Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– ¡Álvaro!

– ¿Qué, joder?

– Álvaro, los barriles.

Miraba con fascinación los barriles de la terraza. Eran oscuros, altos y grandes. Solían usarse en tiempos, para que las familias y los amigos se sentaran alrededor en altos taburetes, a modo de mesas, lo que le daba al restaurante un entrañable aire a bodeguilla. Ahora sólo algunos seguían en pie, la mayoría estaban tirados por el suelo y unos pocos hechos trizas, como si alguien hubiera hecho pasar un vehículo por encima.

Pero Antonio miraba a uno, que tirado a pocos metros, mostraba la parte de abajo. No tenía tapa y mostraba el interior, totalmente hueco.

Pero Álvaro seguía sin comprender.

– Haremos como Bilbo Bolsón en El Hobbit, Álvaro, ¿te acuerdas? ¡Nos meteremos en un barril y avanzaremos despacio dentro de él! ¡No nos verán!

Álvaro sintió que la cabeza le empezaba a dar vueltas. La puta lipotimia, pensó al principio, pero no era eso, no era la misma sensación. Era la idea de su hermano. No estaba seguro de lo que pensaba sobre eso; podía funcionar pero también podía ser que no. ¿Qué sabían ellos de los zombis, al fin y al cabo, y si de alguna forma los olían, y si buscaban a sus presas por el olor como la mayoría de los depredadores, cuánto tardarían en tumbar el barril y exponerlos a la vista, cuánto tardarían los otros espectros en hincar sus manos-garra en sus cuellos y pechos?

A la mierda.

– Hagámoslo -dijo con voz temblorosa.

– Quédate aquí -contestó Antonio- voy yo primero, me meto dentro, pongo el barril en pie y esperamos a ver qué pasa. No vengas hasta que te haga una señal, ¿vale? Voy a moverme primero, a ver si el movimiento del barril les llama la atención.

– Por Dios, tiene que ser muy muy despacio… -dijo Álvaro, pasándose la lengua por el labio inferior.

– Claro.

Pero Antonio se preparaba ya para salir asomándose un poco más para mirar a ambos lados. El zombi más cercano estaba como a unos veinte metros pero les daba la espalda, arrastrando los pies como un octogenario privado de su andador. Entonces, inesperadamente, dio una corta carrera y se lanzó dentro del barril. Ponerlo derecho fue también más fácil de lo que Álvaro se había imaginado y en apenas un par de segundos, el barril se enderezó y su hermano desapareció debajo.

Silencio. Álvaro parecía aguantar la respiración.

Se asomó a su vez por el marco de la puerta para ver si había alguna reacción en los zombis. Nada. Ninguna.

Experimentó entonces una excitación sin precedentes. Vaya si estaba funcionando, ¿por qué no lo habían intentado antes? Podían haber buscado otro restaurante, o una tienda, o un kiosco con bollería. Se imaginó hincándole el diente a un dulce de chocolate con fresas y su estómago que yacía en su interior plegado pared con pared, pareció sacudirse brevemente.

Dentro del barril, Antonio escudriñaba el exterior por las pequeñas rendijas que había entre tabla y tabla con el corazón palpitante. Bendijo en silencio el diseño puramente ornamental de aquellas mesas, o de lo contrario habría tenido que moverse a ciegas. Esperaba pues, rezando para que toda su peripecia hasta meterse en el barril hubiese pasado desapercibida.

Contó mentalmente hasta veinte, y como quiera que todo seguía en silencio, probó a empujar el barril lentamente en una dirección.

Brmmmmm.

Paró inmediatamente, horrorizado. El barril había hecho un ruido enorme al arrastrarse por el asfalto. El pánico ascendió desde algún punto indeterminado, como trepa el fuego por un pinar seco y demasiado poblado. De repente sentía que el espacio que le quedaba ahí dentro era ridículo, demasiado angosto como para que pudiese siquiera respirar, pero a medida que pasaban los segundos y comprobaba que, una vez más, ningún zombi había sido atraído empezó a sosegarse. Su respiración volvía a su ritmo normal y su corazón apagó todas las pequeñas luces de Emergencia.

Poco a poco, empujando despacio, consiguió desplazarse medio metro. Era hora de llamar a su hermano.

Lo hizo asomando una mano por debajo, Álvaro la vio al vuelo y corrió hacia él. Entre los dos fue relativamente sencillo levantar el barril y meterse juntos.

– Para esto era que perdimos tanto peso -susurró Álvaro cuando se vio pegado a su hermano; el espacio era realmente reducido y la respiración de ambos resonaba como soplidos de elefante en un vagón de transporte. Antonio rió el comentario y las dentaduras perfectas de ambos, con forma de sonrisa, resaltaron en la penumbra del barril.

Así avanzaron, acuclillados y pegados como hermanos siameses, ganando centímetro a centímetro a los zombis, deslizándose entre ellos y dejándolos atrás. Cada minuto que pasaban empujando despacio intensificaba su emoción; ni el hambre, ni las picaduras de chinches y pulgas, ni el recuerdo omnipresente de las miserias pasadas podían empañar aquel logro. De vez en cuando se miraban sonriendo.

¡Sargento, atienda usted a esos hombres! se imaginaba Antonio. ¡Señor, sí señor!

Muy bien, hijo de perra sarnosa, y asegúrese de que le dan un buen plato de jamón, patatas, una ensalada y dos o tres solomillos.

¡Sus órdenes, mi capitán!

Una hora y media más tarde, con la espalda rota por la postura y el esfuerzo, llegaban a una especie de plaza o avenida diáfana. El cable del globo aerostático pendía de una especie de construcción central recubierta de sacos de ese color verde militar característico. Los dos hermanos movían sus cabezas a un lado y a otro intentando ver más. No había gente, pero sí una buena cantidad de cadáveres en el suelo, por todas partes. De hecho, veían muy complicado poder avanzar más.

De repente, un ruido en el aire.

Fwwwwwp.

Seguido de un golpe seco.

Los dos hermanos se miraron, sus caras eran la sombra de la duda.

Fwwwwwp. Thumb.

– ¿Qué cojones…? -susurró Álvaro.

Antonio miraba por la rendija. Estaba observando uno de los zombis más cercanos cuando de repente se sacudió como si le hubieran golpeado con una maza invisible; su cabeza estalló por un lado, completamente reventada…

Fwwwwwp.

… y luego cayó desmadejado al suelo.

Thumb.

– ¡Los están disparando! -susurró Antonio tras unir las últimas piezas del puzzle, con los ojos abiertos de par en par.

– ¿A quién? -preguntó Álvaro, sin comprender.

– A los zombis, con un silenciador, así no se enfurecen… ¡brillante!

Fwwwwwp. Thumb.

Aquél fue el último.

Antonio y Álvaro esperaron, sin saber muy bien qué hacer. Por fin, escucharon una voz a no mucha distancia.

– ¡El del barril!

Empezaron a levantar el barril, despacio primero, hasta que comprobaron que no había ningún muerto alrededor. Ningún muerto de pie al menos, ya que el suelo estaba sembrado de cadáveres. A unos veinte metros por delante antes del búnker de sacos, había un hombre de pie, vestido con un traje como el de uno de esos agentes especiales que tantas veces habían visto en las películas. Llevaba grandes gafas de cristal y un casco militar. Les apuntaba con un rifle.

– ¡Eh ,oiga! -dijo Antonio, terminando de retirar el barril. -¡Somos supervivientes, somos supervivientes!

– ¡Salgan de ahí! -dijo entonces.

Era curioso, pensaba Álvaro. Aquél hombre tenía un acento guiri, quizá los ingleses, o los americanos, habían llegado para ayudar a combatir a los zombis. Quizá…

Antonio se puso de pie, levantando las manos. Había esperado que salieran más soldados armados. Aunque quizá estaban escondidos. Claro, eso era, estaban ocultos, apuntándoles con sus armas por si la cosa se ponía fea.

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