Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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– Yo… -dijo José, pasando el antebrazo por su frente, cubierta de sudor-. He tenido una pesadilla.

– Joder, José… -exclamó Susana-. ¡Casi me matas del susto! Y bendito momento has elegido…

– Yo… pero… ¿qué pasa?

– ¿No lo has oído? -preguntó ella.

Se sentó sobre el camastro, recuperando poco a poco el control sobre la respiración.

– ¿Oír qué?

– El disparo…

¿ El trueno ?

Ahora que lo mencionaba, sí que había escuchado algo, aunque no conscientemente. El sonido del disparo se había entrelazado con el sueño, como suele suceder, y quizá debía agradecer al tirador el haberle arrancado de aquella pesadilla. No le sorprendía su contenido, por otro lado; de hecho, ya se sentía bastante mal por la muerte de Dozer, y sospechaba que, a medida que pasara el tiempo, se sentiría aún peor. Era una culpa que tendría que expiar, cuando llegara el momento. Y aquella mierda sobre el cólera y lo demás («¡La tiña, José, el que la coge la diña!») era una recreación inconsciente a ese entorno insalubre en el que ahora se encontraban. Enfermedades como la disentería, que surgen cuando faltan las vitaminas esenciales, y todas las otras, le daban todavía más miedo que los propios zombis . Uno podía tener una muerte más o menos atroz en sus manos, pero al menos sería suficientemente rápida, como la que tuvo Uriguen, o el propio Dozer. Sin embargo, la lenta agonía de las enfermedades degenerativas era algo que no podría soportar. Prefería volarse la tapa de los sesos, llegado el caso. Vaya , pensó con cierta pesadumbre, no hace falta ser Freud para darse cuenta de que estoy bien jodido .

– Qué coño… -exclamó entonces, todavía con la voz pastosa y grave de quien acaba de despertar-, ¿quién ha disparado?

– Creo que lo averiguaremos pronto -dijo Susana.

Un grupo de hombres salían en ese momento. Nunca se aventuraban fuera tan temprano, porque la temperatura a esas horas era realmente baja (apenas cuatro grados, aunque no les fuera posible decirlo con exactitud) y preferían las horas del mediodía para moverse por el recinto. Pero el sonido de un disparo a aquellas horas era del todo inusual, y en los rostros de todos aquellos supervivientes danzaban los espectros de la duda, capitaneados por una sombra de miedo.

Susana salió tras ellos y José se incorporó para seguirla. Antes de irse, echó un vistazo al resto del grupo, dispuesto alrededor. En el centro, protegidos por los adultos, los niños dormían juntos, enrollados en sus mantas como un flamenquín algo deforme; Isabel y Moses también seguían dormidos, compartiendo lecho, aunque él empezaba a moverse lentamente, señal inequívoca de que comenzaba a abandonar el reino de Morfeo. Aquel tipo nuevo que había llegado con Aranda, Sombra, todavía era capaz de lanzar pesados ronquidos al aire. Bendito hijo de puta , pensó con cierta envidia. Él mismo había pasado una noche horrible, despertándose a cada instante, bien fuera por el frío, bien por los ruidos que llenaban la sala, desde toses a enfermizos pedos furtivos, cuyo sonido se prolongaba durante varios segundos antes de morir. Quizá por eso sentía los ojos ardientes y arenosos, como si de un momento a otro fueran a chirriar mientras giraban en sus cuencas.

La última cama estaba vacía: la del extranjero cuyo nombre se le escapaba siempre por mucho que se lo repitieran. ¿ Tucar, Jucar ? Pero no le extrañó. Los extranjeros hacían cosas raras, como levantarse a horas impronunciables cuando no hacía maldita la falta.

– Por Dios, ¿vienes o no? -preguntó Susana desde la puerta.

– ¡Ya voy! -soltó José. Se puso las botas tan rápidamente como pudo y salió tras ella.

José pensaba que, probablemente, un disparo podía significar que alguno de los espectros se había acercado demasiado al muro, o había encontrado alguna forma de suponer un problema en alguna parte. Tanto le hubiera dado quedarse durmiendo, se decía, si aquellos soldados no permitían a los civiles portar armas. Si encontraban zombis dentro del recinto, si alguno de ellos moría durante la noche y abría los ojos a la pesadilla de los nomuertos, ¿qué alternativas tenían?

– Ha sido por allí -dijo uno de los hombres.

Su voz era débil, casi aniñada. Caminaba encogido, arrastrando los pies, con los puños cerrados y los dedos pulgares apresados en ellos. José tuvo una sensación extraña mientras los miraba con cierta pesadumbre, porque ya había visto antes a otros caminar como ellos; las mismas miradas ausentes y casi el mismo andar desgarbado: a los muertos vivientes.

Desde la distancia, no tardaron mucho en ver lo que estaba fuera de sitio: era un hombre (¿ un caminante ?) tirado en el suelo, junto a un aparatoso charco de sangre. Los hombres no parecían capaces de avanzar más rápido, pero José y Susana se miraron brevemente y empezaron a moverse con mucha más rapidez, dejándolos atrás.

Susana lo reconoció primero.

– ¡Es… es el finlandés! -exclamó, avivando la marcha.

Ahora que Susana lo decía, José creía reconocerlo también. Estaba caído en el suelo, con el pantalón envuelto en una mancha oscura. Cuando llegaron, concentrados como estaban en Jukkar, no vieron la perentoria línea amarilla ni el cartel que prohibía el acceso a los civiles.

– Oh… no… ahí vienen más… -murmuró el soldado más joven.

El otro soldado, que tenía una horrible cicatriz cruzándole la mejilla derecha, chasqueó la lengua. Sabía que pasaría aquello, sabía que vendrían algunos de los otros, alertados por el disparo, pero no esperaba que llegaran tan rápido. Apretó los párpados, para enfocar mejor en la distancia. ¿Quiénes eran aquellos tipos, después de todo? No llevaban las ropas mugrientas características de los culosucios ni tenían el aspecto de quien se ha estado alimentando de polvo de estantería durante meses; al contrario, el hombre parecía bastante atlético y a ella se la veía en buena forma también.

Los vio cruzar la línea a la carrera y detenerse junto al hombre caído en el suelo.

– Oh, no… -dijo el joven, mirando de reojo a su compañero.

Sabía lo que decían las directivas sobre violaciones consecutivas del perímetro. Las directivas eran muy explícitas sobre esos casos concretos: un disparo, y no uno de aviso en las extremidades, sino uno mortal. En los días que les había tocado vivir, eso significaba en la cabeza. Era, desde luego, la única forma de asegurarse de que el enemigo no iba a levantarse de nuevo.

– Me cago en la puta… -soltó Cicatriz, ajustando el rifle para disparar de nuevo.

– ¡No, espera! -pidió el joven-. ¡Sólo van a llevárselo!, ¡sólo quieren llevárselo!

– ¡Cállate, coño! -gritó Cicatriz, llevándose el rifle al hombro y ladeando la cabeza para apuntar.

– ¡Espera! -chilló el joven de nuevo.

Le había puesto la mano en el brazo, forzándole a bajar el rifle. Cicatriz se lo sacudió de encima, haciendo girar todo el torso como parte de un complicado acto reflejo; algo que había ido educando desde que se hiciera soldado profesional, hacía más años de los que podía recordar.

– ¡Han CRUZADO LA PUTA LÍNEA! -gritó entonces Cicatriz, con el rostro encendido por una furia que crecía, burbujeante, en su interior. En los viejos tiempos hubiera necesitado varias rondas de alcohol para encenderse de aquella manera, pero las cosas habían cambiado un poco en los últimos meses.

– ¡Sólo…¡ ¡Escúchame!, ¡sólo quieren llevárselo! -exclamó el joven, mirándole fijamente a los ojos.

– ¡¿Qué coño te pasa?¡ ¡Las órdenes son las órdenes! ¡Es la directiva más importante, hijodeputa ! ¡No vacilar!

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