– ¡Jefe de zona solicita una audiencia! -gritó Abraham.
No hubo respuesta.
– ¡Oigan! -gritó Susana, colocando ambas manos a modo de bocina-. ¡Tenemos algo importante que decirles!
Pero tampoco esta vez nadie dijo nada.
– ¿No nos oyen? -preguntó José, aunque su indignación hizo que su voz sonara más bien como un graznido.
– Ya se lo dije -dijo Abraham-. Siempre es así.
– Y si cruzamos la línea…
– Si cruzan la línea dispararán -contestó Abraham en un tono monocorde y casi maquinal, como si hubiera repetido esa misma frase un centenar de veces-. Sobre todo después de lo que ha ocurrido esta mañana.
– Hijos de puta… -bramó José.
– El finlandés no aguantará mucho. El tiempo corre en nuestra contra -murmuró Susana.
De pronto, como sacudida por una decisión repentina, se volvió hacia Abraham, adelantando un paso. Abraham echó atrás la cabeza como un acto reflejo, invadido en su espacio vital.
– Dígame que tienen armas -dijo.
ROÑA MUÑINATOR
Habían caminado casi cuatro horas sin pausa cuando, de improviso, escucharon el sonido inconfundible de un disparo.
– Qué cojones ha sido eso… -dijo Javier, mirando alrededor.
Pero el sonido flotaba en el aire, impreciso, y el eco se extendía por todas partes a ambos lados de la carretera. Víctor giró sobre sí mismo, intentando captar la esencia del eco para determinar la fuente, pero descubrió que era imposible.
– Un disparo… -musitó Víctor, frunciendo el ceño.
– Eso seguro, tío, como que la mierda baja por el retrete.
Un segundo disparo llenó el aire alrededor, poderoso pero aún lejano. Una bandada de pájaros apareció tras una colina y cruzó la carretera de derecha a izquierda, agitando las alas con rapidez. En mitad del vuelo, unos cuantos se separaron del grupo principal y tomaron repentinamente otro rumbo.
– Mira… -señaló Javier.
– Están huyendo… Huyen de los disparos… -dijo Víctor, pensativo, más para sí mismo que como comentario.
– Sí, ¿eh? -contestó Javier. Víctor no le veía, pero mientras seguía con la mirada la nube de pájaros, tenía esa expresión bobalicona que a veces le caracterizaba. Era como si perdiera el control de sus músculos faciales al concentrarse en algo, como si su cerebro no pudiera coordinar dos tareas a la vez-. ¿Crees que pueda ser alguien cazando pichines ? Ya sabes… para comer.
Un tercer disparo rasgó el aire, transportando un reflujo de eco que lo mantuvo en el aire durante algunos segundos.
Pichines para comer. Víctor no lo creía. Nadie en su sano juicio provocaría un ruido de mil pares de demonios para intentar cazar un escuálido pajarillo, con más huesos que enjundia. El riesgo era tremendo, porque sonidos como aquél podían alertar a cualquier zombi que hubiera en los alrededores. Si bien era cierto que, en aquella zona manifiestamente rural, el número de esas cosas era ridículamente bajo. Con la notable excepción del senderista, en las últimas cuatro horas no habían visto absolutamente a nadie, ni vivo, ni muerto. Encontraron un par de coches abandonados, y en uno de ellos hallaron restos de comida podrida, bollos resecos, una decena de latas de refrescos vacías y cuatro cartones de Marlboro Light, pero eso había sido todo. Incluso el paseo había sido agradable; uno casi podía olvidar todo el horror que se escondía en las zonas más pobladas y disfrutar del camino, y del sol en la cara.
Por descontado, ninguno de los coches tenía ni gota de gasolina. Imaginaba que las estaciones de carretera hacía tiempo que estaban vacías, agotadas por toda la gente que deambulaba de un sitio a otro, y las que estaban instaladas cerca de las poblaciones, eran sencillamente inalcanzables, porque allí los muertos deambulaban a sus anchas. Imaginaba que los coches en circulación se iban quedando poco a poco sin combustible, y sus propietarios echaban a andar. Qué habría sido de todos ellos, no lo sabía, pero su mente jugueteaba con múltiples escenas atroces, donde tipos como el senderista eran los protagonistas indiscutibles.
Un cuarto y un quinto disparo brotaron desde la parte posterior de la colina, como para confirmar sus reflexiones.
Pichines para comer. Ja. O ese alguien tiene una puntería de mierda, o está dispuesto a llenar el saco para la cena .
Pero Javier se había vuelto, con un dedo levantado. Tenía los ojos ausentes, como si estuviese concentrado en escuchar, y Víctor se quedó quieto, mirando a un punto indeterminado del asfalto, concentrado en el silencio que los rodeaba. Inmediatamente se dio cuenta de que, entrelazado con el poderoso silencio del campo, había un caudal de sonidos ocultos, tan apagados que casi eran inaudibles. Pero definitivamente eran sonidos de voces, o quizá gritos. El viento, que soplaba hacia el este, no ayudaba a transportarlos.
– Coño… -exclamó Javier.
– ¿Son gritos?, ¿voces?
– Ni puta idea, joder…
– ¿Vamos? -preguntó Víctor, dubitativo.
Javier no contestó inmediatamente. Víctor se imaginó sus dos neuronas intentando ponerse de acuerdo, anegadas por la vacuidad insondable de su cabezota, utilizando un complicado lenguaje binario: «BEEP», «BOOP», como señales luminosas, encendiéndose y apagándose intermitentemente.
– Diría que no… No, tío. Mieeeerrrda, mejor no -dijo al fin.
– ¿Y si es alguien que necesita ayuda?
Javier le miró con su vieja expresión de desconcierto.
– ¿Qué…? ¡Que le jodan, tío! De eso va todo esto, ¿no?
Víctor no encontró arrestos para contestar. Demasiado bien sabía de qué iba todo aquello, claro que sí. No habrían llegado hasta allí si hubieran ido haciendo de buen samaritano, como aquella vez con la chica que les pidió ayuda desde una ventana, o el hombre encerrado en aquel bar de mala muerte, con Fátima la Camarera Cercenada y Jorge, el Infame Cocinero de La Herida Recalcitrante. Las primeras noches, su cara de profundo horror y genuina súplica, mirándoles a través del cristal del local, volvía insistentemente, manteniéndole despierto hasta que el Capitán Cansancio resolvía desconectar todos los paneles en su cerebro y se quedaba dormido. Pero con el tiempo, la imagen se fue volviendo más y más irreal, adquiriendo la consistencia de un jirón de niebla, hasta que el recuerdo se perdió en la neblina del tiempo, insustancial como un fantasma.
No, el fin del mundo no era una pradera donde la gente buena pudiera pacer durante mucho tiempo. Los débiles de corazón morían, porque hacían cosas sin sentido y arriesgaban sus vidas por causas tan nobles como estúpidas.
– De acuerdo… -resolvió Víctor.
Pero entonces un nuevo sonido empezó a hacerse audible. Éste era inconfundible, y ganaba intensidad a cada segundo. Era el sonido de un vehículo de motor funcionando a toda potencia: ronco y vibrante. Allí, de pie en mitad de la carretera, intercambiaron una mirada de alerta. Javier miró alrededor, como si buscara un escondite; su expresión recordaba la de un pequeño roedor que ha sido acorralado en una esquina. Pero la desolación de aquella planicie era extrema, como el suelo que se dedica al cultivo pero que es dejado en barbecho: las rocas, cuando las había, eran demasiado pequeñas y los árboles, escasos y tristemente delgados; sus raquíticas ramas se lanzaban contra el cielo como si clamaran agua.
El sonido siguió creciendo en intensidad, y para cuando quisieron darse cuenta, un vehículo todoterreno apareció por encima de la colina, dando tumbos por el suelo árido. Sus ruedas giraban de forma despiadada, arrojando tierra y piedras pequeñas a ambos lados, y levantando una densa polvareda.
El Jeep avanzó, bajando la colina con la impresionante suspensión castigada intensamente a medida que la carrocería subía y bajaba. No acertaron a moverse ni a reaccionar en sentido alguno, se quedaron petrificados observando cómo el vehículo se acercaba más y más a su posición. En un momento dado, el todoterreno describió un impresionante giro hacia su derecha, tan inesperado que a la velocidad a la que iba casi pareció que iba a volcar y a rodar sobre sí mismo colina abajo. Pero entonces volvió a recuperar la estabilidad y siguió descendiendo, encabritado como un corcel loco.
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