Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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Marín le extendió la mano, pero ésta, enfundada en un guante de látex, estaba bañada en sangre. Aranda había ofrecido la suya, casi por inercia, pero detuvo el movimiento en el aire, confundido.

– Oh, disculpe -explicó Marín-. Estábamos trabajando.

– No se preocupe -contestó Aranda.

De repente cayó en la cuenta de que el olor que percibía no era detergente industrial, era algo diferente, más profundo. Otro olor, uno al que ya estaba acostumbrado, pero que había tardado en identificar. Olor a sangre, a vísceras, a entrañas expuestas. Al fin, miró hacia el fondo de la sala y allí vio un cadáver tendido sobre la mesa donde los doctores habían estado trabajando; tenía el torso abierto y las costillas asomaban como los barrotes de una jaula espeluznante. Era algo que también había visto antes, aunque no de forma tan explícita, pero no pudo evitar sentir un asco infinito.

Y había algo más: el cadáver se movía; movía las piernas con pequeñas sacudidas, como si fuese alguien que, poco a poco, abandona el sueño profundo. Era uno de los zombis , atado a la mesa con bandas negras de algún tipo; trabajaban sobre él cuando aún estaba vivo , sacándole los órganos con algún extraño afán investigador.

Aranda se preguntó si el infeliz era capaz aún de sentir algo. Él tenía el virus en su cuerpo, aunque estuviera aletargado e impedido por el hecho de que su cuerpo aún mandaba sobre sus misteriosas operaciones de revitalización, pero funcionaba normalmente. ¿Y si los zombis experimentaban dolor?, ¿y si su sistema nervioso seguía enviando ondas al cerebro?, ¿estaría aquella criatura sufriendo una tortura indescriptible, sumida en un horrible infierno, sin poder morir?

No lo sabía, pero sí sabía una cosa: Rodríguez nunca trabajó con ningún zombi cuando aún estaba activo. Siempre había supuesto que era una cuestión de seguridad, pero al ver aquel cadáver retorciéndose en la mesa, con hilachos de apéndices intestinales resbalando lentamente hacia el suelo, se preguntó si Rodríguez sabría la respuesta.

Barraca arqueó una ceja, mientras seguía evaluándole con la mirada.

– ¿Pasamos a otra sala? -preguntó al fin-. Creo que la visión de nuestro espécimen le ha impresionado.

Aranda sacudió la cabeza.

– Disculpen… es… En realidad, sí.

– Es necesario -puntualizó el doctor Marín-. Debemos tratar con ellos y estudiar cómo se comporta su cuerpo para saber a qué nos enfrentamos. Es fascinante… podemos vaciar todo su aparato vital, podemos llenar sus venas con mercurio o quemar su corazón… pero ellos siguen en pie.

Aranda arrugó la nariz.

– De acuerdo -cortó Romero, observando el disgusto de Aranda-. Les dejaré hacer… aunque vendré a menudo para seguir los progresos. ¿Cuál es el protocolo en este caso, doctores?

Barraca carraspeó.

– Querríamos saberlo todo, en realidad. Ni se imagina la de cosas que podemos aprender de él. Haremos un estudio hispatológico completo, desde luego…

– Tras una biopsia… -interrumpió Marín.

– Tras una biopsia, naturalmente. Médula ósea, hígado, ganglios linfáticos y tejido muscular…

– Análisis de sangre…

– Por supuesto -dijo Barraca, poniendo los ojos en blanco-. Queremos ver cómo cohabita el virus con sus neutrófilos, si es que le queda alguno.

– Un estudio neurológico… -añadió Marín.

– Quiero decir… -exclamó Romero levantando ambas manos-: ¿Cuándo llegaremos al punto de saber si podemos tener una aplicación de esta… vacuna, o lo que sea?

Los doctores se miraron brevemente. Por fin, Marín carraspeó. De repente parecía nervioso y dubitativo, y Aranda tuvo la sensación de que evitaba mirarle a los ojos.

– Vamos a necesitar lo que… le pedimos.

Un inesperado silencio descendió sobre la sala; Romero parecía una versión en piedra de sí mismo. Permaneció así unos instantes, sin mover un solo músculo de la cara, sin decir nada.

– Hablaremos de eso en privado -exclamó al fin, poniendo especial cuidado en enfatizar cada sílaba. Barraca quiso añadir algo, pero el teniente se volvió, dándole la espalda y concentrándose en Aranda.

– Pero teniente… -interrumpió Barraca, intentando captar su mirada de nuevo.

– ¡Ahora NO! -explotó Romero, lanzando finísimas partículas de saliva por los aires.

Las venas de su cuello se hincharon, y su semblante adquirió una tonalidad roja. Aranda y los dos doctores dieron un respingo, sobrecogidos por el inesperado giro de la situación. Toda la estudiada calma del teniente se había evaporado. Aranda se puso tenso.

– Maldita sea… -añadió Romero, pasando un tembloroso pulgar por la línea de sus cejas-. Vengan conmigo. Sólo será un momento.

Aranda sacudió brevemente la cabeza, sintiéndose terriblemente incómodo. Los vio salir por la puerta por donde habían llegado y cerrarla tras ellos, y casi al instante, un profundo silencio cayó sobre la sala. Era tan denso y tan palpable que tuvo la sensación de intentar respirar a través de una tela. El corazón, acuciado por un creciente desasosiego, le latía con fuerza en el pecho.

Suponía que Romero debía estar sometido a un profundo estrés, si era el cabeza visible de aquella comunidad, y por lo tanto, el máximo responsable de su seguridad. Bajo ese prisma, y aunque él nunca había tenido problemas de ese tipo, podía entender su estallido emocional. Demasiadas vidas dependían de sus decisiones, y el tiempo seguía pasando sin que se viera una solución al problema. Estaba seguro de que, cada día que pasaba, grupos de supervivientes sucumbían finalmente a la demencia que había asolado al planeta, por uno u otro motivo, en alguna parte del mundo. Como Carranque.

Pero había algo más. Lo notaba en la piel, en el suave frufrú del movimiento espasmódico del cadáver que yacía en la mesilla, frotándose contra las bandas negras, y en el invisible crepitar del aire, tan característico del silencio absoluto. Aquello no le gustaba, no le gustaba en absoluto. La escena era demasiado surrealista, casi una broma, como para poder ser considerada en serio. La imagen de los dos doctores, con sus trajes sucios, desmontando el cadáver de un zombi era demasiado extraña. ¿Dónde estaban los ayudantes?, ¿no disponían de más personal?, ¿por qué, después de tres meses, seguían necesitando hurgar en las tripas de un espécimen vivo?, ¿dónde estaba el material especializado?, ¿dónde estaba la higiene , por el amor de Dios?

Las preguntas se agolpaban en su mente, girando a toda velocidad como una nebulosa que cobra forma y que, en cada evolución, produce una inquietud tras otra. Y entonces, como movido por un impulso irrefrenable, se acercó a la puerta y pegó la oreja.

El sonido llegaba sólo parcialmente y distorsionado por la gruesa madera, pero todavía era capaz de entender algo.

… guien vivo … -dijo una voz, que parecía la de Marín.

Aranda cerró los ojos, en un intento de enfocar mejor su capacidad auditiva.

… no fue fácil la última vez…… ¿?… la situación… -contestó Romero.

Lo sabemos, pero es imprescindible -exclamó Marín, con voz inesperadamente clara. Aranda lo imaginaba moviéndose mientras hablaba; en ese momento debía estar cerca de la puerta.

Barraca añadió algo, pero su voz grave degeneraba demasiado a través de la madera y no pudo descifrar nada.

Pero… ¿?… probar sus efectos

Eso sólo puede hacerse con alguien vivo -añadió Marín.

Conseguirán que se… ¿?… Espero que sepan lo que están haciendo… -exclamó Romero.

Barraca comenzó a hablar. Aranda intentó concentrarse, dejando la mente vacía para absorber todos los sonidos y que éstos, por su propia naturaleza, formaran palabras conocidas en su cabeza, pero fue inútil. Escuchó hablar a Barraca durante casi un minuto, pero fue incapaz de extraer nada de su monólogo.

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