Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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En el barranco del Lobo

hay una fuente que mana

sangre de los españoles.

Hay pobrecitas madres, cuánto llorarán

al ver a sus hijos que a la muerte van.

Málaga ya no es un pueblo

Málaga es un matadero

donde se matan a los hombres

como si fueran corderos

Entonces rompió a llorar, y mientras corría hacia el edificio principal de la ciudad deportiva, se juró a sí misma que jamás volvería a verlo, a tenerlo delante.

– Volvamos -pidió entonces Isabel, sombría.

Moses siguió la dirección de su mirada.

– Oh… sí, claro. Perdona.

Caminaron juntos de vuelta, saludando a su paso por la torreta al vigía que tenía turno aquella mañana. En la pista de atletismo la actividad diaria había comenzado y el Escuadrón de la Muerte se entregaba a su entrenamiento diario. A lo lejos, cerca del edificio, las primeras figuras empezaban también a distinguirse, cada una dispuesta a acometer sus tareas; unos acarreando cajas de los almacenes a las cocinas, otros con útiles de limpieza.

Y entonces, inequívocamente, todos escucharon la sirena.

Sonaba lejana, pero llenaba todo el aire como si aquel fuera el único sonido que pudiera escucharse en toda Málaga aquella mañana. Sonó aguda primero, con un sonido capaz de despertar una profunda emoción y después más grave, más apagada, como un lamento en la distancia.

Se detuvieron levantando las cabezas sin proponérselo para escuchar mejor aquél sonido que traía el aire. En la pista de atletismo, Susana detuvo su carrera en seco. Los portadores de cajas pararon sus pasos como hormigas que pierden su rastro de feromonas. Moses dejó escapar una exclamación de franca sorpresa.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó, a nadie en particular.

– Parecía como…

– Una sirena, ¿no?

– ¿Una sirena de barco? -preguntó Isabel, confusa.

Moses se giró en redondo, en dirección sur hacia la playa. Había sonado en efecto, lánguido y monótono como los barcos cuando se llaman a través de la niebla, un sonido que recordaba demasiado bien de aquellos días de infancia casi olvidados en las playas de Marruecos.

– No puede ser -dijo en voz baja.

Unos cuantos hombres más habían salido del edificio y desde la distancia les oyó gritar.

– ¡Los barcos! ¡Vuelven los barcos!

* * *

Corrieron entonces hacia el edificio principal donde esperaban ya una docena de personas. Alberto había abandonado el huerto y hablaba animadamente con Dozer, quien se había acercado con el resto de su Escuadrón. Unas manchas oscuras adornaban las axilas de su camiseta de entrenamiento.

– ¡Era una sirena de barco! -decía uno.

– ¡Espera! Pensemos esto -comentaba otro más dubitativo.

– Estamos a unos… ¿tres kilómetros de la entrada marítima al puerto de Málaga? En línea recta -dijo alguien.

– Sí, más o menos -confirmó José.

– Y a dos kilómetros y medio de la playa más cercana probablemente -apuntó Susana.

– ¿No es demasiada distancia? -preguntó Moses, con cierta falta de aliento. -Las sirenas de barco son un aparato sencillo, pueden instalarse en cualquier lado.

– Y están esas bocinas que venden por todas partes.

– Como las de los camiones -apuntó alguien más.

– Las de los camiones no suenan tan… ominosas -cortó Moses.

– Demasiada distancia -comentó Susana pensativa. -Puede que así fuera cuando la ciudad era bulliciosa, y el sonido del tráfico se lo tragaba, pero ahora que Málaga duerme el sueño de los muertos, ¿quién sabe a qué distancia puede propagarse un sonido en este ambiente diáfano?

Su comentario arrancó un montón de contrastadas opiniones entre los presentes, todas entusiastas, y justo cuando unos y otros aportaban todo tipo de datos sobre los sonidos de las bocinas y su alcance, ésta volvió a sonar, potente, aún lejana pero ya inconfundible.

– Jesús -exclamó Moses llevándose ambas manos a la cabeza. Su rostro demudado reflejaba ahora cierta fascinación. A su lado Dozer se cruzó de brazos pensativo, y con su voz grave y fuerte dijo:

– Que me jodan si eso no es un barco.

* * *

La noticia corrió como la pólvora por la pequeña comunidad de Carranque. Las tareas del día fueron abandonadas a medida que la gente se iba congregando en pequeños grupos que terminaron reuniéndose en el comedor. A cada rato, la sirena del barco apremiaba con su distante tañido, y cada vez que eso ocurría provocaba el silencio. Se repartieron refrescos y latas de cerveza mientras los asistentes se acomodaban en las sillas. Nadie lo dijo, pero todos sabían que en circunstancias normales, habrían acudido al salón de actos donde la comunidad se reunía y tomaban decisiones; Aranda sin embargo no estaba, y era un sentimiento general no verbalizado que sería extraño hacer algo tan oficial.

Fue Susana quien tomó la voz cantante esta vez, cosa inusual porque por lo general prefería mantenerse en segundo plano observando astuta y haciendo sólo las aportaciones precisas que creía necesarias.

En general, todo el mundo estuvo de acuerdo en que se trataba de un barco. Algunos sugerían que la sirena sonaba a intervalos regulares, y que aunque no podían garantizarlo, la impresión era que el sonido llegaba desde algún punto al sureste, un poco más cercano que cuando empezó a sonar hacía ya unos quince minutos. Susana sugirió que alguien fuera al exterior a medir con un reloj el intervalo exacto en el que sonaba la sirena porque podía ser un dato importante, y no faltó quien se ofreció voluntario para hacerlo.

– Y si es un barco, ¿qué hacemos? -preguntó al fin uno de los supervivientes llamado Jaime.

Era, desde luego, la pregunta que todos se estaban formulando.

La llegada de un barco podía significar muchas cosas. Se argumentó que podía ser un barco militar, aunque ninguno supo decir si los barcos militares tenían sirenas de ese tipo. Sonaba a vieja y descascarillada, casi agonizante, y la imagen mental que invocaba era el de un mercante oxidado y enorme abriéndose paso trabajosamente por las aguas.

Todos sabían que durante los peores días de la Pandemia cuando los zombis empezaron a propagarse por las calles con la rapidez de un cotilleo picante en una convención de Tupperware, mucha gente se fue a los puertos. Todos los yates de recreo fueron lanzados al mar, todos los remolcadores o barcos de la guardia costera, hasta la más miserable de las barquitas. Ni siquiera importó mucho que el dueño de cualquiera de aquellas embarcaciones hubiera acudido o no; con la histeria colectiva se encontraron maneras de abrir las puertas y arrancar los motores, con o sin llave.

Qué ocurrió con toda esa gente nadie podía decirlo. Muchos pensaban que permanecieron a una distancia prudencial de la costa mientras veían los incendios y las columnas de humo, otros recordaban que en aquellos días hubo algunos días de fuerte vendaval y ya entonces pensaron que las embarcaciones, probablemente habían zozobrado. Pero algunos como José, sostenían la teoría de que quizá todas aquellas personas podían haber sido rescatadas por algún barco de mayor tamaño y llevadas a algún otro sitio, que quizá los barcos más pequeños se apoyaron en los barcos más grandes, y unos y otros fueron llegando a los grandes buques.

Si esto era cierto, era posible uno de esos buques estuviese regresando al fin a la ciudad.

– De ser así -reflexionó alguien- puede que el barco no sea la ayuda. Quizá la necesiten.

– Pueden estar todos enfermos si sólo han estado comiendo pescado -dijo otro.

– ¿Sin agua? No se puede sobrevivir más de tres días sin agua -comentó José.

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