Myron no creía que Win siguiera organizando aquellas fiestas, y aún menos con todas las enfermedades que corrían ahora, pero tampoco estaba seguro. Nunca hablaban de ese tema.
– Qué lugar más bonito -dijo Myron-. Tiene unas vistas pintorescas.
Esperanza asintió en silencio.
Pasaron por delante de un club nocturno. La música estaba lo bastante alta como para abrir grietas en la acera. Un quinceañero o quinceañera, Myron no supo distinguirlo, con el pelo verde y pinchos, chocó con él. Parecía la Estatua de la Libertad. A su alrededor había un montón de motocicletas, piercings en la nariz y en los pezones, tatuajes y cadenillas. Un coro constante de prostitutas diciéndole «hola, ricura» lo acribillaba desde todas direcciones y sus rostros se difuminaban formando una masa de desechos humanos. Aquel lugar era como una feria ambulante de monstruos.
En el cartel que había sobre la puerta rezaba: CLUB Q.T.D.N. El logotipo era una mano con el dedo corazón levantado. Qué sutil. En una pizarra se leía lo siguiente:
¡NOCHE HEAVY «MEDICAL»!
¡CONCIERTOS EN DIRECTO!
Con la participación de las bandas locales:
PAPANICOLAU y TERMÓMETRO RECTAL
Myron logró entrever el interior a través de la puerta abierta. La gente no bailaba, sino que saltaba arriba y abajo con las cabezas colgando como si tuvieran gomas de pollo en lugar de cuello y con los brazos pegados a los lados del cuerpo. Myron se fijó en un chaval, que debería de tener unos quince años, perdido entre la multitud y con la melena pegada a la piel por el sudor. Se preguntó si el grupo que estaba tocando sería Papanicolau o Termómetro Rectal. Daba igual. Sonaba como si alguien hubiera metido un cochinillo en una picadora.
La escena parecía sacada de una mezcla de las novelas de Dickens y Blade Runner.
– El estudio está en la puerta de al lado -dijo Esperanza.
El edificio era una casa o almacén pequeño de piedra rojiza hecha un desastre. Por las ventanas se asomaban prostitutas como si fueran restos de adornos navideños.
– ¿Es aquí? -preguntó Myron.
– En el tercer piso -contestó Esperanza, a quien aquel ambiente no parecía afectarle lo más mínimo.
Claro que ella se había criado en calles no mucho mejores que aquélla. Mantenía una expresión de calma total. Esperanza nunca mostraba su debilidad. A menudo se ponía hecha una furia, pero en todo el tiempo que llevaban trabajando juntos, Myron nunca la había visto llorar, aunque ella a él sí.
Myron se acercó a la entrada del edificio. Una prostituta con graves problemas de sobrepeso, encorsetada en un body que la hacía parecer un salchichón, se lamió los labios mientras lo miraba y se le puso delante.
– Eh, tú, ¿quieres una mamada? Cincuenta pavos.
Myron trató de no cerrar los ojos ante aquella visión.
– No -dijo en voz baja y bajando la mirada. Hubiera querido ofrecerle palabras sabias, palabras que pudieran transformarla, cambiar su situación, pero en lugar de eso se limitó a decir-: Lo siento -y pasó junto a ella a toda prisa.
La chica obesa se encogió de hombros y siguió su camino.
No había ascensor, pero no le sorprendió mucho. Las escaleras estaban llenas de gente tirada por el suelo, la mayoría inconsciente o tal vez muerta. Myron y Esperanza subieron por ellas con cuidado de no pisar a nadie. Una algarabía de música, desde Neil Diamond hasta lo que podía haber sido Papanicolau, salía del pasillo a todo volumen. También se oían más cosas. Botellas rotas, gritos, palabrotas, ruidos estrepitosos, el llanto de un niño… Parecía el hilo musical del infierno.
Al llegar a la tercera planta vieron una oficina rodeada de paredes de cristal. No había nadie dentro, pero las fotografías colgadas en la pared, por no hablar del látigo y las esposas, dejaban claro qué era lo que estaban buscando. Myron probó a abrir la puerta haciendo girar el pomo y éste cedió.
– Tú quédate aquí afuera -dijo Myron.
– De acuerdo -contestó Esperanza.
– ¿Hola? -dijo Myron entrando en la oficina.
No obtuvo respuesta, pero oyó música en la habitación de al lado. Sonaba como música calipso. Volvió a llamar y entró en el estudio.
Myron se quedó asombrado al ver lo bien montado que estaba todo. Allí reinaba la limpieza, estaba muy bien iluminado y había uno de esos paraguas blancos que siempre hay en los estudios fotográficos. También había media docena de cámaras colocadas en trípodes, y más allá varios focos de colores.
Lógicamente, el entorno del estudio no fue lo primero que le llamó la atención, sino la mujer desnuda que había sentada en una moto. Para ser exactos, no estaba del todo desnuda, porque llevaba un par de botas negras. Nada más. No era el semblante que pudiera lograr cualquier mujer, pero a ella parecía sentarle bien. La mujer todavía no le había visto porque estaba concentrada en la lectura de la revista que tenía en la mano, The National Sun. El titular rezaba: «Chico de dieciséis años se convierte en abuela». Mmm. Se acercó unos pasos más. Tenía los pechos grandes, muy a lo Russ Meyer, aunque Myron logró distinguir unas cicatrices bajo aquellas enormes prominencias. La silicona, el principal accesorio de belleza de los ochenta.
La mujer levantó la mirada y se sobresaltó.
– Hola -dijo Myron con una cálida sonrisa.
La mujer chilló con un tono muy agudo y penetrante.
– ¡Salga de aquí ahora mismo! -gritó cubriéndose los pechos.
Modestia. Algo tan raro de ver que le hizo gracia encontrarla en aquella mujer.
– Me llamo… -empezó a decir Myron.
Ella volvió a soltar un grito ensordecedor. Myron oyó un ruido detrás de él y se dio la vuelta de inmediato. Un chaval flacucho que iba desnudo de cintura para arriba se puso en pie sonriendo. Sacó una navaja automática y esbozó una sonrisa psicópata. Su constitución a lo Bruce Lee titilaba bajo la luz de los focos. Se medio agachó y le hizo señas a Myron para que se acercara. Al estilo de West Side Story. Sólo faltaba que el chaval chasqueara los dedos.
Se abrió otra puerta a través de la que salía una luz roja y por ella apareció una mujer. Tenía el pelo rizado y de color rojo, pero Myron no estaba seguro de si era su color verdadero o si le parecía rojo por la luz del cuarto oscuro.
– Has entrado en propiedad privada sin permiso -le dijo a Myron-. Hector tiene derecho a matarte aquí mismo.
– No sé dónde se sacó usted la carrera de derecho -le dijo Myron-, pero si Hector no va con cuidado, voy a tener que quitarle su juguetito y metérselo por donde le quepa.
Hector comenzó a reírse tontamente y a pasarse la navaja de una mano a otra.
– Guau -dijo Myron al ver aquella acrobacia.
La modelo desnuda se marchó corriendo al vestidor, señalado muy ingeniosamente con un cartel que indicaba: desvestidor. La mujer del cuarto oscuro entró en el estudio y cerró la puerta tras de sí. Efectivamente, el pelo era rojo, aunque más bien castaño rojizo oscuro. Tenía lo que podría llamarse un cutis de seda. De unos treinta y algo y, por extraño que pueda parecer, tenía un aspecto desenfadado. Era como la Katie Couric del mundo del porno.
– ¿Es usted la propietaria? -preguntó Myron.
– Hector es muy hábil con la navaja -repuso fríamente-. Es capaz de arrancarle el corazón a una persona y mostrárselo mientras muere.
– Eso debe animar cualquier fiesta.
Hector se le acercó un poco más. Myron no se movió ni un centímetro.
– Yo podría demostrarle mi habilidad en artes marciales -empezó a decir Myron. Acto seguido desenfundó la pistola y la apuntó al pecho de Hector-, pero me acabo de duchar.
Hector puso unos ojos como platos.
– A ver si aprendes la lección, navajero -prosiguió Myron-. La mitad de la gente que vive en este edificio probablemente lleve pistola y en cambio tú vas por ahí con ese juguete. Un día de éstos alguien menos bondadoso que yo te va a liquidar.
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