Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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– A mí tampoco me ha importado nada en esta vida, excepto tú y Gail. No he amado a nadie más que a ti. Desde el día en que te vi -aseguró Bonnie.
– Maldita sea. ¿Y qué sentido tiene?
– Tienes que tener fe, Frank. Tienes que tenerla. Sólo sé que Dios tiene algún plan para ti. Sé que Él tiene algo que ver en todo esto.
– Es difícil de ver, ¿sabes? Difícil de comprender. Ojalá tuviera tiempo, más tiempo. Pero no parece que a nosotros nos quede mucho.
– No, no. Pero yo te quiero, Frank. Te quiero tanto. Siempre estaremos juntos, te lo prometo.
– Maldita sea. Parece una broma. No llego a entender…
– Tienes que tener fe. Jesús no te abandonará.
– Lo sé -suspiró.
Y la puerta de la celda se abrió.
Bonnie se quedó sin respiración. Apretó las manos con fuerza. No separó los ojos de los de Frank. Él intentó aferrarse a ella, a su mirada, pero, finalmente, se giró y vio a Luther Plunkitt de pie junto a la celda. Benson entró después.
El alcaide levantó la mano con un gesto de disculpa. Su sonrisa también pedía perdón.
– Lo siento, Frank. Tenemos que pedirle a la señora Beachum que se vaya ahora.
Frank asintió.
– Sólo un minuto, por favor.
– Claro -aceptó Luther.
Frank se giró hacia Bonnie. Sus ojos empezaban a llenarse de lágrimas y los labios le temblaban.
– ¡Oh, Dios! -exclamó Bonnie.
– ¡No, no, no! -susurró él.
– Te prometo que no sé cómo voy a… -No terminó la frase. Apretó las manos de él con fuerza.
– Después no podré… bueno… no podré decir adiós.
Ella sólo podía mover la cabeza.
– Cuida de nuestra hija, Bonnie.
– Lo haré. Sabes que lo haré.
Sacó la carta que había escrito del bolsillo y la apretó en las manos de su mujer.
– Dásela cuando sea mayor… No sé hasta que punto sería bueno que…
– Se la daré. Para ella esta carta lo será todo.
– Cuida de ella, Bonnie.
Te lo prometo.
– Y cuídate tú también. Cuídate mucho.
Bonnie rompió en sollozos, las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Frank no creyó que pudiera soportarlo.
– Nos volveremos a encontrar, cariño, -profirió-. Y será para siempre. Nos volveremos a encontrar.
– Lo sé -intentó decir Bonnie.
– Háblame y escucha -explicó. Yo estaré allí. Estaré escuchando. Cuéntame cómo van mis chicas.
– Lo haré. Te lo prometo.
Frank se levantó, sosteniendo las manos de ella, empujando la silla hacia atrás con su cuerpo. La ayudó a levantarse. Permanecieron de pie, mirándose el uno al otro, cogiéndose las manos.
– ¡Oh, Dios! ¡Frank! -exclamó Bonnie-. ¿Cómo ha podido ocurrirnos esto?
Frank sintió que iba a perder el control, así que la abrazó con fuerza para que no viera cómo sus ojos se empañaban.
– Dios te bendiga -le susurró al oído-. Dios te bendiga, Bonnie. Tú me has dado la única vida que ha valido la pena.
Ella continuó susurrando una y otra vez que le quería mientras mantenía la cabeza apoyada en su hombro y él le acariciaba el pelo.
Fuera de la celda, Luther asintió mirando a Benson, quien se acercó a la celda. Introdujo la llave en el interruptor de la pared y los barrotes de la celda empezaron a retroceder.
Frank soltó a su mujer. Llorando, estudió su cara, cada centímetro. Frank se mordió los labios intentando no perder la calma. La tomó del brazo, y la guió en dirección a los barrotes. Notó que la manga de su blusa se le escapaba de los dedos cuando ella traspasaba la puerta. Los barrotes traquetearon al cerrarse, separándoles.
Luther y Benson esperaban a un lado respetuosamente, para dejar paso a Bonnie. Avanzó cabizbaja hacia la puerta de la celda y cuando llegó a ella, se volvió para mirarle, pero fue incapaz de decirle adiós.
– Adiós, Bonnie -se despidió Frank.
Luther y el levantador de pesas de pelo blanco la acompañaron fuera.
Benson se quedó más atrás. Miró a Frank un momento y lentamente dio la espalda a la celda.
Frank miraba a través de los barrotes a la puerta de entrada. Sintió una angustia salvaje y terrible de alivio. Se ha acabado, pensó. Había hecho todo lo que estaba en sus manos por ella.
Dejo caer la cabeza entre sus manos y empezó a sollozar, ruidosamente, dolorosamente, mientras su cuerpo temblaba de forma incontrolada.
4
Mientras tanto, yo intentaba entrar en el apartamento de Michelle Ziegler.
No resultaba una tarea fácil. Había estado en ese apartamento unas cuantas veces anteriormente y sabía que no iba a serlo. Las teorías de Michelle sobre la violencia masculina la habían trastornado y había convertido aquel lugar en una fortaleza. Tres cerrojos, una cadena y una barra de policía en la pesada puerta de la entrada. Después de aparcar fuera del viejo edificio del Globe , abrí el portaequipajes del Tempo y me armé con una barra de hierro para el intento.
De entrada, la puerta exterior, la puerta de madera y cristal que daba paso al gran almacén de ladrillo blanco, me retuvo algunos minutos. Primero intenté los timbres. Había visto esa táctica en televisión. Había cinco botones debajo del de Michelle, y los pulsé todos. Desgraciadamente, si alguien estaba en casa, también había visto el truco en televisión, así que nadie me abrió.
Intenté empujar el pestillo con una tarjeta de crédito. Maniobrando entre el extremo de la puerta y la jamba; mirando constantemente por la ventana superior de cristal y echando vistazos al tráfico del bulevar por encima del hombro; controlando los alrededores como si fuera una especie de ratero, que, de hecho, supongo que es lo que era. La calle empezaba a oscurecer, y tal vez el calor empezaba a mermar, pero la humedad seguía siendo muy densa y mi camisa estaba empapada de sudor mientras yo movía el rectángulo de plástico por la ranura de madera. Finalmente, oí un clic. Era mi tarjeta Visa que se acababa de partir en dos. La saqué y examiné los extremos desgastados antes de meterla en el bolsillo de mis pantalones, disgustado.
Respirando con fuerza, volví a mirar por encima del hombro. Entonces lancé la barra de hierro por la ventana superior. La idea era perforar un extremo pequeño de la ventana de cristal, pero todo el panel estalló en pedazos, con un ruido absolutamente desconcertante, como una orquesta de xilófonos afinando antes de empezar el espectáculo. Con el corazón palpitando con desesperación, subí y giré el pomo interior. Había conseguido entrar. El cristal crepitaba debajo de mis pies mientras me apresuraba hacia la escalera.
Subí los escalones de dos en dos. Tres pisos. A pesar de las sesiones en el gimnasio, tres veces por semana, la respiración alterada agitaba mi cuerpo mientras el alquitrán acumulado de diez años de cigarrillos borbotaba ásperamente en mis pulmones. Cuando alcancé la puerta de Michelle, me apoyé contra la pared contigua, jadeando. Asiendo con fuerza la barra de hierro con la palma de la mano, grasienta y sudorosa, miré con ceño funesto la columna de cerrojos robustos. La barra de policía estaba en la parte inferior y sabía que las posibilidades de romperla eran escasas. Sin embargo, estaba dispuesto a forzar todas las bisagras de la puerta si tenía que hacerlo. En cualquier caso, estaba allí y no había tiempo que perder.
Mi pecho seguía agitado, pero me incorporé. Con un gruñido, clavé el extremo de la herramienta metálica en la jamba. La puerta se abrió lentamente.
Traspasé el umbral y me quedé ahí, anonadado. Michelle nunca habría dejado su guarida abierta de aquella manera. Estaba demasiado convencida de que la violencia acechaba en cualquier lugar, leía demasiado los periódicos. De pie, en la antesala de la habitación, con la barra de hierro aferrada en el puño, no podía más que mirar perplejo la estancia oscura e indefinida.
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