Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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Pero tan silenciosa como un gato en pos de una paloma, la Pandemia Zombi llegó de forma tan contundente como inesperada. De las primeras noticias al caos generalizado transcurrieron pocos días, demasiado pocos, y los muertos comenzaron a llenar las calles. Siempre le fascinó la velocidad a la que el Necrosum cayó sobre toda la población. Como concepto, era descabellado, pero la evidencia era innegable. Estaba ahí, en el aire, por todas partes. No existía ni un solo rincón de la Tierra que no estuviera infectado. Era casi como…

Enmarañado en sus propias divagaciones, Jukkar pestañeó. De repente se le ocurrió una forma en la que el virus pudo haber llenado la atmósfera terrestre en pocas horas, llegando a todas partes.

¡ Lanzándolo desde el espacio !

Tenía que pensar detenidamente sobre eso. El Necrosum era virtualmente indestructible… ya lo era antes de que los expertos en biotecnología empezaran a trabajar con él, así que lo veía muy capaz de alcanzar la atmósfera terrestre y viajar suspendido en partículas de polvo flotantes, o en el agua condensada en las nubes. Desde ahí, podría extenderse con rapidez, transportado por las corrientes de aire y propagándose a una velocidad endiablada.

Se estremeció, absorto en su propia línea de pensamientos. Se preguntaba ahora si ese lanzamiento había sido accidental o algo planeado. Al fin y al cabo, la historia estaba llena de casos de usos terribles de enfermedades y virus por parte de seres humanos. Los antiguos romanos ya arrojaban animales muertos en los suministros de agua de sus enemigos con el fin de contaminarlos. Los tártaros empleaban catapultas para lanzar cadáveres infectados con peste sobre las murallas, y el ejército británico obsequió a los indios americanos cobijas que habían sido usadas por personas enfermas de viruela, iniciando así una epidemia que diezmó a muchas tribus. Y en la historia reciente no faltaban voces, incluso dentro de la comunidad científica internacional, que hablaban de virus creados en laboratorios: el VIH, el Influenza y muchos otros.

Y si había sido accidental… ¿había zombis en alguna lanzadera espacial con todas las luces apagadas, condenados a flotar ingrávidamente en órbita estacionaria alrededor del planeta, por toda la eternidad?

Suspiró largamente.

De cualquier forma, era hora de que participase de nuevo en desentrañar todo aquel lío. Sin duda, su experiencia con el Necrosum podía ser una baza fundamental para analizar lo que había ocurrido con él dentro de Aranda y qué implicaciones podía tener ser anfitrión de semejante huésped a largo plazo.

Esperó todavía un buen rato, soportando el frío intenso, mientras en el interior del antiguo Parador, los supervivientes empezaban a despertar poco a poco. El silencio empezaba a enturbiarse por un murmullo apenas audible; gente que despertaba de su sueño y se ponía en marcha para hacer lo que quiera que hicieran en aquel antro terrible. Era imperioso que hablara con los doctores o el personal cualificado de la base, debían desentrañar los misterios de Aranda lo antes posible, porque toda aquella gente no resistiría sin comer.

Como especialista en su campo, sabía demasiado bien lo que produce el hambre crónica: un debilitamiento físico general, la pérdida de musculatura y la reducción de las funciones vitales al mínimo. Cuando el cuerpo no recibe nutrientes, el pulso se altera, la presión arterial y la temperatura disminuyen, y el sujeto tiembla de frío incluso en condiciones ambientales normales. La respiración es también más lenta, la voz se debilita, cada pequeño movimiento se traduce en un esfuerzo atroz.

Si la desnutrición continúa, sobreviene diarrea, y entonces el decaimiento se acelera: los gestos se vuelven nerviosos y carentes de toda coordinación, y afloran edemas y úlceras. Jukkar había visto a aquellos hombres y mujeres, y sabía que esos efectos no tardarían en producirse: las miradas apagadas, las expresiones indiferentes y tristes, los ojos profundamente hundidos, el color ceniciento de la piel que acaba volviéndose transparente y seca hasta que se cae a trozos. Después, el pelo se tornaría duro y tieso, sin brillo, y quebradizo, y las extremidades, en especial la cabeza, parecerían aún más alargadas al sobresalir los pómulos y las órbitas de los ojos. Y después… después las actividades mentales y las emociones sufrirían un retroceso radical. El superviviente perdería la memoria y su capacidad de concentración, obcecado en una sola meta: comer. Sólo las alucinaciones provocadas por el hambre disimularían el tormento que les consumiría por dentro. Ya no serían capaces de ver nada más que lo que se les pusiera directamente delante de los ojos, y con el devenir del tiempo terminarían por responder únicamente al estímulo directo de los gritos. Sin alimentos, pensó con pesadumbre, los muertos vivientes no estaban en las ciudades: estaban allí mismo. Ellos eran los muertos en vida.

Por fin, acuciado por sus propias reflexiones, se decidió a ponerse en marcha. Inicialmente, su plan había sido hablar con Abraham, pero algo le decía que no iba a servirle de mucha ayuda, así que caminaría directamente hacia el ala donde habían llevado a Aranda. Imaginaba que encontraría soldados; hablaría con ellos, les diría quién era y les pediría que le llevasen ante el teniente Romero.

Arrancó a andar, alejándose del Parador de San Francisco para dirigirse hacia el extremo oeste de la fortaleza. El ayuno forzoso le hacía sentirse vital, y el aire frío le recordaba a su país, así que recorrió la alameda con andar decidido, satisfecho de poder desempeñar su papel en aquella fantástica representación. Con cada paso que daba, un viejo resquemor iba desapareciendo poco a poco: el de haber contribuido, aun sin saberlo, a la propagación del Necrosum por el mundo. Le gustase o no, él había estado ahí desde el principio, y el haber acabado en aquel lugar formaba parte de una especie de destino rocambolesco, un puzzle de una configuración demasiado extraña y enrevesada en el que las piezas parecían encajar a la perfección. Al fin y al cabo, la aparición de Aranda en el aeropuerto donde estaba retenido, portando una versión latente del virus ya había sido demasiada casualidad, pero acabar siendo transportado al lugar donde un equipo de científicos podrían estar dando con la solución a un problema que era global, era demasiado para la ley de la probabilidad; simplemente, desbordaba todas las tablas. Era casi como un influjo divino, una broma cosmológica, algo tan improbable, que el hecho de que sucediese podría considerarse un milagro.

Una pequeña bandada de gorriones molineros cruzó el cielo encapotado por encima de su cabeza, felizmente ignorantes de todo lo que sucedía en el mundo. Volaban hacia la Vega, porque como muchos otros animales, eran capaces de detectar microcambios en la presión del aire y sabían, por tanto, que el cielo estaba a punto de deshacerse en una tromba de agua.

Unos pocos segundos después, Jukkar se encontró con lo que buscaba, a la altura de los antiguos baños árabes, en plena calle Real. Habían dispuesto allí una suerte de barrera fabricada con sacos de tierra, adoquines y troncos, con apenas un estrecho paso en su parte central. Desde el otro lado, algunos soldados vigilaban la zona, mirando por encima de los muros. En el suelo había trazada una línea amarilla, y la pintura era todavía fuerte y bien definida, como si fuera reciente. Un único cartel, toscamente construido, estaba emplazado en mitad de la calle y rezaba así:

ZONA MILITAR

PROHIBIDO EL PASO

CAMINE CON LOS BRAZOS EN ALTO

NO CORRA HACIA EL PERSONAL MILITAR

RESPONDA CUANDO SE LE PREGUNTE

SE DISPARARÁ A LOS INFRACTORES

Jukkar se detuvo, contrariado por lo que veía. Había esperado soldados, pero nunca un muro con indicaciones semejantes. La cosa era peor de lo que había imaginado al principio, si los militares preferían mantenerse al margen de los civiles que debían proteger. De hecho, no había visto ningún soldado en la zona civil, ni siquiera en lo alto de las murallas que cerraban la fortaleza. Chasqueó la lengua, lamentando no haberse dado cuenta de eso antes. Era típico del pensamiento protocolario de un sistema de seguridad extremo, donde los civiles eran considerados amenazas en potencia.

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