Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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José se quedó un momento paralizado súbitamente invadido por viejos recuerdos de juventud. Miraba con los ojos muy abiertos los restos de un banco de madera. Jesús, ¿no fue ahí donde la pecosa Tania y yo nos dimos el primer beso hace un millón de años? pensaba. Sacudió la cabeza para sacarse de encima aquellos recuerdos, pero aunque consiguió concentrarse de nuevo en la misión una extraña sensación había aflorado ya en su estómago.

– ¡Vamos, vamos! -apremió Dozer haciendo una señal con el brazo para avanzar, pero Susana le agarró de la manga para detenerlo.

– Espera, ¡por ahí no, por el kiosco! -dijo.

No era mala idea. La entrada del puerto daba al mismísimo corazón de la ciudad, la Plaza de la Marina, un espacio diáfano enorme donde los caminantes se hallaban en gran número, congregados quizá en recuerdo de días que no volverían. Pasar por allí era como llamar a las puertas de la Condenación.

La sirena del barco los reclamaba, apremiante.

– De acuerdo -concedió Dozer, y José y Uriguen asintieron al unísono.

Retrocedieron entonces la corta distancia hasta el kiosco. Había apenas dos metros y medio desde el suelo al techo del mismo, y desde el tejado se podía saltar fácilmente la reja de hierro para caer dentro del recinto portuario. Pero cuando Dozer estaba juntando las manos para servir de apoyo a sus compañeros, un inesperado alarido inhumano, alto y colérico les sobresaltó. Con la piel erizada, Susana apuntó instintivamente en la dirección de la que provenía.

Era un zombi desde luego. Los miraba encorvado y brutal desde la otra acera cuatro carriles más allá. Era grande, alto y musculoso, un animal de gimnasio. A su cabeza rapada le faltaba medio lado de la cara, como si lo hubieran arrastrado por el asfalto y hubiera perdido la carne y el hueso por la fricción, el globo ocular asomaba allí como un terrible tumor ovoideo recorrido por intensas venas rojas.

Pero todavía peor que la reacción de aquel monstruoso enemigo era el hecho espeluznante de que todos los zombis a su alrededor estaban respondiendo al grito, buscando frenéticos a su alrededor. Giraban sobre sí mismos con las bocas abiertas, hambrientas, y levantaban las manos crispadas como recuperando un instinto depredador que el hombre ha mantenido latente, grabado en su memoria evolutiva.

– Mierda -soltó José.

– ¡Vamos, vamos! -pidió Dozer, moviendo las manos entrecruzadas para indicar que subieran.

– ¡Os cubro desde arriba! -dijo José encaramándose con rapidez. Trepó ágilmente hasta el tejado del kiosco y allí hincó la rodilla en el suelo apuntando a los zombis. No disparó aún sin embargo, demasiado bien sabía que con el primer disparo revelarían a todos su posición.

El gigante sin cara comenzó a correr hacia ellos, a punto de tropezar con sus propias piernas al principio y virando peligrosamente a un lado como si fuera a caer de bruces al suelo, pero a mitad de la calle tomó carrerilla y embistió con una ferocidad incontenible. Para entonces también Susana había subido arriba.

– ¡Ya! -gritó José apretando el gatillo. El rifle escupió una breve ráfaga que impactó en el muerto viviente. Saltaron trozos de carne muerta en la zona del pecho, el cuello y la boca y provocaron que el coloso se combara hacia atrás. El disparo en plena garganta cortó su horripilante grito de raíz, que se redujo a un siseo sibilino como el de una olla Express. Cuando estaba a punto de caerse sobre Uriguen una segunda ráfaga descarnó completamente su cabeza, revelando una masa fungiforme, palpitante y gris. Dio unos cuantos pasos más erráticos y sin dirección, y se estrelló contra la pared del kiosco. El golpe arrancó un profundo sonido metálico.

Mientras tanto, Uriguen se había encaramado arriba y apuntaba a los otros espectros que ya empezaban a moverse hacia ellos. Unos todavía lentamente, pero otros comenzaban a trotar como marionetas a las que les faltan unos cuantos hilos. Sus ojos muertos estaban fijos en todos ellos.

Dozer saltó sobre sus pies con la mano en alto y José lo atrapó en el aire, dándole el apoyo necesario para que se impulsara hacia arriba y se encaramara al tejado. Mientras lo hacía, Susana y Uriguen habían empezado a disparar a los zombis más cercanos. Su puntería era implacable.

– ¡Ya estamos! -anunció Dozer.

Decirlo y saltar sobre la verja de hierro fue todo uno. Cayeron sobre un trozo de tierra cubierto de maleza, apenas un arriate que daba paso a una extensa explanada llena de coches aparcados. El caos era enorme, como si alguien hubiera conducido un autobús o un descomunal tráiler entre ellos, golpeándolos y haciéndolos dar vueltas de campana para dejarlos inservibles y trocados en lamentables chatarras.

Hacia el este a unos ochenta metros se levantaban dos edificios, el más pequeño era el de la Autoridad Portuaria y el segundo era para recibir y dar salida a los pasajeros, cruceristas en su mayoría. Ahora, sólo los zombis lo poblaban.

Y entonces lo vieron.

Se trataba de un buque mercante gigantesco cuyo casco estaba pintado de negro en su parte superior y de un color rojo oxidado desde la mitad hasta el agua. En la proa, dos protuberancias gigantes con un ancla en cada una le daban el aspecto de una cara cuyos ojos ciegos miraban apesadumbrados hacia el mar, como un borrego que va al matadero. En su cubierta se erigían cuatro grúas de carga de un color ocre desgastado, orgullosas como extraños monolitos egipcios, y ya en la proa se distinguía una construcción blanca, alta y aséptica con la bandera de Liberia ondeando tímidamente. En la línea del casco se podía ver la palabra CLIPPER escrita en mayúsculas con grandes caracteres, y en la curvatura de la proa el nombre del barco, el Clipper Breeze.

El barco había entrado en el puerto en línea recta, pasando por los dos grandes espigones que lo protegían, y avanzaba lentamente hacia los muelles seis y siete, que se adentraban en las aguas como un brazo acusador. Allí descansaban, solitarios y despuntando contra el horizonte, dos grandes sitios de almacenaje de casi cuatro mil toneladas métricas. Enormes bidones que estaban en ruta de colisión directa.

– Dios de mi vida -exclamó Dozer.

Susana disparó una ráfaga contra un zombi de color que llevaba únicamente unos desgastados calzoncillos raídos. Cayó derribado sobre el capó de un coche cercano, desparramando sus sesos por el cristal agrietado del parabrisas.

– ¿Va a estrellarse? -preguntó Uriguen tras disparar dos veces, una a su izquierda y otra a su derecha. Uno de los disparos alcanzó su objetivo en el brazo, que salió despedido hacia atrás y aleteó en el aire hasta caer en suelo con un húmedo chapoteo.

– Eso vamos a ver, vamos en aquella dirección -dijo Dozer señalando-, por la derecha de ese edificio hasta la parte de atrás, ¡vamos!

Corrieron entre los coches despertando inevitablemente a todos los muertos que había alrededor. Los gruñidos guturales se mezclaban con los disparos de los rifles que descargaban ráfaga tras ráfaga. Disparaban tan rápido como podían, alternándose en el avance para darse cobertura unos a otros cada pocos metros, pero la oleada de caminantes parecía no tener fin. En un minuto, alcanzaron la sombra del edificio de la estación marítima perseguidos todavía por un número considerable de muertos vivientes.

Desde allí avanzaron a buen paso hasta la parte de atrás, otra gran superficie llena de contenedores de transporte de mercancía, bastos cajones de hierro de diferentes colores, en mejor o peor estado, almacenados en torres de diferentes alturas conformando un laberinto endemoniado. Pero ahora eran capaces de ver el barco acercándose al muelle, tejiendo ondas en la superficie de un mar verdoso y quedo como la superficie de un plato de porcelana. Se aproximaba inexorablemente al brazo de puerto.

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