– ¿A Madrid? -preguntó el latino, casi con prudencia. A Víctor le hubiese gustado que leer su expresión fuera más fácil, pero su rostro era como una máscara impertérrita. Se volvió e intercambió una mirada con Malacara-. ¡Qué onda!
Víctor sabía cómo sonaba eso. Su calzado y toda su ropa estaban cubiertos de polvo del camino, sus ropas estaban sucias y ajadas, y si él mismo presentaba un aspecto la mitad de cansado que el de Javier, allí, en aquella carretera de segunda al sur de España (¡al sur de Andalucía!) y sin vehículo alguno, debían de parecer un par de locos.
O un par de mentirosos .
Lo que, ahora se daba cuenta, era aún peor.
– ¿Y qué andan por esta carretera? -preguntó el latino.
– Veníamos en un camión -explicó Javier-, pero nos quedamos sin gasolina. No es tan fácil conseguirla…
El latino soltó una carcajada.
– Bueno… pa que no haya pepsi hay que ser previsor y nomás saber dónde buscar… -contestó-. Acá a unos amigos y a mí nos gusta andar todo el día de machaca, de un lado para otro, en coches con buen motorcito… ¿han visto mi carro? -Extendió el brazo con un gesto elegante, como quien presenta a una dama en una cena de gala-. ¡Un pinche Jeep que es un champy ! Ya me cholé tanto por él, que le decimos el Roña Muñinator …
– Roña… Muñinator … -repitió Javier, como si masticase cada una de las sílabas.
– Sí. El Roña … pos está siempre jalado de roña… y Muñinator porque ése es mi nombre, ¿saben? Me dicen Muñeco.
De todos los motes que había escuchado a lo largo de su vida, aquél era posiblemente al que menos sentido le encontraba. Mirando a aquel hombre corpulento, el tamaño de cuya espalda era dos o tres veces el de su cintura, pensaba más bien en cosas como Rompespinazos, Ariete o quizá Toro Bramador. Pero Roña era una palabra que arrastraba connotaciones desagradables. Sonaba como sarna . Sonaba como saña .
– Colega… qué onda, ni de un pedo te imaginas lo que le hemos ido poniendo… -continuó diciendo-. Todo cambiado, porque por dentro era un pinche pelucero . Cardanes de doble nudo, alargamos el well-base a ciento cinco pulgadas, ejes de Wagooner recorridos dos pulgadas atrás y adelante, porque me cago en la puta madre de esos ejes alemanes de mierda; un roll cage completo…
Mientras su compañero soltaba su incomprensible monólogo, Malacara pareció decidir que ellos no representaban ningún peligro y abandonó su pose de prudencia. Se desplazó hasta la parte trasera del Roña Muñinator y allí estudió con cierto interés los restos horribles de los zombis . A Víctor no se le escapó su expresión vacua y casi ausente. No había allí ningún asomo de horror, de asco o de interés, sólo una cara neutra, sin vida. Casi parecía un examinador, o un perito, evaluando científicamente las evidencias que tenía delante; sólo le faltaban el cuaderno de notas y el bolígrafo. Se dijo que, probablemente, aquel tipo sombrío cuyo pelo largo y negro caía sobre los hombros, había visto más de una y más de dos vísceras en su vida.
– Yo me llamo Víctor, y éste es mi amigo Javier.
– Ah, qué chingones… -dijo Muñeco, asintiendo con la cabeza.
Ese pequeño acto social, de intercambiarse los nombres, tranquilizó un poco a Víctor. Era como si algo quedase todavía de los viejos protocolos, como un paso en la dirección correcta.
Pero de pronto, Muñeco preguntó algo más, y el camino de baldosas amarillas de Dorothy se desvaneció otra vez.
– Y nomás digan adónde iban, amigos Víctor y Javier… ¿estaban yendo al kilo?
Javier abrió la boca para decir algo, pero luego se detuvo. Miró de soslayo a Víctor, como si de repente no supiese qué hacer. Víctor volvía a sentir flojera en las rodillas; el zumbido en las sienes era el corolario de la semilla del miedo, que otra vez empezaba a germinar en su interior.
No se lo ha tragado. No se ha creído una mierda de lo de Madrid .
Y por si fuera poco, Malacara hizo girar el cargador de su escopeta -clac, clac- sin dejar de mirar la sanguina que venían arrastrando, dejando preparado el siguiente cartucho en la recámara.
– Eh, tío… -dijo Javier, extendiendo ambas manos-. Vamos a Madrid, joder… ¡te lo juro!
– ¿Qué llevan ahí en la bolsa? -preguntó Muñeco con cierta parsimonia, indiferente a las explicaciones de Javier.
La palabra llegó como una roca descomunal lanzada por una catapulta de asedio. ¡La bolsa! Víctor la percibió brevemente, apretada contra su cuerpo, sujeta por una pequeña cinta negra que empezaba a deshilacharse. La aguja de ALERTA MÁXIMA aceleró en su indicador invisible y sobrepasó el nivel ROJO de PELIGRO ABSOLUTO en medio segundo. Quiso mover la lengua, pero descubrió que estaba seca como la suela de un zapato y raspaba al contacto con el velo del paladar. Abrió la boca para tragar aire, pero lo percibió rancio y viciado.
Son bollos rellenos de naranja amarga, Muñeco. Son un kilo de alpargatas. Son doce ositos de felpa con una leyenda en su pecho que dice: «I ♥ Almuñécar». Es todo lo que tú no quieres que sea, te lo juro, Muñeco, lo que sea que haga perder tu interés por ella. Eso es lo que contiene .
– Es… es un trabajo de investigación -se escuchó decir con creciente horror- que estoy haciendo sobre la Pandemia Zombi.
– ¡Vaya! -exclamó, y rompió a reír con una poderosa carcajada-. ¡Un trabajo de investigación! He escuchado un buen montón de cosas en mi vida, y la neta que tengo un chingo como para parar un tren, pero ¡ésta se pasó de lanza! Pues ni modo, amigos, un trabajo de investigación, ¿de qué onda?
Siguió riendo un rato más, mientras Malacara (que seguía sin levantar la vista) pasaba por encima de un batiburrillo formado por piernas, brazos y una espina dorsal que parecía el fósil de un lenguado gigante.
– Es… es en serio -protestó Víctor, pero su propia voz le sonó harto dubitativa y nada convincente.
Malacara se acercaba poco a poco. Ahora empezaba a levantar la mirada hacia ellos, con un gesto de cotidianidad que le resultó en extremo escalofriante. Tenía la expresión aburrida y fastidiada de quien va a abrir el escaparate de su tienda y de quien lo ha hecho cada día durante los últimos treinta años.
– ¡Pues ni modo! -soltó Muñeco. Y entonces torció el gesto. Sus ojos adquirieron una profundidad especial-: Vamos… pinche pendejo. Ábrela… abre la bolsa.
Echó un vistazo a Javier, pero se había escabullido al mundo de los idiotas, mirando a Malacara con esa vieja expresión que conocía tan bien: los ojos como platos, y la boca formando una O perfecta. No iba a serle de ninguna ayuda.
Víctor depositó la bolsa en el suelo, descorrió la cremallera y hurgó en su interior. Sacó dos, tres, cuatro cuadernos de varios tipos y tamaños (uno, con la tapa rosa, mostraba una sonriente Hello Kitty), y se los enseñó con maneras lentas y elegantes, como un prestidigitador que acaba de extraer un conejo de una chistera. ¿ Ves ?, decía, sólo cuadernos. Por el amor de Dios, sólo son cuadernos .
Muñeco no parecía impresionado por lo que le estaban enseñando, y Víctor introdujo la mano otra vez. En el lateral de la bolsa, las siglas CK despuntaban a la luz del sol como si fueran reflectantes.
Entonces palpó algo bien distinto: el mango de la pistola. Sus ojos centellearon brevemente, con la idea de sacarla y soltarle un tiro a Mala Follada y a su amigo, Jodedor de los Cojones. ¿Podría hacerlo lo bastante rápido?, ¿sería capaz de no fallar? Su mente trabajaba febrilmente con las piezas de una ecuación con demasiadas variables en contra, y una de ellas eran las balas mojadas. ¿Funcionarían? Intente despejar las incógnitas, secar las balas y hallar el valor de x mientras esquiva los disparos de z y n .
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