Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– ¡¿Por qué hace eso?! -preguntó Uriguen fuera de sí. Según venían las cosas creía obvio que el barco iba a colisionar con el enorme espigón, aunque fuera por muy poco. Sin embargo, en el último momento, la proa pareció resbalar contra las rocas de la pared de cemento. El sonido del metal rasgando contra el suelo de rocas inflamó el aire, llenándolo tan completamente que fue como si todo se detuviese en el tiempo. La superficie del agua se encrespó, indicio de las espantosas reverberaciones submarinas que el casco estaba levantando. Incluso José y Uriguen, que eran los que cubrían sus espaldas disparando contra sus perseguidores, se encontraron a sí mismos girando la cabeza para ver cómo el barco pasaba rozando el lateral contra las rocas y el mismísimo hormigón.

– Hostia puta -dijo Dozer de pronto viendo cómo el barco había modificado ligeramente su rumbo. -Viene directo hacia aquí.

Así era, el Clipper Breeze avanzaba ahora con la misma lentitud en claro rumbo de colisión frontal contra ellos. Cuánto daño había causado la exasperante fricción contra el manto rocoso no lo sabían, pero de algún modo el colosal buque mercante parecía escorar ligeramente hacia babor, lo que propiciaba la nueva ruta. Mientras tanto, la sirena continuaba su desesperada llamada, que ahora lo sabían muy a las claras era de socorro.

El monstruoso rechinar del metal, alto y vibrante, había provocado otras cosas sin embargo. El sonido no era grave y apagado como el de la sirena del barco que llevaba oyéndose durante bastantes horas en casi toda Málaga, sino agudo y desquiciante, vibrante, y tuvo un efecto inmediato en las hordas zombi que vagaban erráticas por toda la periferia, los atrajo como el aroma del pescado a las moscas. Además, la vibración provocada por la prolongada fricción del barco había causado un problema del que aún nada sabían. Se trataba de las cinco grúas Súper Post Panamax que se erigían como ídolos o, acaso, celosos guardianes del comercio internacional sobre la línea del firmamento de la ciudad; altas estructuras de casi sesenta metros de altura que se usaban para descargar los grandes buques mercantes.

Habían sido diseñadas para resistir los más fenomenales embistes de las aguas y los fuertes vientos, pero los pilares principales de la quinta estaban seriamente comprometidos; en los días en los que los malagueños huían en los barcos, hubo escenas escalofriantes en aquel mismo lugar. Un autobús en llamas recorrió los últimos veinte metros que le separaban de una de las patas de acero y terminó por estrellarse violentamente contra ella. Explotó violentamente, generando una onda expansiva de calor intenso y esquirlas en llamas, acabando con la vida de seis hombres que esperaban para subir a una de las embarcaciones. Allí permaneció ardiendo durante tres horas, durante las cuales las llamas hicieron su trabajo contrayendo todas las juntas, debilitando los tornillos, calcinando las partes móviles pequeñas y haciendo reventar los cojinetes de las bases. Ahora, aunque ninguno de los miembros podía escucharlo la estructura chirriaba ensimismada, las vigas de unión se tensaban más allá de lo que el castigado metal podía soportar, y amenazaba con desmoronarse.

Pero eso aún no había ocurrido, y a muchos metros de allí, el Clipper Breeze continuaba su avance. En el muelle, Dozer y el Escuadrón escuchaban con creciente inquietud los gritos cada vez más encolerizados de las hordas zombi.

– Esto se pone muy jodido -dijo Dozer con los tendones del cuello en tensión y mirando alrededor. Los intensos alaridos salvajes provenían de algún lugar al otro lado del edificio. Naturalmente, sabían lo que eso significaba. Estaban entrando en el puerto. Estaban entrando en masa.

– ¡No llegaremos a las alcantarillas! -chilló Uriguen.

– ¡No hay tiempo! -confirmó Susana- ¡al edificio, resistiremos en el edificio!

Como si fueran uno solo corrieron tan rápido como pudieron hasta uno de los accesos al edificio. Era apenas una puerta metálica de una sola hoja, una entrada trasera, pero mientras avanzaban hacia ella ensombrecidos por el griterío de los muertos, José se descubrió a sí mismo rezando para que estuviera abierta.

Lo estaba, y con los pasos estremecedores de los z ombis doblando ya la esquina desaparecieron en su interior. Era apenas una escalera que ascendía una docena de peldaños y viraba a la derecha, fundiéndose con un corredor monótono y aséptico. Dozer y Uriguen apoyaron sus hombros contra la puerta respirando agitadamente. Susana, mientras tanto, se concentraba en proporcionar cobertura apuntando a la parte superior de las escaleras.

Y por fin, el Clipper Breeze llegó al término de su azaroso viaje. La proa golpeó brutalmente contra el muelle provocando una vibración insólita que reverberó por toda la estructura de hormigón. Los cristales del edificio estallaron en millones de pequeñas esquirlas, provocando un sonido ensordecedor. El casco del buque, ya oxidado y testigo de innumerables viajes por aguas salubres se comprimió como un viejo acordeón; el metal se retorcía y reventaba por mil sitios diferentes exponiendo sus impudencias a la luz del Sol. La sirena enmudeció de pronto, interrumpida en plena colisión y dos de las grúas de la cubierta cayeron hacia los lados como si fueran de papel. Y ahora sí, sacudida finalmente por la reverberación, la fenomenal grúa Súper Post Panamax se inclinó peligrosamente como un malabarista que fuerza su representación hasta el extremo, y por fin sucumbió como la enorme mole de hierro y acero que era. Lo hizo cayendo sobre la segunda grúa que tenía a su lado, que se desmoronó también prácticamente al instante. Cayeron al suelo abrazadas una a la otra, retorcidos sus hierros mortales en un abrazo lascivo. Algunos trozos alcanzaron el agua, creando fuentes de espuma que se levantaron muchos metros por encima del nivel del mar.

Semejante fanfarria provocó un escándalo de unas dimensiones tan impresionantes como no las recordaba Málaga desde los días en los que la ciudad era bombardeada masivamente por tierra y aire, en plena Guerra Civil. La onda de sonido llegó inexorable a todas partes, y en las calles y la procelosa oscuridad de los edificios abandonados, los muertos despertaban.

Fuera del edificio los muertos aullaban completamente fuera de sí, entregados a una especie de orgía cruel y sobrecogedora. Era tal su enajenación que arremetían unos contra otros, desbocados, salvajes, enloquecidos como una estampida que no se había visto desde los peores días de la Pandemia Zombi.

¿Y en su interior? El Escuadrón vivía, sí, pero prisioneros de los muertos vivientes.

16. Espías y jeringas

Desde el primer momento en el que Reza decidió ir a la capital a llevar a cabo su terrible plan, supo que no tomarían la autovía. Ni la de peaje que llegaba hasta Fuengirola, ni la vieja carretera que serpenteaba sinuosa por toda la Costa. Eran impracticables. En lugar de eso, se las ingeniaron para llegar a las tranquilas playas de Nueva Andalucía donde había gran cantidad de chalets de lujo a pie de playa.

Llegaron allí al final del día cuando la luz comenzaba a desaparecer y el cielo se oscurecía por el este. Tras la línea del horizonte el Sol se ocultaba a ojos vista, arrojando destellos de un naranja coléricamente inflamado.

No había muchos zombis por aquella zona residencial de casas grandes y pocos vecinos, y los que hubo se dispersaron por las muchas parcelas a medida que el tiempo pasaba. Fue extraordinariamente fácil deslizarse entre ellos, sabían moverse y eliminarlos en silencio sin ser vistos incluso con las mochilas donde llevaban el armamento a la espalda.

Tanto Dustin como Reza habían estado en muchos de aquellos chalets, suntuosas propiedades que pertenecían a gente con las que habían hecho negocios en el pasado, hombres y mujeres en extremo adinerados que llevaban un tren de vida que la mayoría de la población solo podía soñar. Ellos guardaban en sus inmensos garajes todo tipo de vehículos de lujo: Ferraris, un Lotus, un Chrysler 300… pero no era eso lo que buscaban, se trataba de las exclusivas motos de agua que muchos habían usado quizá cuatro o cinco veces en toda su vida pero que alguien mantuvo en perfecto estado de funcionamiento hasta el fin de los tiempos.

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