Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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Al día siguiente, la jornada se repitió con monótona languidez, sin muchas variaciones, al menos, hasta el mediodía. Esta vez, permanecieron todos juntos, ayudando con las tareas de tala de árboles en el extremo este de la Alhambra. José estuvo usando el hacha con una contundencia desgarradora, como si con cada golpe se deshiciese de algo de la angustia y la impotencia que sentía. Cuando asestaba un corte sobre la madera, su mente liberaba un destello. Daba un hachazo y se abría una ventana conteniendo la imagen de Dozer desapareciendo en el agua; luego daba otro y veía a toda aquella gente famélica y abandonada, privada de toda atención y de medios para subsistir, y con un tercero se veía a sí mismo disfrutando de la compañía de amigos en un bar cualquiera del centro de la ciudad. Mientras las astillas volaban, el sonido quejumbroso de la madera hendida hacía añicos todos esos retazos al tiempo que le proporcionaba cierto alivio. Un golpe tras otro, el malagueño se deshacía de sus fantasmas, sudando copiosamente.

Para los supervivientes, que lo miraban con cierta fascinación, el de José era otro nivel de energía. Habían degenerado todos tan rápido que casi se habían olvidado de mirar en retrospectiva. José tenía los brazos fuertes, y si bien los músculos no estaban demasiado marcados, sí que se contorneaban sus formas.

Cuando el sol estaba en su cenit, José y Moses paseaban por la zona disfrutando de uno de los pocos lujos que en la Alhambra no escaseaba: el agua.

– ¿No huele un poco mal por aquí? -preguntó Moses en un momento dado.

José olisqueó con prudencia. Ciertamente había una pestilencia prendida en el aire, como de huevos podridos. Sin decir nada, siguieron el rastro hasta la Acequia Real y allí, junto a la excavadora que José había visto desde el helicóptero, encontraron un pozo excavado en el suelo. Desde esa distancia ya sabía lo que encontrarían. El hedor era mucho más intenso. A José le trajo recuerdos de los contenedores de basura que generaban los chiringuitos de playa, y que en verano se dejaban al sol: un repulsivo hedor a pescado podrido que hacía que la glotis se cerrase sola. Solía haber tantas moscas que teñían de un color indefinido la superficie de plástico.

– Huele a muerto, tío. ¡A muerto de verdad!

Era cierto. Los zombis olían mal, pero no tanto como setenta kilos de carne y líquidos que han sido corrompidos por la podredumbre. Allí sólo encontraron un cadáver, tendido boca abajo, aunque en un principio les fue difícil decirlo porque le faltaba la cabeza.

Moses dio un respingo, retrocediendo un par de pasos hacia atrás… ¡el cadáver se movía! Tan sólo un segundo más tarde se daba cuenta de que no se movía, sólo parecía moverse. Debajo de la ropa, hinchada y humedecida por un torrente de fluidos corporales resecos, un tropel de gusanos daban buena cuenta de las vísceras de aquel hombre. La pierna derecha había desaparecido; el muñón, por donde asomaba algo que recordaba remotamente a un hueso, era un confuso espanto de un color ajamonado; como si hubiera sido picoteado por un centenar de cuervos. Los gusanos salían de entre la carne y caían al suelo, cimbreándose sobre sus cuerpos blandos.

Las escuadrillas de la muerte no faltaban en la escena: centenares de moscas gordas y henchidas de corrupción, que sobrevolaban el cadáver provocando un zumbido sibilino y enervante. La mayoría de ellas presentaba ya un color verde dorado, y absorbían los jugos de la carne reblandecida con su obscena probóscide. En una esquina descubrieron algo más: una masa agusanada cuyo tembloroso movimiento era casi hipnótico. Moses no lo dijo, pero sospechaba que aquello bien pudiera ser la cabeza perdida.

– Cristo bendito -susurró Moses.

Se había preparado para ver algo similar, y tampoco era el primer cadáver con el que se enfrentaba, pero la visión de aquel despojo sufriendo ligeros espasmos unida al hedor insoportable era una mezcla sumamente detestable.

– Tío… no creo que Abraham sepa una mierda de esto -soltó José.

– No… voy a avisarlo.

– Creo que iré contigo… -dijo, cubriéndose la nariz con el cuello de la camiseta.

– Suerte tener el estómago tan vacío. No creo que nuestro cuerpo se atreva a expulsar nada.

Localizaron a Abraham no muy lejos, hablando con alguien. Discretamente, esperaron a cierta distancia a que se quedara solo y después le pidieron que les acompañase.

Cuando estuvieron junto a la zanja, Abraham se quedó lívido.

– Por Dios… -exclamó-, es Héctor.

– ¿Quién?

– Héctor -contestó secamente.

Durante unos instantes, nadie dijo nada. Desde algún lugar llegaba el sonido monótono y rítmico de un hacha talando la madera y en algún momento hasta pareció que la suave brisa traía la risa de la pequeña Alba, espumosa y divertida como una botella de champán recién abierta.

– Héctor murió hace unos días, un poco antes de que vosotros llegarais -explicó Abraham. Su tono era neutro y apagado-. Nadie sabe por qué… simplemente, una mañana apareció muerto en su catre. Creo que tuvimos suerte. El coma zombi podía haberle despertado en cualquier momento. O puede que no… era algo mayor, aunque no sé si lo suficiente. ¿Quién puede decirlo? Pero no importa. No lo he comentado antes, porque es bastante desagradable, pero cuando alguien muere… le separamos la cabeza del cuerpo. Para asegurarnos.

José asintió despacio.

– Sé lo que pensáis. Es fácil juzgar una situación cuando se viene de fuera, pero no creo que os hagáis una idea de lo que hemos vivido aquí.

– No, escucha… -se apresuró a decir José.

– Sé que es atroz -interrumpió Abraham-, que también podríamos incinerarlo, por ejemplo… pero no lo hacemos. No sé por qué. Simplemente, alguien tuvo la idea y todos estuvimos de acuerdo. O al menos, nadie se mostró en contra.

– ¿En serio te damos esa sensación? -preguntó José.

Abraham se encogió de hombros, pero nadie dijo nada durante un rato. En parte porque José no sabía realmente cómo se había sentido al imaginarse a uno de aquellos hombres decapitando un cadáver. Le recordó al rito del vampiro, a las invasiones bárbaras del siglo iii y al horror resplandeciente y afilado de la guillotina. Sabía que había disparado a innumerables zombis directamente entre los ojos, y que sus cabezas, en muchas de aquellas ocasiones, habían reventado como melones maduros arrojados desde un octavo piso, pero de alguna forma extraña era diferente.

– A Héctor le gustaba caminar -dijo Abraham entonces-. Se pasaba el día recorriendo toda la zona civil.

Moses carraspeó. Había algo que no encajaba.

– ¿Qué le pasó a su pierna? -preguntó entonces.

– No recuerdo quién se ofreció voluntario para enterrarlo. Tengo que pensar sobre ello. Pero… -miró el muñón salvajemente amputado con expresión pensativa- diría que ese grupo tuvo una ración extra ese día.

José abrió mucho los ojos, comprendiendo lo que quería decir.

– Y creo que tenían pensado volver, cuando se les acabase, porque ni siquiera lo han enterrado. Pero no pensaron en los gusanos.

– Dios mío… -exclamó Moses.

Abraham asintió.

– Si me das una pala -susurró José- yo terminaré de enterrarlo.

Pero Abraham no había pensado en sepultarlo en la tierra, como se debió haber hecho en primera instancia. Ni siquiera consideraba la pavorosa aberración de comer carne humana. Cabalgando entre la repulsa y la morbosa fascinación del espectáculo que tenía delante, pensaba en todos aquellos gusanos llenos de valiosos nutrientes. Movió la boca en un gesto que José interpretó como de repugnancia, pero en realidad, estaba salivando.

Son sólo larvas de mosca. Sólo larvas de mosca .

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