Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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La sala de conferencias principal de la prisión también estaba ocupada, llena de gente. Luther, Arnold, Reuben Skycok -todo el equipo de ejecución- estaban presentes, así como los ingenieros que tenían que velar por el buen funcionamiento de los teléfonos y de la maquinaria, el doctor que se ocuparía de supervisar el corazón del prisionero, la enfermera que le buscaría la vena en el brazo y los guardias que le atarían a la camilla. Todos los que iban a participar de un modo u otro en el procedimiento final estaban reunidos en torno a la mesa o apoyados en las paredes, escuchando atentamente mientras Luther les informaba sobre sus respectivas misiones una última vez.

Ellos escuchaban y Luther se sentía satisfecho al ver sus rostros solemnes. Incluso Reuben Skycok se reservaba su conocido sentido del humor en aras de un cierto decoro. Los ojos de Luther pasaban de uno a otro mientras hablaba. Sabía lo que sentían, cada uno de ellos. Estaban emocionados, y avergonzados de estar emocionados; asustados, y avergonzados de estar asustados. Vio a algunos en el grupo que nunca habían pasado por aquello anteriormente, y también sabía cómo se sentían. Hasta qué punto querían hacerlo bien delante de los veteranos. Hasta qué punto querían mantener el ánimo desesperadamente, que no les consideraran el eslabón débil. Luther continuaba su discurso. Sus ojos se detuvieron un instante en Maura O’Brien, la única mujer de la sala. Su rostro mofletudo estaba inmóvil y serio como el de los demás. Sus labios pálidos formaban una línea fina. A Luther no le agradaba la idea de tener a una mujer en el equipo, pero conocía a Maura y admiraba su firmeza. Nunca había soportado los comentarios críticos de los hombres de la cárcel, así que seguro que esta vez tampoco iba a dejarse vencer.

Los ojos de Luther se movían y él continuaba hablando. Finalmente, supo que todos le miraban a el. Todo el personal de ejecución contaba con su carácter serio y formal, su sonrisa resuelta. Aprovechaba su liderazgo natural para ganar fuerza, así que prestaba mucha atención -como siempre había hecho- a su aspecto imperturbable. Hablaba lenta y pesadamente, repantigado en su sillón con las piernas extendidas, gesticulando cómodamente con una mano. Y sonriendo. Esa sonrisa blanda. Como si estuviera contando una historia sobre la trucha que se burló de él el pasado mes de junio en Quenton’s Brook. Eso era lo que necesitaban y eso era lo que él les daba. No podía permitirse, ninguno de ellos podía permitirse, ni el sistema judicial del estado de Missouri podía permitirse tener un responsable capaz de vacilar en el último momento.

Así que Luther Plunkitt siguió hablando sin dar muestra alguna del peso que le corroía implacable en su interior, o de cuán molesta, cuán pesada se había vuelto la carga para entonces.

En el patio pequeño y cuadrado que se encontraba justo al exterior del edificio médico no había nadie. Nada se movía. El aire era espeso y cálido. El pedazo de cielo que quedaba a la vista estaba inexorablemente despejado. Los grillos cantaban desde las grietas de la pared, y las cigarras cantaban en las escasas parcelas de hierba cobriza que surgía por entre el asfalto. Pero los insectos permanecían invisibles y todo parecía tranquilo.

Al otro lado de la puerta, en el vestíbulo de la unidad hospitalaria, no había pacientes, no había nadie. Una enfermera sola andaba silenciosamente detrás de la ventana a prueba de balas. El guardia de la cabina al final del vestíbulo observaba sin expresión el monitor de circuito cerrado. Era un guardia nuevo, contratado sólo durante una hora, mientras tenía lugar la reunión en la sala de conferencias.

En la puerta de la celda de la muerte también había un guardia nuevo y en el interior un nuevo oficial de guardia, porque Benson también había asistido a la reunión. El nuevo oficial de guardia era un musculitos de pelo blanco llamado Len. Estaba encantado de haber podido conseguir esa media jornada pagada como una entera, pues necesitaba el dinero porque su nuevo amante era el típico rey de las fiestas y quería pasarse prácticamente cada fin de semana en los clubes de homosexuales más caros de St. Louis. El trabajo, a primera vista, parecía bastante fácil. Todo lo que tenía que hacer era sentarse en la larga mesa debajo del reloj y teclear una nota en el informe cronológico cuando algo sucedía. Y no sucedía prácticamente nada. El prisionero y su mujer parecían muy agradables, gente tranquila, lo que a Len le parecía estupendo.

De hecho, Frank y Bonnie apenas se habían movido en la última media hora. Estaban sentados a la mesa detrás de los barrotes de la celda. Sentados uno frente a otro con las manos cogidas, los ojos de uno clavados en los del otro. Una profunda sensación de placidez y serenidad les había embargado. Sabían que Bonnie tendría que irse pronto y eso les sosegaba. Tenían una sensación de admiración triste, una especie de pavor y respeto por la inevitable separación. Se sentían muy cerca el uno del otro, más de lo que habían podido sentir en mucho tiempo.

En voz muy baja, íntima y ronca, la pareja hablaba sosegadamente. No tenían que pensar en qué decir, simplemente les salía de dentro.

– Lo que me preocupa -murmuró Frank a los ojos de su mujer-, lo que me preocupa más que nada es Gail.

– Ella te quiere, Frank. Ama a su padre -respondió Bonnie.

– No quiero que piense nunca que, bueno…

– No lo pensará. Te conoce.

– No permitas que llegue a pensarlo nunca jamás. Se lo dirás, ¿de acuerdo?

– Se lo diré, cariño, te lo juro.

– Díselo.

– Lo haré.

– Me preocupa, ¿sabes? -observó Frank en voz baja, apretando las manos de ella entre las suyas sobre la mesa-. A veces la gente se harta de oír algo, aunque sea cierto. Se cansa de oír siempre la misma historia.

– Nunca creerá…

– Sobre todo los niños. Les dices algo y…

– Lo sé.

– … y sólo porque siguen oyendo lo mismo, creen que no es así. -Lo sé. Pero nunca creerá que fueras capaz de herir a nadie, Frank. Ama a su padre más que a nada en el mundo.

Frank asintió. Luchaba contra el impulso de mirar el reloj. No faltaría mucho, eso era todo lo que necesitaba saber. Pronto vendrían por ella. Siguió mirándola a los ojos.

– Le he escrito… -murmuró tragando saliva.

– ¿Qué?

– Le he escrito una carta. Algo… Pensé que tal vez le gustaría tener algo. Quería dárselo mientras estuvo aquí, pero…

– Será un tesoro para ella. Su tesoro más preciado.

– Me pareció una bobada, ¿sabes? La forma en que me miraba cuando se la llevaban. Sólo era una maldita carta.

– … tesoro… -Era todo lo que su mujer consiguió pronunciar.

– Yo quería estar allí para ella.

– Lo sé.

– Quería que lo supiera.

– Lo sabrá.

Frank apretó los labios con fuerza.

– Da igual -repuso-. Lo importante ahora es superar todo esto.

– No tengas miedo, cariño. Yo estaré aquí. Y Jesús estará contigo.

– Odio tener que hacerte ver esto.

– Estaré contigo.

Frank asintió.

– Si al menos pudiera verte… Si pudiera ver tu cara…

– Me verás.

– Eso me ayudaría.

– Me pondré en un lugar donde puedas verme.

Apretó sus manos con más fuerza, sin mirar el reloj. Faltaría poco. Mirándola a los ojos, las palabras brotaban de él.

– Yo no quería que te ocurriera algo así, Bonnie.

– Lo se, lo sé.

– Esto no es lo que yo había planeado para nosotros.

– No le des más vueltas, Frank.

Movió ligeramente la cabeza.

– ¡Dios! ¡Dios! Esta vida… Te lo digo de verdad. Esto no ha resultado como hubiera debido… No me lo explico, Bonnie. Cuesta comprender para qué ha servido toda nuestra vida, qué ha pasado. Lo único que de verdad ha tenido sentido en mi vida eres tú, tú y Gail. Eso daba sentido a mi vida. Pero fue tan breve… No sé. Quizá no se pueda pedir más, no lo sé, quizá debería estar agradecido, probablemente, no lo se. Me parecía como, no sé, como si fuera un sueño. Como si lo hubiera soñado. Y entonces… esta maldita historia.

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