Pensaba, en definitiva, en lo absolutamente deliciosos que estarían machacados y hervidos en la tradicional sopa diaria.
El día siguiente amaneció encapotado y brumoso. Jukkar, que acostumbraba a levantarse un poco antes del amanecer, estaba apoyado ya contra el muro exterior, admirando los jardines que tenía delante. Bañados por la luz grisácea de las primeras horas del día, los otrora hermosos jardines se asemejaban más a un tétrico camposanto. Ninguna flor adornaba ahora sus macizos, y el frío intenso del invierno y la falta de cuidados habían deformado los setos, en algunos de los cuales había calvas importantes. Sin embargo, la suave brisa gélida traía un olor agradable, a tierra húmeda, a árboles, a naturaleza, que le recordaron a su país natal, así que durante un buen rato permaneció allí, de pie, ocupado sólo en respirar y en dejar que sus mejillas se congelasen.
Mientras sus compañeros y toda aquella gente desconocida se agitaban inquietos en sus catres, sepultados en un ambiente cargado de toses y lamentos nocturnos y despertándose y volviéndose a dormir a intervalos de pocos minutos, Jukkar no había pasado mala noche en absoluto. Siempre había conseguido conciliar bien el sueño, sin importar demasiado cuáles fueran las preocupaciones del momento o lo que pudiera ocurrir al día siguiente. Jukkar no ponderaba lo imponderable, tomaba las cosas como venían, y aquel inconveniente de los muertos vivientes no era una excepción.
Tampoco estaba muy impresionado por aquella especie de campo de concentración militar. Se acostó con hambre y se despertó con más hambre todavía, eso era cierto, y en aquellos momentos del amanecer habría dado cuatro de sus diez dedos por una buena taza de café negro y caliente, pero suponía que los cambios requieren un período de adaptación, y aquellas penurias eran parte de ese proceso. Al fin y al cabo, era cuestión de tiempo que consiguieran determinar qué ocurría en la sangre de aquel fenómeno de Aranda, y entonces todo podría ser muy diferente.
Le preocupaba que hubieran pasado varios días sin que nadie hubiera ido a buscarle. No le pasó por alto el hecho de que se llevaran a Aranda en un helicóptero independiente mientras el resto del equipo iba apretado en otro aparato, y que ambos escogieran destinos diferentes. Suponía que, a esas alturas, Aranda estaría siendo sometido a diversos estudios, y él quería formar parte de aquello.
Era el paso natural, porque, al fin y al cabo, él había investigado el H1N9 desde el principio, cuando aún no tenían ni la más remota idea de lo que aquel superagente, aquel superviviente terrible sacado de los mismos albores de la Tierra, era capaz de hacer. Cuando lo encontraron, rabioso de actividad entre los tejidos de un cadáver momificado en los glaciares noruegos, pensaron que sería una bacteria psicrófila común, pero pronto descubrieron que tenía todas las propiedades de muchas de sus hermanas extremófilas: era capaz de sobrevivir en ambientes con un PH normalmente mortal, o con valores extremadamente negativos, en entornos altamente alcalinos, era resistente a temperaturas muy por debajo de cero y superiores a ochenta grados centígrados, y tenía propiedades radiófilas; es decir, era capaz de soportar una gran cantidad de radiación, entre otras cosas. Creían haber encontrado al Campeón de la Vida definitivo, cuando en realidad despertaron, sin saberlo, al Rey de los Muertos.
Su mente se llenó de recuerdos inesperados, de los días en los que empezaron a investigar sus muchas propiedades. La más fascinante, y la que trajo la gran desgracia a todo el proyecto de investigación, era su capacidad para autorregenerarse. Lo hacía mediante divisiones mitóticas, produciendo células de tejidos maduros, funcionales y plenamente diferenciados, y todo ello de forma indefinida, sin que perdiera sus propiedades. El laboratorio entero quedó maravillado sólo con aquel descubrimiento temprano, pensando en las muchas y prodigiosas aplicaciones que podrían encontrar. Era un milagro en sí mismo, algo sin precedentes en toda la magia natural de la vida en el planeta, desde la sopa primordial hasta nuestros días. Pero el H1N9 resultó ser, más que una caja de sorpresas, una endemoniada caja de Pandora.
Antes de eso, todos los directivos andaban como locos. Iban y venían de los despachos a las salas de investigación, mantenían mil reuniones con bancos de inversión privados y con sus departamentos de desarrollo e investigación de producto. Y en todo momento, iban acompañados de un nutrido grupo de abogados, expertos en cosas como registro de patentes y propiedad intelectual. Estaban obsesionados con salvaguardar su gran descubrimiento para la gloria del laboratorio.
El laboratorio tenía grandes planes, pero los trabajos de investigación necesitaban mentes más preparadas y aparatos más especializados, que requerían costes mayores. Buscando financiación, empezaron a publicar los primeros artículos sobre el descubrimiento en prestigiosas revistas científicas, y corrieron ríos de tinta sobre lo que la Pankki-Tamro Oyj estaba produciendo. El nombre de Jukkar y los otros expertos apareció varias veces en medios especializados, pero la gloria duró poco. De la noche a la mañana, Jukkar y muchos de los otros investigadores fueron retirados total y absolutamente del proyecto, sustituidos por norteamericanos, biólogos y expertos en biotecnología en su mayoría, de cierto renombre.
Jukkar se molestó muchísimo, pero recibió una cantidad sustancial de dinero como indemnización. Decidió retirarse al sur de España, a la ciudad de Marbella, desde donde siguió de cerca el desarrollo de los trabajos. Después de unos meses, se enteró de que la modesta compañía finlandesa había trasladado sus oficinas a Estados Unidos, atraída por grupos de inversores que tenían la capacidad de llevarla a cotas jamás sospechadas, y en ese momento la información dejó de fluir misteriosamente. Era como si hubieran encerrado el proyecto en una caja de plomo, impenetrable a los rayos X de las filtraciones. Se decía que la Pankki-Tamro ya no existía como tal, que había sido absorbida por una empresa farmacológica que trabajaba con un contrato de prestación de servicios al gobierno. También se rumoreaba, en algunos foros especializados en Internet, que la empresa había sido militarizada, e incluso que la NASA había llevado el virus al espacio para hacer ciertas pruebas de propósito indefinido. Cuando el sugerente nombre de Necrosum empezó a circular en relación al proyecto, asegurando que el agente estaba siendo usado para extender la vida más allá de la muerte, Jukkar dejó de indagar, porque la información era cada vez más fantástica, rayana en lo puramente especulativo cuando no en lo absurdo.
Para entonces el clima de Marbella le había hecho tener una perspectiva diferente de las cosas. La indignación de haber sido expulsado del proyecto de forma tan repentina iba quedando atrás, y gustaba de pasar los días en las terrazas del paseo marítimo, cuando no dormitando al borde de una piscina, con cualquier libro que pudiera encontrar sobre su panza. Quizá fuera el ambiente ocioso general, pero ni siquiera leía ya los densos y complicados tratados que solía devorar cuando estaba activo. Casi todo lo que escogía eran novelas de ficción, prosa de baja estofa sin pretensiones.
El futuro tampoco le preocupaba. Calculaba que con el dinero que tenía ahorrado y lo que había recibido como indemnización, podría vivir cómodamente durante el resto de sus días, y la perspectiva de ese ritmo de vida no parecía tan mala. Por aquel entonces, daba la impresión de que en Marbella todo el mundo vivía del negocio inmobiliario, sobre todo los extranjeros, que traían sus fortunas de fuera, y él tenía echado el ojo a un par de apartamentos que podría alquilar o revender en pocos meses, consiguiendo un buen beneficio. La vida parecía luminosa, y quizá lo era.
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