Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– ¡Hijos de PUTA! -bramaba el soldado enseñando los dientes.

Juan no perdió el tiempo. Se acercó a la contienda, puso el cañón de la pistola sobre la sien del espectro que tenía cogido al soldado y disparó. La cabeza se sacudió como golpeada por un ariete invisible y un caño de sangre salió despedido por el extremo opuesto, bañando a otro de los atacantes. Era la primera vez que disparaba en toda su vida, y aunque no fue consciente en absoluto, el retroceso de la pistola le atenazó la muñeca. El soldado lo soltó levantando ambas manos, su rostro trocado en una máscara de horror.

Pero el plan, si alguna vez hubo alguno, no funcionó como Aranda había esperado. El muerto cayó al suelo con una rapidez inesperada, doblándose sobre sí mismo como un viejo juguete articulado que ha dado de sí, y los otros tres atacantes encontraron por fin el paso que buscaban, cayeron sobre el soldado que se vino abajo doblándose por sus rodillas hacia atrás, antes de que Aranda pudiera disparar de nuevo.

– ¡NOOO, CABRONES, NOO!

Aranda cogió al espectro más cercano por la cabeza e intentó partirle el cuello girándosela más allá de lo que cualquier ser humano habría podido soportar. Resultó que no era tan fácil como le habían hecho creer en las películas, y además, el sonido del hueso descoyuntándose y la vibración de la rotura le produjo una repulsión sin límites. Aún peor, ya con el hueso roto y la cabeza colgando fláccida a un lado, el cadáver seguía manoteando en el aire intentando apresar al soldado.

Aranda volvió a disparar, dos y por fin tres veces hasta que los espectros quedaron silenciosos y quebrantados, apilados unos sobre otros.

– ¡Dios! -espetó el soldado mientras daba coléricas patadas para quitarse los cadáveres de encima. Su uniforme estaba cubierto de sangre.

Pero un nuevo gruñido a su espalda le llamó la atención, un nuevo zombi avanzaba hacia ellos desde la entrada corriendo a duras penas con una sincronización penosa, los brazos aleteaban en direcciones imprevistas y sus piernas parecían tener la flexibilidad de un tronco de madera. Juan no quería seguir usando la pistola, sabía que con cada disparo corría el riesgo de atraer a un número cada vez mayor de muertos vivientes, pero con esos pocos segundos que disponía no se le ocurría otra forma de hacer frente a la amenaza. Disparó, con bastante buena puntería, y una vez el zombi hubo caído al suelo permaneció unos segundos más apuntando en dirección a la puerta, con las piernas abiertas para garantizarse mayor estabilidad. Había guardado una de las pistolas en el pantalón y utilizaba las dos manos para apuntar, porque éstas se sacudían con un notable temblequeo.

Pasaron unos interminables segundos. A no mucha distancia, varios zombis lanzaban al aire sus gruñidos de excitación salvaje pero ninguno más entró en la tienda. Después de un rato, Juan abandonó su postura y se volvió despacio.

El soldado seguía allí, con la boca tapada por una de sus manos. Se sabía que se había pasado ésta por la cara porque ahora tenía una marca roja como las pinturas de guerra de un indio americano. Sus ojos grises no dejaban de mirar la pequeña pila de cadáveres.

– ¿Está usted bien? -preguntó Aranda. En esos momentos no sabía aún a qué atenerse, hubiera esperado cualquier reacción de su interlocutor. Se sentía ahora más seguro, no obstante, porque él esgrimía dos pistolas y el soldado, ninguna. No tenía ni idea de adonde había ido a parar la suya.

Al cabo de unos instantes, el soldado asintió con la cabeza.

– Perdí la cabeza, amigo -dijo de pronto.

– Eso creo -contestó Aranda dubitativo. Lo último que quería era verlo otra vez en aquél estado, así que su cerebro funcionaba a máxima potencia, buscando las palabras adecuadas.

– Gracias -añadió lentamente, y le alargó una mano. -Me llamo Ernesto Kinea, pero todos me llaman Kinea.

Juan le estrechó la mano, estaba ensangrentada y la sensación fue la de apretar un pez frío y viscoso. Eso, unido al hecho de que afuera los muertos se entregaban a sus escalofriantes alaridos conferían a la escena cierto tinte de irrealidad. Los oídos le zumbaban como viejas máquinas tras un esfuerzo importante, ahora que los niveles de adrenalina volvían poco a poco a sus niveles normales.

– Encantado, soy Juan Aranda.

– De acuerdo, Juan. Yo…

Se interrumpió, moviendo el brazo izquierdo como si lo tuviera entumecido y necesitase volver a reactivar la circulación. De pronto, hizo una mueca e introdujo la otra mano por debajo de la chaqueta del uniforme para palparse el hombro, y casi al instante, su cara se descompuso literalmente. Su rostro adquirió de pronto el color de la cera vieja, y su mandíbula se relajó tanto que de pronto pareció tener mil años.

– Dios… -susurró, con la voz rota por el terror.

– Qué.

– Oh Dios…

Se quitó la chaqueta del uniforme despacio, quedándose en mangas de camisa. En el hombro izquierdo apareció una mancha oscura. Un hilo diminuto de sangre roja brotaba por debajo y discurría por el brazo hacia el codo. Se remangó, y Juan observó aterrorizado una herida abierta, profunda y terrible.

– Me han mordido -dijo entonces.

* * *

Se había levantado un poco de viento, y la lona de la tienda producía ahora un sonido irregular que a Aranda le trajo recuerdos de los para-vientos que solían poner en la playa. En aquel tiempo, ese sonido solía arroparlo a medida que se dejaba embaucar por la dulce somnolencia de los días amables que precedían al verano, pero ahora, en la lúgubre quietud de la tienda-campamento militar, el sonido le recordaba al que podrían producir las negras velas de un barco fantasma. A su lado, sentado en el suelo y apoyado contra la pata de una de las mesas, el soldado Kinea miraba con ojos acuosos el suelo.

– Se acabó -decía con la voz apagada. -Era el último, y se acabó. Fin del bloqueo -sonrió, cargado de amargura.

– Vamos, no tiene porqué ser así -dijo Aranda.

– Ya lo he visto antes -dijo Kinea- sé como va esto.

Aranda tragó saliva. También él sabía cómo iba eso.

– ¿Qué hacíais aquí? -preguntó Aranda, intentando distraer los pensamientos de aquél pobre diablo.

– ¿Aquí? -preguntó despacio. Sus ojos se quedaron como ausentes, como si en su cabeza hiciera un pequeño viaje mental- pues nos ordenaron bloquear la avenida, en los dos sentidos. Fue el 18-Z, como lo llamábamos en clave.

– ¿Por qué?

– Porque por entonces todo se iba ya a tomar por el culo, y recibimos órdenes de contener a la población civil. A cualquier coste. Duras órdenes, puedes creerlo. Pero las cumplimos. Llegaban en coches, familias enteras con sus maletas, sus muebles. Huían de la ciudad donde las cosas se habían puesto realmente mal. Y llegaban aquí, no sé por qué carajo ni a dónde coño creían que llegarían, porque hacia el otro lado las cosas estaban igual de mal. Y los deteníamos. Con palabras al principio, pero luego empezaron a ser muchos y comenzaron a ponerse violentos. Había un tipo que era de Estepona, Pincho, lo llamábamos, decía que lo que estaba pasando lo había visto en las películas de terror, ¿sabes? lo dijo desde que empezaron a hablar de esas cosas en la tele mucho antes de que nos movilizaran. Pero vaya si alguien le creyó.

Hizo una mueca de dolor y movió el brazo sano hacia la herida, pero detuvo su mano temblorosa a pocos centímetros, un cráter horrible encharcado en sangre.

– Escucha -dijo Juan- en el lugar de donde vengo tenemos un médico, puede echarte un vistazo y quizá…

– Déjate de gilipolleces -soltó Kinea. -No hay nada que hacer, yo lo sé y tú lo sabes. Cuando te muerden estás frito. Pero como te iba contando, este tipo, Pincho, estaba en primera fila. Fue el primero en caer. Ridículo, teníamos armas, todo el maldito equipo completo, granadas, gases anti disturbios y un montón de gente. Y uno de esos vehículos oruga con una ametralladora montada. Y, ¿sabes quién lo mató? Fue alguien, algún civil desde la barrera le acertó entre ceja y ceja con una piedra de mierda. Tenías que haberlo visto, se quedó ahí plantado con los ojos en blanco tiritando, hasta que se desplomó. ¿Puedes creer esa majadería? Pues yo te lo digo porque lo tenía prácticamente al lado. Su compañero intentó reanimarle, pero hizo una señal inequívoca de que había muerto. Frito. Entonces el sargento ordenó una ráfaga de advertencia, pero estábamos muy nerviosos y alguien apuntó más abajo de lo debido. No sé, cayó mucha gente, fue muy rápido. Entre los gritos y la estampida el sargento gritaba que detuviéramos el fuego. ¡Coño! cómo gritaba, pero ¿crees que alguien hizo caso? -rió con una media sonrisa en la cara contrahecha.

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