Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Kinea adivinó el hilo de sus pensamientos.

– Ese hijo de puta nos venció en la calle y ahora me está venciendo por dentro, ¿eh? -dijo. Su rostro reflejaba ahora cierta angustia.

Aranda no supo qué contestar a eso.

– Joder si lo noto. El corazón me va a estallar en el pecho. Se nos acaba el tiempo, así que escucha esto, Miranda. ¿Sabes cuál fue nuestra misión antes de venir aquí a levantar el bloqueo? Escoltamos a un civil, un finlandés, o quizá era noruego, un tipo llamado Jukkar. Me acuerdo bien porque… vaya nombre, ¿no? No sé si era biólogo, médico o científico, pero teníamos que recogerlo en el aeropuerto y llevarlo a San Julián, la base aérea que te comentaba antes. La orden venía con un sello de Orden Preferente. No había estado nunca antes, pero tenían allí una dotación de unos cien hombres y habían armado un follón de mil pares de cojones con seguridad extrema y descargando camiones. Para qué, no lo sé. No sé una mierda. Pero de algún modo, con toda la nueva situación, habían establecido allí un puesto de mando acojonante. Pues bien, no sé qué papel desempeñaba ese guiri en toda esa operación, por entonces las cosas no andaban mal del todo, pero cuando llegaron todos esos informes sobre el Necrosum esto y el Necrosum aquello, el nombre de Jukkar apareció una o dos veces. Vaya si me acuerdo porque, coño, vaya nombre -añadió repitiéndose a sí mismo.

– Hostia -soltó Aranda, sorprendido.

– Sí. Quién sabe, coño. La providencia puede haberte traído hasta aquí y puede que incluso hiciera que me comportara como un gilipollas para que uno de esos cabrones pudiera morderme y así contarte todo esto. Y puede que ahora te presentes allí, te metas en la puta Cámara Mágica de Jukkar, y acabemos con todo este asunto de una vez por todas. ¿Cómo te suena eso?

– Diría que eso molaría bastante.

Pero entonces, Kinea apretó los ojos y se llevó una mano al pecho. Enseñaba los dientes, apretados en un rictus de dolor. De repente, toda su frente estaba otra vez bañada en sudor.

– ¡Ernesto! -dijo Aranda, alarmado.

Pero tras unos instantes que parecieron eternos, el dolor intenso y mordaz acabó remitiendo. Kinea empezó a hiperventilar, su pecho subía y bajaba como un fuelle endemoniado. Súbitamente, extendió la mano y apresó la muñeca de Aranda.

– Escúchame, no quiero ser una de esas cosas.

Aranda escuchaba, expectante.

Oh no por favor, no podré…

– Cuando muera… por favor… pégame un tiro.

Ya lo había intuido, pero aún así la impresión fue inmensa, como si le hubieran golpeado en la parte baja del estómago. Acababa de disparar contra unos zombis por primera vez, y a decir verdad, no le había resultado nada difícil. No había habido tiempo para pensar, solo actuar. Pero aquel soldado mentalmente inestable que había vivido su particular infierno estaba mirándole a los ojos, hablando con él. Estaba vivo y estaba pidiéndole que apuntara a su cabeza y disparase.

– Yo… -dijo con un hilo de voz.

– Lo harás. Me lo debes -dijo apretando los dientes.

¿Se lo debía? Probablemente así era. Si él no hubiera tenido la morbosa curiosidad de entrar en la tienda quizá el soldado Kinea hubiera pasado otra mañana enredando en lo que quiera que hubiera estado haciendo aquellos meses. Si hubiera seguido el maldito plan y hubiera continuado recto hacia los estudios de Canal Sur… si hubiera…

– Aquí viene otra vez -dijo el soldado, poniendo los ojos en blanco.

Oh no por favor no yo no por favor…

Esta vez el dolor tuvo que ser atroz. Kinea se dejó resbalar sobre sus nalgas y quedó parcialmente tendido en el suelo con la cabeza reclinada sobre la pata de la mesa. Se sacudía como aquejado de terribles espasmos, su boca soltó un espumarajo de saliva que brotó de su comisura como la erupción de un volcán. Por fin, soltó un único alarido espeluznante y ya no se movió más. Su cabeza había caído hacia un lado como un juguete roto.

Juan se llevó ambas manos a la boca conteniendo quizá un grito. Lo miró durante unos breves instantes rogando a Dios para que volviera en sí, para que no estuviera muerto. Pero Kinea se mantuvo inmóvil, con las manos crispadas y los dedos agarrotados plegados sobre sí mismos. El color de su piel (ahora se fijaba) era apergaminado, antiguo.

Instintivamente, se puso en pie y se apartó de él retrocediendo unos pasos. Se decía a sí mismo que tenía que hacerlo, que lo había prometido y que era mejor hacerlo cuanto antes, pero una suerte de miedo ancestral se había apoderado de su cuerpo y se veía incapaz de mover un solo músculo.

En el interior del cuerpo de Kinea, a un nivel molecular, Necrosum tomaba rápidamente el control, accionando todas las palancas, apagando y encendiendo luces según fuese necesario, abriendo las válvulas de la vida más allá de la muerte. Pequeñas chispas de estímulos básicos empezaban a recorrer su cerebro estimulando zonas que la neurociencia todavía no ha descubierto con totalidad para qué sirven. Y Aranda, sobrecogido, vio cómo el ojo derecho del soldado se sacudía con un pequeño espasmo.

Por favor por favor por favor por favor por favor…

Después, el mismo lado de la cara se contrajo apenas un segundo, pero suficiente para revelar los dientes bajo los carrillos.

Entonces Aranda sacó la pistola y disparó contra él. La bala penetró limpiamente en plena frente y le arrancó un último estertor que sacudió todo su cuerpo. Permaneció todavía unos segundos con la mano levantada, la pistola en la mano, y un ligerísimo hilo de humo transparente como un espíritu saliendo del cañón del arma.

Y Aranda rompió a llorar, por primera vez en meses su cuerpo se liberaba de todo el horror acumulado. Y lloró por Kinea. Lloró por su madre. Lloró por su padre. Y lloró por la humanidad.

14. Amor y sirenas

El huerto, que había estado madurando desde el otoño con la inigualable paciencia de la Madre Tierra, mostraba al fin sus frutos. Casi todo eran berzas, coliflores, repollos, acelgas y espinacas; saludables verduras frescas que la comunidad de Carranque sin excepción apreciaba de buen grado. Hacían sopas, guisos calientes, y las cocinaban al vapor mezcladas con pasta o arroz. Sabían genuinamente bien, muy lejos del sabor triste de toda aquella comida enlatada que habían estado padeciendo desde que comenzó aquella situación. Todo había sido plantado según las indicaciones de Pablo, el antiguo encargado del huerto, un hombre afable que había vivido para sus plantas. Pero Pablo murió en aquella mañana fatídica en la que el Padre Isidro irrumpió en Carranque, y había sido devuelto a la tierra que tanto amó en vida. Era Isabel quien se ocupaba ahora de que todo estuviese en orden.

– Y mira… -le decía ahora al joven Alberto -si todo va bien, en Febrero añadiremos brécoles, berenjenas, remolachas y puede que hasta coles de Bruselas, aunque indagaremos primero para ver cuántos quieren comer en realidad semejante cosa -dijo satisfecha.

– ¡Vaya! -exclamó Alberto, mirándose las manos manchadas de tierra. Aunque tenía apenas veinte años había pasado los últimos cinco pegado a la pantalla de un ordenador codificando su vida con caracteres y códigos que conformaban secuencias y programas que luego vendía a empresas interesadas en sus productos. Le había ido bastante bien, y cinco días antes de que el mundo se fuera a la mierda había entregado seis mil euros a cuenta de un piso en la calle Barcenillas. Era un cuarto sin ascensor y un cuchitril por añadidura, pero iba a ser suyo, y cuando el agente de la inmobiliaria le había enseñado la casa, la luz que entraba por el ventanal del dormitorio se le había antojado como la mejor del mundo.

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