Mientras tanto, las horas pasaban. Antes de que se dieran cuenta, llegaría el atardecer, y después la noche, y para entonces el senderista habría quedado muy atrás. Ninguno volvió la cabeza; no obstante, el sonido regular del atizador - clap, clap, clap - siguió acompañándoles durante mucho, mucho rato.
FÁRMACOS
José Vázquez Morán estaba tendido al sol, vestido únicamente con un pequeño bañador negro. Sentía el delicioso e intenso calor sobre su cuerpo, y su mente estaba desocupada, jugueteando tan sólo con las sensaciones que le llegaban del entorno. Cosas pequeñas, en apariencia mundanas, pero que en conjunto representaban la antesala del mismísimo paraíso terrenal, o eso le parecía: la agradable textura de la toalla, el leve olor a sal que emanaba su piel, la fragancia sutil de la arena, o el aroma embriagador del aceite bronceador. Olía además a aire limpio; olía a verano.
Abrió los ojos y se incorporó ligeramente, apoyándose sobre los codos. A apenas veinte metros a la izquierda había una chica joven, rubia resplandeciente, con el delicado cabello cayendo en complicados bucles sobre los hombros. Había vuelto la cabeza hacia el cielo, como si quisiera beberse todos los rayos solares ella sola, y en sus labios rosados se dibujaba una sutil sonrisa que le daba un toque enigmático, a caballo entre traviesa y relajada. José recorrió la curva de sus hombros con ojos exploradores, descendió por la delicada forma de su pecho desnudo y se detuvo brevemente en la meseta de su vientre liso. El sol revelaba una ligerísima capa de vello, delicado como la pelusa de un melocotón, que brillaba como hilos de oro sobre la piel firme y rosada.
José consideró brevemente la idea de acercarse a ella y ver cómo iba la cosa a partir de ahí. Él mismo no tenía mal físico, después de todo, y la vieja sonrisa de los Vázquez no había perdido su misterioso poder, transmitido por herencia genética durante muchas más generaciones de las que él mismo tenía conciencia. Pero finalmente terminó por desechar la tentación; estaba demasiado a gusto allí tendido, despatarrado y sin hacer nada, como para complicar las cosas innecesariamente.
Así que descansó la cabeza otra vez, y una somnolencia tranquila empezó a apoderarse de él. Después de un rato, sin embargo, mientras un grupo de gaviotas levantaba el vuelo graznando alborotadamente, como colegiales a las puertas del fin de semana, escuchó una voz que llamaba.
– ¡Oiga!
Miró en dirección a la playa, y allí estaba la escultural rubia, con un bañador rojo minúsculo y sus largas piernas parcialmente sumergidas en el agua del mar. Sacudía un brazo por encima de su cabeza, y su cuerpo alto y delgado le recordó al de una bailarina de ballet.
– ¡Eh, oiga!
José miró hacia atrás, pero en toda la playa, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, no había nadie más. Levantó un brazo y se señaló a sí mismo, todavía dubitativo.
– ¡Sí, usted! -llamó la chica-. ¿Esto es suyo?
José, todavía atontado por el exceso de sol y medio somnoliento, tardó en reaccionar. Se puso torpemente en pie y empezó a caminar hacia la orilla. Allí, la chica parecía una escultura de mármol emergiendo entre las olas, hermosa como una obra de Miguel Ángel, resplandeciente como una ninfa.
– ¿Esto es suyo? -repitió ella.
Y José miró donde ella señalaba, y se encontró una extraña forma flotando a la deriva, meciéndose suavemente con el ir y venir de la marea. Tuvo que mirarla un buen rato para entender qué era: apenas una forma contrahecha, retorcida y húmeda, como un trozo de tela.
Pero la hebilla a un lado le sacó de dudas.
Era una pequeña mochila gris, desde luego, y no una cualquiera, sino una que ya había visto antes, en algún sitio. Pero de eso hacía tiempo, o acaso fue en otro lugar, en otra época…
Confuso, introdujo la mano en el agua y sacó la mochila, dejándola suspendida en el aire, con el brazo extendido. El agua chorreó abundante, cayendo como una catarata de diminutas gotas que brillaron como diamantes al sol.
– ¿Es suyo? -preguntó la chica.
– No lo sé -contestó José, confuso.
Y entonces detectó algo más, una forma imprecisa que parecía dibujarse en el margen de su visión periférica. Se volvió, y la figura se definió de una manera contundente: era un hombre que flotaba boca abajo, con la cabeza completamente sumergida y los brazos y las piernas extendidos, como sujetos por cables invisibles. José dejó caer la mochila casi por instinto, súbitamente sobrecogido. Intentó correr, pero luchar contra la resistencia del agua representaba un problema: le impedía avanzar todo lo rápido que hubiese querido. Visto desde la distancia, parecía un extraño personaje de dibujos animados, subiendo las rodillas tan alto como podía y agitando los brazos.
Cuando estuvo lo bastante cerca, lanzó las dos manos hacia el cuerpo y se esforzó por darle la vuelta. Estaba frío y tuvo la desagradable sensación de que su tacto era esponjoso, pero de alguna manera consiguió sacarle la cabeza del agua.
Entonces dio un respingo.
El ahogado levantó la cabeza hacia él, con la tez blanca e hinchada. La carne de la nariz había desaparecido casi completamente, como si un grupo de peces pequeños hubiera estado mordisqueándola con infinita paciencia. Los párpados estaban tan hinchados que, cuando se abrieron a la luz, un borbotón de agua resbaló por las mejillas y revelaron unos ojos oscuros como la brea, y casi con la misma textura.
– ¿Por qué? -preguntó el ahogado lánguidamente, con una voz que parecía brotar como entre coágulos-, ¿por qué me abandonaste?
José intentó retroceder, pero no pudo moverse del sitio, fascinado y horrorizado al mismo tiempo. Creía reconocer a aquel hombre grande, incluso con el cabello corto arrancado a trozos irregulares, como el de un tiñoso, y los mórbidos labios contraídos, apretados contra los dientes. Era alguien que creía haber conocido alguna vez, hacía mucho tiempo, o quizá…
El apocalipsis, la pandemia, el padre Isidro, Susana …
Un torrente de recuerdos sepultados cayeron en tropel sobre él. Era…
¿ D… Dozer ?
– Te conozco, José… -soltó Dozer con ojos terribles y acusadores. Un maremágnum de odio brillaba en las tinieblas de su mirada-. ¡Tú fuiste quien me mató!
José quiso gritar, pero ahora su viejo amigo se incorporaba sobre sus piernas, trabajosamente, y ganaba más y más altura. Dos manos blandas, con la piel resbalando como chicle caliente, se lanzaron hacia él y le cogieron por los hombros.
– Tengo el cólera, José… -barbotó Dozer. Su voz era acuosa y arrastrada-, ¿lo pillas? El cólera, el tifus y también la tiña… y quiero darte un poquito… La tiña, José… ¡el que la coge, LA DIÑA!
Y por fin, José lanzó un grito desgarrador, al tiempo que un trueno retumbante y poderoso se liberó en el cielo azul y desprovisto de nubes. José cayó hacia atrás… precipitándose por un abismo insondable en el que Dozer gritaba en pos de él.
– ¡José, me abandonaste, deja que te lo agradezca, que te lo agradezca eteeernamente!
José despertó, estremecido por su propio grito. Estaba sudando, y se descubrió incorporado en su catre, con la respiración agitada. Susana estaba a su lado, y en ese momento se daba la vuelta hacia él, con los ojos abiertos como platos.
– ¡Dios! -exclamó ella, mirándole con una mano en el pecho.
– ¿Qué…? -preguntó José, balbuceante.
Sus ojos se esforzaban por registrar con rapidez todo el entorno. Seguía en el antiguo Parador, ahora improvisado barracón importado de los campos de concentración nazis. La gente le miraba desde sus compartimentos miserables, aunque otros muchos miraban hacia la calle, con las manos recogidas en el regazo y ligeramente encorvados, como si estuviesen consumidos por el miedo.
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