Harlan Coben - Motivo de ruptura

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El agente deportivo Myron Bolitar está a punto de llegar a lo más alto. Lo mismo pude decirse de Christian Steele, un quarterback recién llegado a la liga profesional y su cliente más importante. Sin embargo, la llamada de una ex novia de Chistian, una chica a quien todo el mundo cree muerta, incluso la policía, pone en peligro la firma de un contrato. Myron, de pronto, se ve envuelto en una intriga relacionada con sexo y chantajes, y mientras trata de descubrir la verdad sobre una tragedia familiar, una mujer y las mentiras de un hombre se enfrenta al lado oscuro de su profesión.

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Esperanza asintió en silencio. Myron y ella bajaron hasta la primera planta sin decirse nada y al salir del edificio y toparse con el aire caliente de la noche, ella se disculpó:

– No era mi intención escandalizarte.

– No es asunto mío -dijo él-. Me he quedado un poco sorprendido, nada más.

– Lucy es lesbiana. Y yo me limité a experimentar un poco. De eso hace mucho tiempo.

– No tienes por qué darme explicaciones -contestó Myron, aunque se alegró de que ío hubiera hecho.

Myron siempre se lo había contado todo a Esperanza y no le gustaba que ella tuviera secretos para él.

Antes de subir al coche, Myron sintió que alguien le apretaba las costillas con la boca de una pistola.

– No te muevas ni un pelo, Myron -dijo una voz detrás de él.

Era el hombre del sombrero de ala curva que había conocido en el garaje. El tipo metió la mano en la chaqueta de Myron y le sacó el revólver del 38. Otro individuo, que llevaba un mostacho del calibre de Gene Shalit, el famoso crítico de la NBC, agarró a Esperanza y le puso la pistola en la sien.

– Si Myron se mueve -le dijo el tipo del sombrero al otro-, vuélale los sesos a esa zorra.

El hombre del mostacho asintió con una media sonrisa.

– Venga -prosiguió el tipo del sombrero empujando a Myron con el arma-, vamos a charlar un rato.

Capítulo 24

Jessica aparcó delante de la casa que Nancy Serat tenía alquilada aquel semestre. En realidad era más bien una casita situada al final de una calle un poco oscura a casi dos kilómetros de distancia del campus de la Universidad de Reston. A pesar de ser de noche, Jessica pudo ver el color rosa salmón de la vivienda, que parecía darse de tortas con el resto de colores del planeta. En la parte delantera parecía que los árboles hubieran vomitado y recordaba mucho al jardín de la casa de la Familia Munster. Sobre una placa desgastada por la lluvia se leía con letras de plantilla descoloridas: 118 ACRE STREET. En la entrada de la casa había aparcado un Honda Accord azul con la pegatina de la Universidad de Reston en el parachoques.

Jessica siguió los restos descompuestos de lo que antaño debió de ser un camino de cemento hasta llegar a la puerta. Llamó al timbre y acto seguido escuchó un ruido, alguien andando deprisa. Pasaron varios segundos y nadie se acercó a la puerta. Llamó de nuevo, pero esta vez no escuchó ningún sonido al otro lado de la puerta. Nada.

– ¿Nancy? -preguntó Jessica en voz alta-. Soy Jessica Culver.

Volvió a llamar al timbre unas cuantas veces más, aunque en una casa tan pequeña como aquélla no era probable que Nancy no lo hubiera oído. A no ser que Nancy estuviera en la ducha. Era una posibilidad. A través de las persianas de las ventanas, Jessica pudo ver que las luces estaban encendidas. Y el coche estaba aparcado en la entrada. Además, Jessica había oído ruidos en el interior de la vivienda.

Nancy tenía que estar en casa.

Jessica estiró el brazo para asir el pomo de la puerta. En condiciones normales, probablemente algún tipo de filtro en su mente le hubiese impedido tratar de abrir la puerta de una casa ajena sin más (ajena porque sólo había visto a Nancy una vez), pero las condiciones en aquel momento no podían considerarse normales. Asió el pomo y lo giró.

Estaba cerrada.

¿Y ahora qué?

Se quedó delante de la puerta llamando al timbre durante cinco minutos más, pero no pasó nada. Jessica dio la vuelta a la casa guiándose por la luz de una farola lejana y de la propia vivienda. Tropezó con un triciclo que parecía sacado de una excavación arqueológica y luego se enredó los pies con las malas hierbas, cuyos extremos espinosos le hacían cosquillas en las pantorrillas. Al dar la vuelta, Jessica miró por los agujeros de las persianas y distinguió habitaciones y algún que otro mueble o cuadro, pero ningún ser vivo.

Al llegar al patio trasero vio que las persianas de la cocina no estaban echadas, pero las luces estaban apagadas. Estaba oscuro como la boca del lobo, dado que la luz de la farola no llegaba hasta allí y no se reflejaba en la pared rosada. Miró por la ventana de la cocina ahuecando las manos en torno al rostro para evitar el reflejo del cristal. Un haz de luz procedente de la habitación delantera se colaba por la puerta y se derramaba por el suelo. En la mesa vio un bolso y un manojo de llaves.

Había alguien en casa.

Se sobresaltó al oír un ruido detrás de ella. Jessica dio media vuelta pero estaba demasiado oscuro para poder distinguir el origen del ruido. El corazón le iba a mil por hora. Los grillos chirriaban sin cesar. Se puso a golpear la puerta con los puños.

– ¡Nancy! ¡Nancy!

Al detectar el pánico de su voz se reprendió a sí misma. «Serénate. Te estás asustando tú sola.»

Se detuvo, tomó varias bocanadas de aire y empezó a relajarse. Volvió a mirar por la ventana pegando la cara contra el cristal y al fijarse en el haz de luz lo vio.

Alguien cruzó el pasillo.

Jessica dio un respingo. No había visto quién era, no había visto nada, tan sólo había visto desaparecer el haz de luz por una milésima de segundo. Miró otra vez. Nada. Sin embargo, alguien acababa de pasar por allí y había bloqueado la luz. Puso la mano sobre el pomo de la puerta de la cocina.

Esta vez la puerta no estaba cerrada. El pomo cedió fácilmente.

«¡No entres, idiota! ¡Llama a la policía!»

«¿Y qué les digo? ¿He llamado al timbre y no ha respondido nadie? ¿Y que luego he empezado a mirar por las ventanas y he visto a alguien moviéndose en el interior?»

«No parece tan mala idea.»

«Pues a mí sí. Además, tendría que buscar un teléfono. Y cuando lo encontrara ya podría haber acabado lo que sea que esté pasando. Y puede que haya perdido la oportunidad…»

«¿La oportunidad de qué?»

Jessica no hizo caso a su voz interior y abrió la puerta. Esperaba que chirriara estrepitosamente, pero se abrió casi sin hacer ruido. Entró en la cocina y dejó la puerta abierta. Así tendría una vía de escape.

– ¿Nancy?

«¿Kathy?»

Jessica se tapó la boca con la mano. No quería decir eso. Kathy no estaba allí. Nada en el mundo le hubiese gustado más, pero eso habría sido demasiado sencillo. Kathy no estaba allí. En caso contrario, no habría tenido miedo de abrirle la puerta a su hermana. Su hermanita pequeña. La hermanita de la sonrisa radiante. La hermanita que tanto quería.

«La hermanita que dejaste que se fuera. La hermanita que, debido a tu poca paciencia, te quitaste de encima por teléfono la noche de su desaparición.»

Jessica se quedó inmóvil en la cocina durante unos minutos. No se oía ni un alma, excepto el desesperante chirriar de los grillos. No se oía el agua. Ninguna ducha. Ningún movimiento. No se oían pasos. Abrió el bolso que había en la cocina y sacó el monedero. Encontró un carnet de conducir y varias tarjetas de crédito, todo a nombre de Nancy Serat. Buscó en la billetera y se detuvo en el acto al ver una foto tamaño monedero.

Era aquella foto. La de las compañeras de residencia. La última fotografía de Kathy.

Dejó caer el monedero como si fuera algo escamoso que tuviera vida propia. «Basta ya», se dijo Jessica a sí misma. Avanzó hacia la luz. Arrastró un pie y luego otro. En cuestión de segundos, Jessica llegó a la puerta. Estaba entreabierta y por la abertura se colaba un haz de luz sin obstáculo alguno. Se agachó y empujó la puerta como si fuera una policía armada con una pistola, preparada para lo peor.

Y eso fue precisamente con lo que se encontró. Jessica dio un paso atrás, sobresaltada.

– Madre de Dios…

Nancy yacía tendida de espaldas en el suelo con las manos a los lados. Tenía los ojos abiertos de par en par como dos pelotas de golf, mirando a Jessica fijamente. El rostro había adquirido un tono lila oscuro azulado, como si estuviera recubierto por un moratón inmenso. Tenía la boca abierta y retorcida en un gesto agónico, con la lengua fuera, colgando como un pescado muerto. El semblante de Nancy Serat estaba congelado en una expresión que suplicaba y pedía oxígeno a gritos con todas las células de su cuerpo. Un hilillo de saliva todavía fresca seguía pegado a su barbilla.

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