Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Aranda dio un respingo al escuchar la voz detrás de él, grave, colérica y llena de inflexiones marcadas por una suerte de rabia contenida. Había estado tan ensimismado con el montón de informes, documentos y memorandos de órdenes que había perdido la noción del tiempo y del lugar en el que se encontraba.

Lentamente dejó caer el papel que estaba examinando y levantó ambas manos. Estaba sentado en el suelo con las piernas recogidas, como en una posición de yoga.

– Por favor, yo… -empezó a decir.

– ¡Silencio! -chilló la voz, interrumpiéndole.

– Vale… muy bien… vale…

Aún con la súbita sensación de miedo que le atenazaba el estómago le sobrevino un fugaz recuerdo de cuando emergió por las alcantarillas en Carranque por primera vez, hacía ya más tiempo del que creía, y Dozer le encañonó con su rifle.

Pero algo le decía que ahora no iba a salir tan bien parado.

– Gírese despacio.

Aranda lo hizo, y se encontró con un hombre de cierta edad, vestido con un sucio uniforme del Ejército de Tierra. En su rostro brillaban unos pequeños ojos grises encendidos abiertos como platos, su cara estaba surcada por pequeños restos de heridas cicatrizadas que asomaban como latigazos a través de su barba cenicienta y descuidada. En la mano llevaba una pistola con la que le apuntaba.

El hombre pareció estudiarle por unos momentos.

– ¿Quién es usted? -le increpó.

– Solo… solo soy un superviviente, señor.

– ¿Cómo ha llegado hasta aquí? -preguntó el soldado.

– He venido en una moto.

El soldado soltó un bufido.

– Ha venido en moto… -dijo, y entonces sus ojos comenzaron a danzar entre él y la puerta de la tienda, como si temiera que alguien más pudiera entrar en cualquier momento.

– ¿Quién más ha venido con usted?

– No hay nadie más.

Pero el soldado se llevó un dedo a la boca, indicándole que guardara silencio.

Ssssshh…

Sin dejar de apuntarle, reculó hasta la entrada, con los ojos despavoridos. Aranda observó que su frente estaba perlada con una miríada de micro gotas de sudor. Una vez allí retiró la cortina apenas unos centímetros, lo suficiente para echar un breve vistazo al exterior. Luego, volvió a su posición original.

– Una… moto… -dijo lentamente mientras sonreía con cierta amargura -¿una… moto? -la pistola temblaba en su mano- he visto como esas cosas volcaban camiones cargados con hombres, ¿y usted… usted dice que ha venido en una moto?

– Sí, es…

Pero otra vez se llevó el dedo a la boca.

Ssssshh…

Jesús, que Dios se apiade… está como una puta cabra, pensaba Aranda. De pronto el soldado cambió su expresión fijándose en los papeles que Juan había apilado.

– ¿Qué hacía ahí? -preguntó, visiblemente exaltado.

Juan sentía cómo el miedo se convertía poco a poco en puro pánico, consciente de que su raptor había echado a la vieja dama Cordura de la antesala de su cerebro para permitir que los duendes de la Locura danzaran a sus anchas. No había nadie tras esos ojos grises, y en ese mundo de anarquía mental los dedos no preguntaban dos veces a los jefes de arriba, sino que accionaban los gatillos a poco que les pareciera bien.

Aprovechó para ponerse en pie con un rápido movimiento. Si tenía alguna oportunidad, no sería en la posición del loto que conseguiría esquivar a la proverbial bala.

– ¡QUÉ ESTABA USTED HACIENDO! -explotó el soldado. -¡Apártese! ¡Contra la pared!

– Oiga, ¡yo no he causado este destrozo!

Pero el soldado no le escuchó, se acercó a él con la velocidad de un rayo y le propinó un fuerte empujón, arrojándole contra la pared.

Solo que la pared era de lona, así que Aranda se detuvo por sus propios medios y permaneció junto a la tela. Cuando lo hubo hecho, cayó en la cuenta apesadumbrado de que mejor hubiera sido aprovechar el impulso para salir fuera, al exterior, donde los muertos vivientes campaban a sus anchas. A ver si hubieras podido seguirme allí, hijo de puta, a ver qué te hubiera parecido, pensaba el lado más cínico de su cabeza. Al menos ahora sabía que solo tenía que agacharse para escapar por debajo de la lona.

– ¡Cállese, CÁLLESE! -le gritó el soldado. Parecía totalmente fuera de sí.

Aranda no dijo más. Se limitó a mantenerse de pie, con las rodillas flojas y las manos levantadas. Sabía que, en esos momentos, una sola palabra más podría provocar que acabara mandándole a dar vueltas con los zombis. Sentía la boca impregnada de un extraño regusto metálico, como si hubiera pasado la mañana chupando pilas. De modo que a esto sabe el miedo, porque… Jesús, este tío está como una cabra. Como un rebaño de cabras.

– El sargento -decía ahora el soldado, pasándose una mano obsesivamente por la frente y dando pasos dubitativos en una y otra dirección. -No, el sargento no, el Pincho, sí, él sabe, lo dijo desde el primer puto día, el Pincho. Como las películas, el cabrón, ja ja -reía en un tono de voz neutro y frío, como todo su discurso- y la gente… ¡esa gente!

Cuando el soldado envuelto en las brumas de su propia locura bajó el arma en un momento de sus idas y venidas, Aranda decidió actuar. Giró sobre sí mismo y se acuclilló tan rápidamente como pudo, y desde ahí se lanzó hacia delante pasando por debajo de la lona de tela. La voltereta le salió bien y se encontró a sí mismo en la calle mirando directamente al Sol, tendido en el suelo sobre su costado. Un alarido estalló desde el interior de la tienda.

– ¡NO!

Sonaron entonces varios disparos atronadores que hicieron cimbrear la lona verde. Aquel loco estaba disparando en la dirección en la que Aranda había estado unos pocos segundos antes, pero apuntaba demasiado alto. Con el corazón palpitando con fuerza en su pecho, Aranda reptó lejos de la tienda utilizando los codos y las piernas para darse impulso. Presa del pánico, todo lo que ahora veía era una cortina de color blanco.

La reacción de los espectros fue inmediata. Se sacudieron como si alguien los hubiera atizado con una vara verde, tensando los músculos de los brazos y el cuello. Uno de ellos abrió la boca instintivamente y dejó escapar un coágulo infecto que tenía la apariencia negra y viscosa del alquitrán. El cuarto disparo los impulsó en la dirección correcta, empezaron a correr hacia la tienda y atravesaron la lona de tela abriéndose camino con los brazos.

Juan se dio la vuelta sobrecogido. Sonaron un par de disparos más que, mezclados con los gritos del soldado consiguieron que diera un respingo. Su mente, que quería escapar de ese horror inesperado, se evadió hacia atrás en el tiempo, hacia atrás… hacia atrás. Por un brevísimo instante revivió los primeros días de la infección, cuando todo empezó a propagarse. Por entonces no disponía de armas contra los muertos, así que se enfrentó a escenas como la que estaba a punto de desarrollarse muchas más veces de las que se hubiera creído capaz de soportar. Se enfrentó a la pérdida de su familia, de sus vecinos, y eventualmente, de todo el Rincón de la Victoria, su pueblo natal. Pero ahora, mientras se incorporaba torpemente y luchaba por despejar el miedo que se le había metido en el cuerpo, se determinó a que eso no volviera a pasar, no por mucho que aquel pobre diablo hubiera intentado meterle cuatro balas en el cuerpo.

Ya completamente resuelto Aranda volvió a entrar en la tienda mientras sacaba las pistolas del bolsillo. Seis balas en cada una, doce balas en total , se decía mentalmente. El espectáculo con el que se enfrentó no fue inesperado, el soldado forcejeaba con uno de los zombis, los brazos de uno trabados con los del otro mientras otros tres caminantes buscaban la forma de llegar hasta su presa. El soldado empujaba y tiraba hábilmente de su enemigo, un monstruo delgado y decrépito que era fácil de zarandear, para impedir que se acercaran.

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