
Ahora estaba convencido de que el sonido llegaba de algún lugar por detrás del camión, o quizá de su interior. No tenían ni idea de qué tipo de carga habían arrastrado desde que se apropiaran del vehículo, ni se habían ocupado en desenganchar el remolque porque, entre otras cosas, no tenían ni idea de cómo hacerlo. El lateral de éste no decía nada: no tenía ningún logotipo serigrafiado ni ninguna indicación. No había carteles de MERCANCÍA PELIGROSA o CHIHUAHUAS EN CELO. Pero el camión estaba en mitad de un aparcamiento, junto a muchos otros, y probablemente llevaba tiempo allí cuando ellos lo encontraron, puede que unos tres meses, desde que todo empezó. Si había alguien dentro…
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