Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– ¿Y qué es eso de la rotación? -preguntó.

– Cada cultivo necesita unos nutrientes que coge del suelo -explicó Isabel- si siempre plantamos lo mismo, las necesidades serán también las mismas y la tierra se agotará.

– Entiendo -dijo Alberto, agachándose para meter la mano en la tierra. Estaba fría, pero al mismo tiempo el contacto granuloso le confería sensaciones sumamente placenteras. No hacía ni dos días que le habían asignado allí, suponía que porque era joven y podía ayudar a cargar los pesados sacos de fertilizantes y todos los otros enseres, pero aunque al principio había recibido la tarea con cierta reticencia resultó que el huerto estaba siendo todo un descubrimiento. Había pasado demasiado tiempo revoloteando por los mundos virtuales que Internet le ofrecía, y trabajar con las manos en cosas tangibles era todo un cambio.

– La rotación elimina también muchos de esos insectos perjudiciales. La mayoría de ellos tienen un ciclo vital de un año, así que si cambiamos el cultivo antes de que transcurra ese tiempo, nos ahorraremos muchos problemas -comentó con una sonrisa.

Alberto asintió, fascinado.

– ¿Cómo sabes tanto? -quiso saber.

Isabel, sin dejar de sonreír, se acercó a una pequeña mochila negra donde siempre llevaba algunas cosas personales, entre ellas un botellín de agua y un objeto pequeño que levantó para que Alberto pudiera verlo.

– ¡Ah! -dijo Alberto riendo.

Era un libro. En sus castigadas tapas manchadas se leía: CUIDADOS DEL HUERTO.

– ¿Ves? Estas cosas primitivas que todos quisisteis sustituir por libros electrónicos y páginas web persisten.

Alberto rió de buena gana.

A sus espaldas, un grave carraspeo los sobresaltó. Era Moses, vestido con un mono de trabajo. Cuando no andaba trasteando como jefe de seguridad ayudaba con las pequeñas reparaciones del complejo, un banco de madera que cedía bajo el peso de alguien, un generador que de repente soltaba un exabrupto en forma de nube de humo negro y se negaba a arrancar de nuevo, alguna tubería que empezaba a gotear. Era bueno con todas esas cosas.

– ¿Qué os traéis entre manos? -preguntó afable.

Isabel se acercó para rodearlo por la cintura con ambas manos. A su lado, ella parecía delicada.

– Hola, cielo -dijo sonriente, imprimiéndole un sonoro beso en sus labios delgados.

– Me preguntaba si tendrías tiempo para dar un pequeño paseo -comentó Moses mirándole a los ojos. Cuando se asomaba en ellos, la lúgubre presión que atenazaba su alma se desprendía como la brea mojada con gasolina blanca. En su mirada limpia no había rastro de muertos vivientes, la Pandemia Zombi era algo que ocurría en sitios remotos y los fuegos fatuos del terror que habían vivido en el pasado titilaban al borde de la extinción, les ocurría lo mismo a los dos. Cada uno había tenido sus pérdidas y habían vivido sus pequeños dramas personales desde que aquella situación empezó, pero el amor que habían descubierto el uno en el otro había sido como un bálsamo para ambos.

– ¡Vale! -dijo Alberto frotándose las manos para sacudirse la tierra que las impregnaba- yo seguiré por aquí un rato todavía.

Moses le guiñó un ojo, y todavía sonriendo cogió a Isabel de la mano y se alejaron despacio.

– ¿Cómo estás hoy? -preguntó Isabel.

– Bien. Muy bien -dijo el marroquí, inspirando profundamente el aire frío de la mañana. -¡Ah! Te he traído esto -comentó sacando una barra de muesli con frutas del bolsillo del peto.

– Hmmm… ¡gracias, guapísimo! -exclamó Isabel golosa, cogiendo la barra con rapidez. Rasgó la cobertura y le dio un pequeño bocado.

¡Hmmpf! Como siga atiborrándome con estas cosas voy a ponerme como una vaca.

– Lo dudo -contestó Moses mientras echaba una mirada de soslayo a sus formas femeninas no sin cierta picardía. Isabel llevaba esa mañana una sencilla camiseta de licra sin mangas y un pantalón beige, y su vientre plano realzaba su busto. Divertida, le respondió dándole un pequeño empellón con la cadera.

– Y dime ¿Aranda se ha ido ya? -preguntó con la boca llena de muesli.

– Sí. Esta mañana, muy temprano.

Isabel asintió brevemente. Por encima de ellos, tres gaviotas silenciosas planeaban perezosamente mecidas por un viento invisible mientras, en la distancia, dos depredadores vigilaban toda la escena con prismáticos.

– Pero tú no apruebas eso -dijo ella entonces.

Moses suspiró.

– No lo sé, desde luego es arriesgado. Aunque no las he visto, supongo que ahí fuera hay bandas de gente organizada. Gente que se ha hecho fuerte y han pateado más culos y meado más alcohol que ninguno de nosotros juntos.

Isabel tosió, súbitamente atragantada por un inesperado trozo de su barra de frutas con cereales.

– Lo siento. Es como el mundo de Mad Max. ¿Has visto esa película?

– Me suena.

– Ya, es antigua. Bueno, es igual. Es la vieja Ley del Más Fuerte. Tiene que haber gente así, lo dice el sentido común. Y allí va nuestro Juan con su pelo al viento y un par de pistolas en el bolsillo… ah, y a caballo de una moto que hace más ruido que una convención de ancianos en un concurso de comer fabada.

Isabel soltó una sonora carcajada.

– ¡Mo! -protestó, con un carrillo inflado.

– Lo siento otra vez -contestó con una expresión astuta en el rostro- pero, en serio, me preocupa.

Caminaban ahora por un ancho sendero de tierra que recorría el perímetro este de la ciudad deportiva, con árboles a su izquierda. Les encantaba pasear por allí porque era como volver a la normalidad, a los antiguos días en los que los enamorados paseaban cogidos de la mano y podían entregarse a sus atenciones y carantoñas sin sentir el influjo de la muerte. Allí, ni los muertos eran visibles ni les llegaban sus alaridos inhumanos, lo que para ellos que habían sobrevivido en angustiosos pisos pequeños en el centro de Málaga antes de encontrar Carranque, representaba un remanso de paz.

– Pero será excitante de veras -dijo Isabel, soñadora.

– ¿A qué te refieres?

– A eso, a la inmunidad. Cuando los muertos nos ignoren a todos y podamos reconquistar Málaga poco a poco, devolviendo esas cosas a sus tumbas.

– Ya -contestó Moses, ceñudo.

– ¿Ya, qué te preocupa?

Moses suspiró largamente.

– Ya lo sabes, lo dijo el doctor. Hay que esperar a ver cómo le afecta a Juan la vacuna. Ésa es otra razón por la que me inquieta que se haya ido.

Isabel adelantó un par de pasos y se encaró con él apretándose contra su pecho. Tuvo que ponerse de puntillas para pasar sus brazos alrededor de su cuello.

– ¡Mente positiva, gruñón! -dijo de pronto-, ¡ya verás cómo dentro de poco estamos tomando el Sol en la playa!

Moses sonrió brevemente, y centró su mirada en el envoltorio de la barra de cereales, ahora vacía, que quedaba cerca de su rostro. Isabel se percató de ello.

– ¡Oh!, ¿querías un poco? -dijo con cierta sorna- un diminuto grano de muesli adornaba la comisura de sus labios curvados por una sonrisa maliciosa. Y Moses la besó, devorando no solo el cereal pringoso de fruta confitada sino todo su amor.

* * *

Un buen rato más tarde, la pareja había avanzado apenas unos metros. No iban mucho más al sur, pues allí permanecía encerrado el padre Isidro y a Isabel no le gustaba andar cerca. Una vez tuvo quehaceres por los alrededores y el sacerdote se asomó bruscamente al pequeño ventanuco con barrotes mirándola fijamente con sus grandes ojos blancos. Su corazón casi se detiene. Su expresión era animal, y sus manos huesudas palidecían por la presión con la que asían los barrotes que le encerraban. Isabel se quedó paralizada, y aunque más tarde se maldijo por ello no puedo mover sus piernas ni un ápice. Eran sus pupilas. En ella vio a sus viejos amigos Mary, Roberto, Josué el Cojo… todos muertos por obra de aquél asesino despiadado que creía tener las Tablas de la Ley en una mano y el mismísimo poder de Dios en la otra. Pero cuando creía que iba a desfallecer, el padre Isidro se retiró lentamente a las tinieblas de su celda sin dejar de mirarle a los ojos, y allí dentro, muy suavemente, empezó a cantar una vieja canción que ya escuchó antes, no hacía tanto tiempo.

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