En el muro más septentrional había una maltrecha puerta metálica que daba a la cocina. Era lo único que les separaba de los muertos vivientes, porque la cocina en sí misma comunicaba directamente con el bar, un salón bastante amplio, diáfano, sin recovecos. El salón era en ocasiones frecuentado por los zombis. De vez en cuando entraba uno, errático, y daba una vuelta empujando y derribando sillas y mesas a su paso. Sus pisadas hacían crujir la porcelana y los cristales rotos que cubrían todo el suelo, así que tanto Antonio como Álvaro sabían perfectamente cuándo tenían visita, por lo menos la mayoría de las veces. Después de un rato, el visitante parecía dar al azar de nuevo con el hueco de la puerta y terminaba por salir fuera. Las dos hojas fueron arrancadas en algún momento.
Antonio abrió la puerta con extrema prudencia, muy despacio. Si algo le había enseñado la experiencia en los últimos meses era que el ruido atraía a esas cosas como la luz a las polillas. No había monstruos a la vista, sin embargo, lo que agradeció enormemente.
– ¿Limpio? -quiso saber Álvaro desde su poltrona.
– Sí -contestó Antonio.
Álvaro se incorporó trabajosamente. No se lo había dicho a su hermano porque no quería preocuparle, pero últimamente tenía graves episodios de lipotimia, sobre todo si se levantaba con brusquedad. Necesitaba un poco de aire y se repondría. Un poco de aire le sentaría bien.
– Voy a mirar en la calle… -anunció Antonio.
Casi nunca llegaban tan lejos, había siempre demasiados zombis lo que desde luego era bastante malo. No contaban con armas, ni siquiera cuchillos o pinchos que pudieran esgrimir contra los espectros, y Antonio recordaba bastante bien cierta ocasión en la que uno de ellos los embistió como un poseso apenas se asomaron fuera. Corrieron como pudieron hacia la alacena con un único pensamiento, cerrar la puerta, y lo consiguieron a duras penas. Los dedos del espectro fueron cercenados por la hoja metálica con una facilidad pasmosa y cayeron al suelo como obesas larvas deformes; su propietario estuvo aporreando la puerta dos días enteros con sus noches, hasta que, de repente, cesó. Álvaro tapó los dedos cortados con un viejo trapo de cubrir jamones hasta que pudieron tirarlos de nuevo a la calle.
– Joder… -dijo Álvaro, sintiendo un hormigueo en el estómago. Dio un dubitativo paso atrás, temeroso. Con las energías que le quedaban en el cuerpo dudaba que pudiera ponerse a salvo en el tiempo requerido. Por lo menos esos hijos de puta no van a darse ningún banquete conmigo, pensó con una retorcida mueca en su rostro demacrado.
Álvaro siguió a Antonio con la mirada. Lo vio acercarse al marco de la puerta caminando despacio para no hacer crujir la porcelana tirada en el suelo. Al verlo de espaldas y desde cierta distancia se dio realmente cuenta de lo delgado que estaba… el sucísimo pantalón vaquero formaba una bolsa vacía en el trasero, y las perneras tremolaban como velas al viento. Demasiada tela, hombre, demasiada tela.
Por fin, Antonio acabó en el marco de la puerta. Notaba las axilas llenas de sudoración, frías y húmedas bajo el jersey raído en el que había vivido los últimos meses. Fuera, el aire se notaba más puro, limpio, saludable. Al fin y al cabo habían estado haciendo aguas (las menores y las mayores) en el recinto del restaurante, dejando que los líquidos se secasen y arrojando las defecaciones sólidas por la ventana cuando estaban secas. Por lo tanto, el olor a amoniaco hacía tiempo que había arruinado sus bulbos olfatorios.
Con exquisita cautela, Antonio giró la cabeza para mirar a ambos lados. Había algunos espectros repartidos por todas direcciones, unos más cerca, otros mucho más lejos. Y por encima de todos ellos, por encima incluso de los edificios y flotando en el cielo como una especie de dios sobrenatural de brillantes colores, algo nuevo, un globo aerostático en cuya superficie se podía leer:
ERCITO DE TIER
UNTO SEGU
Antonio ni siquiera se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que casi sufre un pequeño desmayo. Estaba mucho más débil de lo que había pensado; el corazón parecía querer explotar en su pecho. Ército de tier unto segu, se decía en silencio, mientras el gigantesco globo se mecía suavemente y daba vueltas sobre sí mismo, flotando atado a un cable que descendía hacia el suelo dos o tres calles más allá. Al girar sobre sí mismo, Antonio pudo leer el mensaje completo: Ejército de Tierra. Punto Seguro.
Se volvió para mirar a su hermano, sin ser apenas consciente de las lágrimas que luchaban por asomarse a sus ojos. Álvaro, comprendiendo que algo pasaba, se acercó hasta él dando pequeños bandazos a medida que se ayudaba de las paredes y las manos para mantenerse erguido.
– Pero qué pasa -decía en voz baja.
– Mira, mira eso.
Álvaro se asomó por el hueco de la puerta, mirando en la dirección que Antonio señalaba. Todavía le costó unos cuantos segundos comprender qué pasaba.
– Oh, tío -dijo.
– Sí.
– Oh tío.
– ¡Sí, sí! -decía Antonio, cada vez más entusiasmado.
De pronto, la sonrisa de Álvaro se congeló.
– Pero está ahí mismo. -dijo despacio.
– ¡Sí, está aquí cerca, podemos!
Se volvió y abrazó a su hermano con toda la fuerza de la que era capaz, que a decir verdad no era mucha. Todavía a través de los velos de la alegría se descubrió pensando cuán frágil se notaba el cuerpo de su hermano a través de sus brazos. Era un saco de huesos que amenazaban con crujir y romperse si intensificaba el abrazo.
– No. Me refiero… -interrumpió Álvaro, separándose- a que si están tan cerca, ¿cómo es que no hemos oído nada, ningún vehículo, ni disparos, ni voces, ni un megáfono?
Antonio le miró sin comprender. No quería escuchar nada raro respecto a eso. Quería solamente que funcionase. Quería que los rescatasen, quería que él y su hermano compartieran un estofado con una manta del Ejército de Tierra encima de los hombros, o un humeante plato de pasta con atún y tomate, o una buena ducha, por el amor de Dios. Y quería salir de allí y ser llevado en helicóptero a alguna ciudad secreta donde los muertos vivientes no podían traspasar los gigantescos muros de piedra con una reja electrificada, y en el confortable interior los humanos construían de nuevo un futuro.
– Yo… no sé, Álvaro, quizá no se escuchaba con la puerta cerrada, ¿eh? quizá nos hemos distraído, estamos bastante débiles, o mira, quizá… -dijo con un brillo de lágrimas en los ojos- quizá no han querido hacer ruido, como nosotros, ¿eh? son inteligentes, y han aprendido de la otra vez, del principio, y ahora no hacen ruido para no atraer todos los zombis de Marbella.
Álvaro le miró a los ojos y asintió despacio.
– ¿Cómo lo vamos a hacer? -preguntó Antonio entonces, evaluando la distancia entre ellos y el cable. Era difícil estimarlo, pero le parecía que el cable caía más o menos dos o tres calles más allá.
– ¿El qué?
– Pues… ¡ir hasta allí!
– Qué dices -dijo Álvaro.
– ¡Álvaro, míranos! -estalló Antonio. El labio inferior le temblaba, víctima de la excitación y la extrema debilidad -es el momento de arriesgar, es ahora o nunca, Álvaro, tenemos que llegar, si seguimos aquí podrían irse a otra parte, ¿y cuánto más crees que aguantaremos?
Álvaro bajó la mirada y echó un vistazo atrás, al salón inmundo. El rastro aún visible de la última meada discurría sinuoso por las rendijas de la celosía del suelo. Lo sabía, sabía que tenían que moverse, pero, Jesús, cómo le temblaban las rodillas.
Entonces, su hermano dejó caer la palma en su hombro.
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