Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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Se había acercado lentamente a la línea amarilla. El color de la pintura parecía irreal, demasiado intenso, produciendo un fuerte contraste con los tonos apagados que dominaban en la escena.

– ¡Eh! -llamó Jukkar. Su propia voz le sonó quebradiza y poco convincente. Carraspeó brevemente, para «calentar motores», como decía su abuela, sólo que ella acompañaba los carraspeos matutinos con una copa o dos de licor-. ¡Eh, hola!

No obtuvo respuesta, pero uno de los soldados levantó la cabeza para otear por encima de la barricada. El casco parecía diferente al de los otros que había visto, pero le fue imposible distinguir su expresión.

Levantó los brazos y cruzó la línea.

– ¡Hola! -gritó.

Mientras recorría los dos primeros metros a paso exageradamente lento, el soldado desapareció de la vista. Fue apenas un instante: volvió a reaparecer por encima de la barricada, acompañado de un segundo soldado.

– ¡Hola, señor, buen día! -volvió a gritar Jukkar.

– ¡Retroceda hasta el otro lado de la línea! -gritó el soldado de repente.

Jukkar volvió la cabeza para mirar atrás. La línea estaba a sólo unos pocos pasos.

– ¡Yo necesita hablar a ustedes! -gritó entonces, con su peculiar acento finlandés.

– ¡Retroceda inmediatamente! -le contestó el soldado.

Su compañero había levantado el rifle a la altura del pecho y parecía apuntarle directamente. No era la primera vez que Jukkar era encañonado, pero todavía sentía la misma opresión en el pecho y la base de la nuca. Era como si le absorbiesen todo el líquido de las piernas y éstas se constituyesen resecas y frágiles, como varillas de trigo.

– ¡No, por favor! -barbotó Jukkar, cada vez más nervioso-. Yo… yo trabaja en… investigación… virus pandeeminen

Mezclaba español con finlandés sin ser consciente de ello. Siempre le ocurría en los momentos en los que la tensión se acentuaba. Y aún peor: sin darse cuenta, concentrado como estaba en su deseo por acercar posturas, había seguido caminando, dando un paso tras otro.

– ¡ÚLTIMO AVISO! -gritó el soldado, ahora a pleno pulmón-. ¡Retírese DE INMEDIATO!

Jukkar empezaba a transpirar por la frente y las axilas, pese al frío reinante. Su labio inferior temblaba. Sus pies se movían mecánicamente, y su mirada estaba fija en la boca ciega y oscura del cañón del fusil.

– ¡Romero, la teniente Romero! -decía, aunque su voz había perdido potencia y temblaba como la llama de una vela al viento.

Entonces se produjo un silencio intenso y gris que pareció durar una eternidad, como si alguien hubiera quitado el sonido en una película en blanco y negro. No se escuchaba nada. Ni el gorgoteo de los pájaros, ni el viento entre las hojas, ni el lejano rumor de la gente que empezaba el nuevo día. Nada, hasta que Jukkar reparó en un sonido sibilante y entrecortado que le envolvía como la niebla: el de su propia respiración, escapando a rachas irregulares de sus labios.

Y entonces se escuchó el sonido de un trueno, alto y retumbante como si se hubiera resquebrajado el mismo cielo, y Jukkar dio un respingo, súbitamente sorprendido. Casi al instante, la escena entera pareció cimbrear bruscamente y escorar cinco, diez grados hacia la izquierda… luego más rápido, veinte, cuarenta grados, hasta que comprendió al fin que el mundo no estaba desparramándose como el agua por un sumidero, sino que era él quien estaba cayendo al suelo. Su cuerpo chocó contra el pavimento y su cabeza golpeó la piedra, rebotando brevemente y produciéndole un fogonazo blanco de confusión.

Tan sólo un segundo más tarde, su mente empezó a abrirse camino entre el velo de desconcierto que lo envolvía; apenas una infinitesimal porción de segundo de repentina lucidez, pero suficiente para comprender . Comprender que no había sido un trueno, sino un disparo. Se miró la pierna izquierda y vio que el pantalón empezaba a empaparse de una sustancia oscura y pegajosa, aunque no notaba la humedad, ni notaba la sangre tibia que resbalaba por el gemelo, ni dolor alguno.

Mitä… tapahtuu ?… -susurró, cerrando los ojos y apretando los dientes.

Y entonces, como el manantial que se abre paso entre las rocas, el dolor empezó a manar de la misma herida, provocándole un tremendo calambrazo en la pierna. Jukkar produjo un sonido que era como el de una sirena que marca el cambio de un turno en una fábrica: Uuuueeeeeeee . Abrió los ojos de nuevo, consumido por pequeños espasmos, pero la realidad se había vuelto de un color impreciso, y los lindes de su visión eran confusos, como complicadas telarañas, tan densas como un lienzo, y luego ya no supo nada más.

11.

PATA DE PALO

– Vaya una situación de mierda -soltó Javier.

Víctor bufó. Empezaba a estar realmente cansado de aquella coletilla con la que su compañero de fatigas apostillaba todas las malditas frases. Todo era mierda esto, mierda lo otro. Y la cosa tendría un pase de no ser por la forma en la que pronunciaba la palabra; parecía que se le llenaba la boca de ella. Arrastraba mucho las sílabas, de forma que sonaba algo así como mieeeerrrda .

– Hemos estado en otras peores -comentó Víctor.

– Coño… joder… -exclamó Javier-. Pues claro que hemos estado en otras peores, no me jodas. Pero, coño…, es que manda cojones.

Víctor miraba a través del parabrisas del camión, hacia el exterior. El cristal estaba ligeramente agrietado y algunos hilachos de sangre se habían adherido a su superficie, pero la visibilidad era todavía buena. Allí vio una carretera interminable que se perdía entre un par de colinas exuberantes de vegetación. Ese año, y sobre todo por aquellos lugares, la lluvia había sido una constante y quién sabía si la ausencia de contaminación y de domingueros no había favorecido que la naturaleza se volviera aún más exuberante.

El camión era una preciosidad negra y roja, un Actros de Mercedes-Benz con nueve motores de seis y ocho cilindros, el más potente de la gama. Lo encontraron en un aparcamiento, refulgiendo bajo el sol del mediodía, y les pareció la cosa más sexy que habían visto en mucho tiempo. El frontal era plano y robusto, y el conocido logotipo del fabricante despuntaba en el centro como una mira láser. Víctor opinó que podría pasar por encima de unos cuantos zombis con esa cosa sin que el camión se resintiera lo más mínimo, y Javier dijo que, probablemente, podrían conducir a través del mismísimo infierno, atropellando tanto a condenados como a diablos torturadores.

Lo condujeron desde Almuñécar, y vaya si resultó ser una mala bestia, «un toro de mieeeerrrda», embistiendo coches abandonados que entorpecían el paso por el asfalto y zombis por igual. Arrancó, por cierto, como si nunca hubiera estado parado, e incluso las pesadas ruedas parecían contar todavía con una salud excepcional. Desde entonces habían ido por autopistas casi todo el tiempo, sobre todo la A-7 y la A-341 con destino a Loja, desde donde planeaban avanzar hacia el norte, tomando cuantos caminos fueran necesarios para esquivar las grandes ciudades. Eso lo habían aprendido, al menos: las grandes ciudades eran cubil de cientos de miles de esas cosas, sus entradas y salidas estaban colapsadas, impracticables, y aún peor, alrededor de las ciudades solía haber gente extraña : supervivientes que formaban grupos armados y hacían incursiones en las urbes para buscar comida, y que no dudaban en volarle a uno la cabeza si tenías la mala suerte de llevar una chupa que a ellos les gustase.

El plan último era llegar a Madrid. Al menos, Víctor creía que si quedaba algún reducto más o menos cuerdo de civilización, debía estar allí. Y si no era allí sería en Barcelona, y si no, qué demonios, pasarían los Pirineos y moverían sus culos a Francia. Javier jugaba a menudo con la idea de instalarse en alguna casa de la sierra, donde había pocos zombis , y esperar allí a que el mundo se recuperase de toda aquella locura. «No sé para qué demonios quieres volver a la civilización, coño, joder -decía Javier al respecto-, ¿sabes lo que harán? Nos pondrán a trabajar, eso es lo que harán. ¿Y crees que nos permitirán seguir bebiendo alcohol o fumando? No, coño, joder… todas esas cosas estarán racionadas. Los negros las venderán en el mercado negro a cambio de una buena mamada, ya te lo digo yo. Tendremos suerte si nos dan una puta bazofia de rancho de mieeeerrrda que llevarnos a la boca.»

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