Pero el joven miraba ahora más allá de la barricada, con una media sonrisa dibujándose lentamente en su cara. Casi estaba hecho: el hombre había cogido al abatido por las axilas y la mujer por los pies, y juntos empezaban a llevárselo. Unos pasos más y estarían otra vez más allá de la puta línea…
– Ya está… ya está… -exclamó entonces, respirando aliviado-. ¿Lo ves? -añadió, mirando a Cicatriz-, sólo querían llevárselo…
Cicatriz le miró como si estuviera contemplando a un auténtico fenómeno de circo. Un caballo hablador le habría provocado menos estupor, pero el joven estaba satisfecho. No recordaba exactamente cuándo y cómo se habían vuelto todos locos en aquel agujero del demonio, pero si podía evitarlo, no dispararían a ninguno de aquellos hombres y mujeres sin necesidad. Cruzar la línea había sido una temeridad, dados los antecedentes, pero no había ninguna otra forma de que aquella gente pudiera ponerse en contacto con ellos. ¿Y si tenían una emergencia?, ¿una idea?, ¿alguna otra cosa? Toda esa historia de Trauma había complicado las cosas, eso era cierto, pero aquella situación era insostenible. Él lo sabía, el teniente debía de saberlo, y había buena gente entre todas las divisiones que formaban aquel campamento que lo sabía también.
– Al teniente no le va a gustar esto… -murmuró Cicatriz.
El joven no dijo nada. Tragó saliva y, mientras lo hacía, sintió que su sonrisa iba desapareciendo lenta, muy lentamente.
Colocaron a Jukkar en una de las camas, cuando estaban ya al límite de sus fuerzas. Susana se derrumbó en el suelo, completamente exhausta. Apenas soltó el peso muerto, un dolor lacerante le subió por los hombros y los tríceps, intenso como una descarga eléctrica. José tenía más resistencia, pero no recordaba un esfuerzo igual desde que el padre Isidro irrumpió en Carranque con todo su espantoso séquito. Pensaba ahora que el finlandés había tenido suerte; no creía que ninguno de aquellos hombres hubiese sido capaz de moverlo hasta allí ni en un millón de años.
Abraham había salido a su encuentro, pero tan pronto descubrió lo que estaba pasando, volvió a desaparecer. Cuando regresó de nuevo, traía las sábanas más limpias que pudo encontrar, las cuales desgarraron y convirtieron en improvisados vendajes. Susana había hecho un torniquete en la pierna, a tres centímetros de la herida, y ésta apenas sangraba; tan sólo un hilacho de sangre bajaba centelleante por la pantorrilla. Algunos otros trajeron un barreño con agua, y se emplearon a fondo con la herida. El agua no estaba hervida ni el barreño muy limpio; no había sueros antitetánicos ni sustancias para prevenir la gangrena, y por no haber, no tenían yodo, gasas esterilizadas ni nada por el estilo. Pero sí pusieron mucho empeño y cuidado en impedir que el agua penetrara en la herida (que era negra y atroz) para no arrastrar gérmenes al interior. También lo mantuvieron caliente, como apuntó alguien, ya que eso impediría que sufriera un shock traumático. Cuando le pusieron las mantas por encima, un tipo alto con el pelo greñudo llamado Fran dejó escapar un bufido y se apartó de la escena: empezaba a pensar para qué mierda podía servir una manta si no tenían ni un poco de agua oxigenada que echarle a aquel infeliz.
Jukkar no tuvo la misma suerte que Moses, a quien hirieron con un proyectil de pistola. Aquélla fue una herida limpia, sin complicaciones. La bala que había derribado al doctor era de 5,56 milímetros, que desplaza el aire a una velocidad supersónica. Ese aire penetra posteriormente en el cuerpo, siguiendo al proyectil, y genera una cavidad importante, destruyendo venas, arterias y cualquier órgano que encuentre en su camino. Los hace explotar; los esparce como la mierda fresca arrojada contra un potente ventilador.
– Su amigo no está bien -anunció Abraham al grupo, con bastante gravedad-. Tiene fiebre, ha perdido mucha sangre y no tenemos manera de saber cuál es su estado. No ha recuperado la conciencia. No tenemos Betadine, Disodine ni nada por el estilo… y eso es esencial, hay que mantener la herida limpia. Estuvo en contacto con el pantalón y el suelo, y ambas cosas, como casi todo por aquí, estaban bastante mugrientas.
A Susana le daba vueltas la cabeza.
– Pero… ¿qué habrá ocurrido?
Abraham bajó la mirada, apesadumbrado.
– Es culpa mía… -contestó-, debí haberles advertido.
– ¿Qué quiere decir?
– No se debe cruzar la línea amarilla. Bajo ningún concepto. Se nos dejó muy claro hace tiempo.
No habían reparado en ella de forma consciente, pero ahora que Abraham la había mencionado, tanto Susana como José creían recordar haber visto una línea amarilla junto al lugar donde encontraron a Jukkar.
– Una… ¿barrera?, ¿una línea?… ¿Qué coño…?
– Sí. La frontera, el fin de la zona civil y el comienzo de la zona militar.
Susana asintió, asqueada. Pensaba ir con José a hablar con los soldados, pero acababa de descubrir que el diálogo no sólo era difícil: era imposible, y la prohibición se reforzaba con un disparo. No se imaginaba a aquel finlandés de aspecto agradable haciendo nada que hubiera provocado el disparo de los soldados. Quizá sólo había cruzado la línea, y esa pregunta rebotó en su cabeza como una pelota de ping-pong: ¿le habían disparado por cruzar la línea?, ¿sólo por cruzar la línea?
Abraham la miró, y de algún modo sobrenatural, pareció captar sus pensamientos. Asintió levemente por toda respuesta y bajó la cabeza de nuevo.
Susana dejó escapar todo el aire de sus pulmones. En su interior, una suerte de rabia ciega y atronadora germinaba, evolucionando como un mar tempestuoso.
Alba despertó bruscamente, espoleada por la algarabía que la llegada de Jukkar provocó en la sala. Había dormido el sueño profundo y reparador de quien está exhausto, sin sueños, y nada más abrir los ojos, miró alrededor, confusa, sin recordar siquiera dónde estaba. Pero la confusión pasó rápidamente: seguía en aquel lugar extraño donde todos los adultos dormían juntos.
Aquellos adultos le provocaban reacciones encontradas. Ya había visto gente como aquélla antes. Cuando era más pequeña, su mamá la llevaba a ver a su abuelito, que vivía en una especie de hospital bastante grande donde casi todo el mundo era abuelito de alguien. El sitio no le gustaba, porque veía en la cara de su abuelo que tampoco deseaba vivir allí. A ella no le extrañaba: todo olía a medicinas, hasta las sábanas de la cama, y por todas partes había médicos y enfermeros vestidos de blanco, o de un color entre verde y azulado, que transportaban cosas como bandejas de plata con montones de algodones blancos e inyecciones, cajas y cajas de pastillas y cosas aún más extrañas y desagradables. Siempre que se iban, su abuelito les despedía con lágrimas en los ojos, y aunque forzaba una sonrisa en su cara poblada con una barba grisácea, ella sabía que no era como cuando mamá lloraba viendo una película en la televisión, era muy diferente. Sabía que lloraba porque, en el fondo, le hubiera gustado irse con ellos. «El abuelito no puede venir, cariño -decía su madre-, necesita cuidados especiales que no podemos darle en casa.»
Aquella gente era como los abuelitos de ese lugar. No parecían tan viejos, y algunos incluso eran sin duda bastante jóvenes, pero todos tenían las maneras ralentizadas y el mismo aspecto apagado, de desilusión y tristeza, una pena tan honda que se había enquistado en sus espíritus, manejando ahora los hilos que dirigían todos y cada uno de sus pasos.
– Chicos -dijo de pronto una voz femenina a su lado. Alba dio un respingo, fascinada como estaba por el bullicio que se había formado. Era Isabel, con el pelo revuelto cayéndole sobre el rostro. Tenía la cara hinchada de quien acaba de pegarse una buena ceporrera , como decía su padre-. No creo que éste sea el mejor sitio para unos niños como nosotros, ¿qué tal si vamos a dar una vuelta fuera?
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