Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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Me eché a reír cansadamente.
– ¿Cómo estás tan seguro?
Donaldson se encogió de hombros.
– Te traigo una taza de calé si me la chupas.
– ¿Podrías hacer una par de llamadas para mí?
– Sí, claro.
– Intenta localizar a alguno de los detectives que trabajaron en el caso Beachum. Averigua si alguien oyó hablar de otro testigo que estaba en el escenario del crimen. Un tipo joven. Un chaval. Alguien que entró en el aparcamiento, compró un refresco y no vio nada. Sólo necesito el nombre y la dirección.
– De acuerdo.
– ¿Y podrías traerme una taza de café?
Me lanzó un beso y se fue.
Dejé el bocadillo sobre la mesa, a medio terminar. Mi estómago no podía más. Cogí el listín telefónico y lo abrí por la sección del estado. Asesoría jurídica, División de Pena Capital.
Acababa de encontrar el número cuando de reojo capté un movimiento fugaz. También lo noté en el estómago, una tralla abrasadora de ácido. Era Alan, que había abierto la puerta de su oficina para echar un vistazo. Para buscarme. Y Bob estaba de pie en el despacho de redacción, dispuesto a unirse al ataque. Iban a cazarme.
Rápidamente cogí el listín y marqué el número. Me llevé el auricular al oído, me balanceé en la silla y saludé a Alan. Alan miró a Bob. Bob miró a Alan. Alan volvió a meterse en su oficina. Bob se sentó.
– ¡Ufff! -exclamé.
– Asesoría jurídica -indicó una voz masculina al otro lado del teléfono. Parecía un hombre joven. Un hombre joven y muy cansado.
– Soy Steve Everett del News -me presenté-. ¿Quién podría hablar conmigo sobre Beachum?
– Cualquiera de nosotros -respondió con voz soñolienta-. Cualquiera que esté por aquí.
– ¿Qué tal si hablo con usted? Usted ya está aquí.
– De acuerdo.
– Bien. Nancy Larson -señalé-, la testigo del aparcamiento.
– Sí, ¿qué ocurre con ella?
– Cuando se iba, alguien más entró en el aparcamiento. Otro tipo, un chaval, otro testigo.
– No.
– ¿Qué quiere decir, no?
– No hay nada sobre eso en los archivos -explicó el hombre con un suspiro exhausto-. Nada -murmuró soñoliento-. Nada…
– ¿Está seguro? ¿Cómo puede estar tan seguro?
Emitió un ruido. Una risa, creo que era. Algo parecido a una risa.
– Porque estoy seguro, señor Everett. Créame -insistió-, aunque no hubiese trabajado nunca antes en este caso, me habría aprendido todos los archivos de memoria en las dos últimas semanas. Pero no hay nada parecido. No hay ningún otro testigo.
Dudé. Escuché el silencio de la línea.
– Gracias -repuse al fin. Y colgué el auricular.
Mirando nerviosamente de reojo a la puerta de Alan, me levanté y avancé por el pasillo hacia Donaldson. Seguía hablando por teléfono. Me miró mientras se apoyaba en su ordenador y movió la cabeza.
– ¡Mierda! -exclamé.
La puerta del despacho de Alan se abrió de nuevo y Alan salió.
– ¡Mierda!
Donaldson colgó.
– Era Benning. Había trabajado en la investigación. Dice que le suena, pero que no recuerda ningún nombre. Que en cualquier caso se trataba de un detalle sin importancia.
– ¡Mierda!
– Y Ardsley, el que dirigía la investigación, se ha jubilado. Vive en algún lugar de Florida.
– ¡Mierda! ¿Y qué pasa con los archivos?
– Dice que están todos en la oficina del fiscal.
– ¡Mierda!
– ¡Everett! -Alan me llamaba desde el otro lado de la sala. Bob estaba de pie en el despacho de redacción.
– Everett, ven aquí.
– ¡Mierda!
Donaldson frunció los labios.
– Pero, bueno, ¿qué diablos está pasando aquí?
Dejé su mesa y me acerqué andando lentamente hacia Alan.
Bob ya estaba junto a él en la puerta de su oficina. Alan me pidió que entrara.
– Haga el favor de pasar, señor Everett. -Bob entró detrás de mí y cerró la puerta. Seguía esbozando la misma sonrisa.
– No hace falta que parezcas tan contento -endilgué.
– No estoy contento -respondió en voz baja-. ¿Por qué lo dices?
Alan se sentó en su butaca y se dio un masaje en la frente con las yemas de los dedos.
– Debería estar en casa bailando con mi mujer -profirió.
Cogí el paquete de cigarrillos y me llevé uno a los labios.
– Mirad, no tengo tiempo para esto. Así que Plunkitt está cabreado… Pues es una pena. -Encendí el cigarrillo y le di una calada profunda.
– Oh, sí -aseguró Bob con los ojos resplandecientes-. Está cabreado. Y no se puede fumar en este edificio.
Alan dio un largo suspiro.
– Chicos, chicos, chicos… Venga. Se acabó. Esto no puede ser. Tengo a diez reporteros ahí fuera cubriéndoos a vosotros y a nadie vigilando la ciudad. Everett, discúlpate. Bob, tranquilo. Vamos a acabar con esto,
Bob pareció sorprendido.
– Mira, esto no es una cuestión personal su voz era sosegada y razonable-. Era una historia importante.
– Si, ya, ya.
Estoy hablando en serio, Alan. Le di a Steve instrucciones muy precisas sobre esto. Quería una crónica de interés humano, exactamente, ni más ni menos. El periódico se había comprometido con Plunkitt…
– ¡Ese tipo es inocente! -reiteré, apuntándolo con el cigarrillo.
– ¡Oh! -exclamo Bob.
Con una sonrisa satisfecha, Bob puso los ojos en blanco y me dio la espalda.
Me sentía hervir la sanare.
– ¡Lo es! – le grité a la espalda-. Bob, esto no es una crónica de interés humano. ¡Es una cruci-jodida-fixión. ¿Qué querías que le dijera, eh? ¿Qué tal el tiempo por ahí, señor Cristo?
Saqué el cuaderno de notas de mi bolsillo trasero y lo lancé encima de la mesa de Alan.
– Mira, aquí tienes toda esa basura personal que querías. Cree en Dios. Se va a ir al cielo. Se siente tan feliz como un cerdo entre la mierda, ¿está bien? No puede ni esperar a ser juzgado. Ahí está todo. Lo puedes usar en la crónica.
– Esa no es la cuestión -lamentó Bob moviendo la cabeza con gesto afligido.
– ¡Ya! Apuesto algo a que no.
– Bueno -le indicó Alan-. Mira, Everett no irá a la ejecución. ¿De acuerdo? Everett quedas apartado de la ejecución. Harvey irá en tu lugar. Eso es lo que querías en un principio, ¿no?
– Sí -respondió Bob, pero sigue sin ser la cuestión.
– Si, bueno, todos sabemos cuál es la cuestión -observó Alan.
Bob se dio la vuelta. Sus mejillas se habían sonrojado de nuevo, pero las oscuras profundidades de sus ojos estaban encerradas en sí mismas. Sólo se apreciaba la superficie, categórica y dura. Empezó a hablar de forma deliberada, sin ningún asomo de pasión.
– La única cuestión -manifestó lentamente- es que no puedo trabajar más contigo, Steve. Hemos tenido este problema desde el principio, pero ahora se ha salido de madre. Tal vez seas un buen reportero. Todo el mundo lo dice. Pero también hay otros reporteros que trabajan bien sin tener tu actitud, y además cumplen las instrucciones. No puedo trabajar contigo. Miró a Alan. Me miró a mí otra vez, y no dijo más.
A continuación, sólo se escuchó el silencio. Alan soltó un gemido. Di una calada al cigarrillo estudiando el suelo. Podía sentir cómo pasaban los segundos. Bob me miró fríamente, sin moverse. Había hecho su jugada. Había dicho lo que tenía que decir. Si forzaba realmente a Alan a elegir entre los dos, no había la menor duda de que perdería ni empleo.
Mi estómago seguía atormentándome. Vaya lío, pensé. Vaya lío que había montado. ¿Y qué hora era? Casi las siete menos cuarto según el reloj de la mesa de Alan. Cecilia Nussbaum estaría en alguna de sus reuniones ahora mismo, seguramente con la gente de la oficina del gobernador en algún hotel o en el edificio Waimwright. Luego, supuse, irían todos juntos a la prisión. Allí, en la penitenciaría, Plunkitt estaría pidiendo a la señora Beachum que abandonara la celda de la muerte y las lágrimas brotarían a mares y los dientes rechinarían. El cocinero estaría preparando la última comida del convicto. Dios, pensé, vaya lío.
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