– Es que voy a tener que trabajar hasta tarde varias noches.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– Ve con cuidado, Myron. No andes solo por la calle de noche.
En ese momento, Esperanza abrió la puerta y dijo en voz alta para que su madre pudiera oírlo:
– Llamada urgente por la línea tres.
– Mamá, tengo que colgar. Tengo una llamada urgente.
– Llámanos.
– Lo haré -aseguró. Luego colgó y le dijo a Esperanza-: Gracias.
– No hay de qué.
– ¿Ha llamado alguien de verdad?
– Es Timmy Simpson otra vez -dijo Esperanza asintiendo con la cabeza-. He intentado ocuparme de él, pero dice que su problema requiere tu atención.
Timmy Simpson era un shortstop que acababa de fichar para los Red Sox y un auténtico capullo de la liga de béisbol.
– Hola, Timmy.
– Hombre, Myron, llevo dos putas horas esperando tu llamada.
– Estaba fuera. ¿Cuál es el problema?
– Estoy aquí, en Toronto, bueno, en el Hilton. Y este hotel no tiene agua caliente.
Myron aguardó unos segundos y luego dijo:
– ¿Lo he oído bien, Timmy? ¿Me acabas de decir que…?
– Es increíble, ¿verdad? -gritó Timmy-. Me meto en la ducha, ¿vale?, me espero cinco minutos, luego diez, y el agua sigue de un frío que te cagas, Myron. Congelada. Bueno, al final llamo a recepción, ¿vale?, y un pringao de director me dice que tienen algún problema con las tuberías. Algún problema con las tuberías, Myron, como si estuviera en un puto camping de caravanas o algo así. Y entonces le digo: «¿Cuándo lo van a arreglar?». Y va el tío y me mete un rollo tremendo para acabar diciéndome que no lo sabe. ¿Te puedes creer una putada así?
«No», pensó Myron.
– Timmy, una cosa: exactamente, ¿para qué me llamas?
– Dios mío, Myron, soy un profesional, ¿no? Y estoy metido en este cuchitril sin agua caliente. O sea, ¿es que no hay nada en mi contrato que me pueda solucionar esto?
– ¿Como una cláusula de agua caliente? -dijo Myron.
– O algo. O sea, venga ya. ¿Pero qué se piensa esta gente? Tengo que ducharme antes de jugar un partido. Una ducha con agua caliente. ¿Es eso pedir demasiado? O sea, es que ¿qué se supone que debo hacer ahora?
«Meter la cabeza en la taza del váter y tirar de la cadena», pensó Myron mientras se masajeaba las sienes con las yemas de los dedos.
– Veré lo que puedo hacer, Timmy.
– Habla con el director del hotel, Myron. Hazle ver la importancia del asunto.
– Por lo que a mí respecta -dijo Myron-, los huérfanos de la Europa del Este son un mero problemilla sin importancia comparado con esto, pero si el agua caliente no vuelve pronto, vete a otro hotel. Ya le pasaremos la cuenta a los Red Sox.
– Buena idea. Gracias, Myron.
¡Clic!
Myron se quedó mirando el teléfono. Increíble. Se apoyó en el respaldo de la silla y pensó en cómo solucionar aquellos tres grandes problemas: el abandono de Chaz Landreaux, la posible reaparición de Kathy Culver y las tuberías del Hilton de Toronto. Decidió renunciar al tercero. No se puede estar en todo.
Problema número uno: Chaz Landreaux se iba con Frank Ache. Sólo había una manera de solucionar aquello: con la ayuda de Herman, su hermano mayor.
Myron descolgó el teléfono y marcó un número. Todavía se lo sabía de memoria. Lo cogieron tras el primer tono de llamada.
– La Taberna de Clancy.
– Soy Myron Bolitar. Querría hablar con Herman.
– Un momento -dijo la voz. Y, al cabo de cinco minutos, prosiguió-: Mañana. A las dos en punto.
¡Clic! No hacía falta dar una respuesta. Fuese la hora que fuese a la que Herman Ache accediera a hablar contigo, a ti te iba bien.
Problema número dos: Kathy Culver. La revista Pezones había sido enviada desde un buzón de la universidad. Y no sólo se la habían enviado a Christian Steele, sino también al decano Harrison Gordon. ¿Por qué? Myron sabía que Kathy había trabajado en la oficina del decano. ¿Acaso tuvo que hacer algo más aparte de ordenar expedientes? ¿Un lío, tal vez? ¿Y qué pasaba con la encantadora esposa del decano? ¿Llevaría sujetador?
Myron estaba desviándose del tema.
El denominador común de todo el asunto era el anuncio de la revista Pezones. Gary Grady afirmaba que no tenía nada que ver con él. Quizá dijera la verdad, quizá no, pero fuera como fuera, la foto tuvo que pasar por manos de Fred Nickler. El bueno de Freddy estaba en el meollo de todo aquello.
Myron consultó el número y lo marcó.
– HDP. ¿Dígame?
– Querría hablar con Fred Nickler.
– ¿De parte de quién?
– De Myron Bolitar.
– Un momento, por favor.
Pasó un minuto y entonces escuchó la voz de Fred Nickler.
– ¿Sí, diga?
– Señor Nickler, soy Myron Bolitar.
– Hola, señor Bolitar. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Me gustaría pasar a verle para hacerle unas cuantas preguntas más sobre el anuncio.
– Me temo que ahora mismo estoy ocupado, Myron. ¿Por qué no llama mañana? Tal vez podamos quedar para vernos en algún momento.
Silencio.
– ¿Myron? ¿Está ahí?
– ¿Sabe quién hizo esa fotografía, señor Nickler?
– Por supuesto que no.
– Su amigo Jerry dice que no sabe nada de ella.
– Myron, por favor. Usted es un hombre de mundo. ¿Qué esperaba que le dijera?
– Dice que no tuvo nada que ver con que esa foto saliera en el anuncio.
– Bueno, pues eso es imposible. Él es el anunciante y fue él quien me envió la foto.
– ¿Entonces usted tiene una copia de la foto?
– Tiene que estar en algún archivo -dijo Nickler tras una breve pausa.
– ¿No podría buscarla y me paso a recogerla?
– Oiga, señor Bolitar, no me gustaría parecer maleducado, pero es que ahora mismo estoy muy ocupado. Será la misma fotografía que usted vio en el anuncio.
– La foto de Kathy sólo aparecía en Pezones -dijo Myron.
– ¿Cómo dice?
– La fotografía. No estaba en ninguna de sus revistas. Sólo en Pezones.
– ¿Y qué? -dijo tras unos instantes de silencio, pero con un tono de voz vacilante.
– Pues que el mismo anuncio aparecía en las seis revistas. La misma página exactamente, a excepción de un ligero cambio en Pezones. Alguien cambió una sola fotografía de la fila inferior. Alguien cambió una foto por otra sólo en esa revista y en ninguna más. ¿Por qué?
Fred Nickler tosió.
– De verdad que no lo sé, señor Bolitar. ¿Sabe qué? Lo comprobaré y le contaré lo que descubra. Tengo un trillón de llamadas esperando. Tengo que colgar, adiós.
Otro «¡clic!» más.
Myron se apoyó en el respaldo de su silla. Fred Nickler estaba empezando a ponerse frenético.
Con una mano temblorosa, Fred Nickler marcó el número. Tras tres tonos de llamada, alguien cogió el teléfono.
– Policía del condado.
Fred carraspeó y dijo:
– Con Paul Duncan, por favor.
Las nueve de la noche.
Myron llamó a Jessica y le contó lo que había descubierto acerca del decano.
– ¿De verdad crees que Kathy tenía un lío con el decano? -le preguntó Jessica.
– No lo sé, pero después de ver a su mujer, lo dudo.
– ¿Es guapa?
– Mucho -dijo Myron-. Y además sabe de baloncesto. Dice que hasta lloró cuando me lesioné.
– La mujer perfecta -replicó Jessica con desdén.
– ¿Acaso detecto ciertos celos en tu tono de voz?
– Sigue soñando -dijo Jessica-. El hecho de que un hombre esté casado con una mujer muy guapa no significa que no pueda tener líos con universitarias.
– No te lo discuto. Pero entonces la pregunta es: ¿por qué al señor Gordon le enviaron la revista?
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