Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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– Alan… -intervine.

Bob me interrumpió.

– No, no. Tenemos que solucionar esto. Se trata de un problema muy simple. No puedo trabajar contigo, Steve. No puedo trabajar más contigo.

Apreté los dientes y levanté la barbilla hacia el, expulsando el humo por la boca y la nariz al mismo tiempo.

– ¿Por qué no me das un puñetazo? -le pregunté-. ¿Por qué no me rompes la cara, maldita sea? Lo merezco, tío. Me caería, sangraría… Seguro que te sentirías mejor. Sería fantástico. -Habría debido callarme en ese momento, pero no podía detenerme-. Luego puedes irte a casa y golpear también a tu mujer -murmuré-. A ella le gusta.

Vi cómo su cabeza retrocedía ligeramente, absorbiendo el golpe de ese último comentario. Durante un segundo, creí realmente que iba a darme un tortazo. Y hasta cierto punto incluso lo deseé. Paro sólo torció ligeramente el gesto y sus ojos permanecieron impasibles y gélidos.

– Creo… -profirió en voz baja-. Creo que no todos podemos vivir en el mundo de tu imaginación, Steve. No voy a golpear a nadie, por mucho que lo quiera. Si Patricia necesita otro tipo de relación, tendrá que buscársela. Si quiere luchar para mantener unido nuestro matrimonio, entonces estoy dispuesto a luchar. Pero pase lo que pase, mi matrimonio no es en absoluto algo de tu maldita incumbencia. Lo único que tienes que saber sobre mí ahora mismo es que pienso que eres un hombre hortera, machista, irreflexivo y mentalmente desequilibrado. Y no puedo trabajar más contigo.

Alan gimió de nuevo, cubriéndose los ojos con la mano.

Me giré hacia él en un arranque de desesperación, y me incliné apretando los puños contra su mesa. ¿Por qué nunca me planteaba cuánto necesitaba un trabajo hasta que estaba a punto de perderlo?

– Alan, escucha -alegué-. Tengo al asesino.

– ¿Que qué? -bajó la mano.

Bob hizo su gesto predilecto, ese ademán de mantengamos la calma con la mano y pasó al típico estilo de instrucciones tan escolástico.

– No creo que debamos confundir dos cuestiones distintas…

– Sé quién es -endilgué.

– ¿Quién? -preguntó Alan.

– El tipo, el tipo que lo hizo. El que disparó a Amy Wilson.

– ¿Tienes al asesino?

– Mira, aunque sepa quién mató a Kennedy… -consideró Bob.

– Cállate, Bob -interrumpió Alan. Se me quedó mirando, frunciendo el ceño-. ¿Y hasta qué punto lo tienes?

Me separé de su mesa y me llevé el cigarrillo a los labios. Al cerrar el puño, se había partido a la altura del filtro, así que tuve que aspirar con fuerza para que el humo pasara.

– Sé quién es -afirmé.

– Bien. ¿Y quién es?

– ¿Eh?

– El asesino. ¿Quién es?

– Es… un tipo. Un tipo que estaba allí.

Conteniendo la respiración, Alan se pintó la punta de la nariz con los dedos. Cerró los ojos y los abrió de nuevo.

– ¿Me estás diciendo que el asesino era un tipo que estaba allí? Bien, bien. Buen trabajo, Steve. Pero no saquemos conclusiones prematuras. Quiero la confirmación de dos fuentes anónimas antes de reservar la primera página del periódico o hacer algo parecido.

– Te lo estoy diciendo! -recalqué levantando los brazos-. La fiscal tiene su nombre, pero no quiere dármelo.

– ¿Y qué pasa con la defensa?

– Esto es ridículo -arguyó Bob.

– No -proseguí-. No está en sus archivos.

– ¿La policía?

– No se acuerdan. O no quieren soltarlo.

– ¿Has probado las páginas amarillas en la S? -preguntó Bob.

Emití un sonido que me sorprendió incluso a mí. Un rugido gutural, como un animal acorralado. Me acerqué a la pared y apagué el cigarrillo partido contra el lado de la papelera. Me quedé de espaldas a ellos, mirando una placa de la Prensa Asociada por excelencia periodística. Las cosas no pintaban demasiado bien para nuestro protagonista, o al menos para el mío.

Detrás de mí, Bob soltó un suspiro hastiado y lastimero.

– Alan -masculló-. Lo siento. De verdad. Sé que esto está causando problemas a todo el mundo, pero quiero dejar las cosas claras. Estoy dispuesto a irme. Te debo mucho y adoro este periódico, pero no voy a pasar mi vida en un ambiente que se ha vuelto insoportable.

Alan gimió.

En estas, repentinamente, llegó la inspiración. Me estaba pasandola mano por el pelo en ese momento, notando cómo el sudor se pegaba en la palma. Estaba pensando en Barbara y en lo que le diría cuando volviera a casa otra vez sin empleo. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que imaginara la verdad. ¿Cinco minutos? ¿Diez? Podía imaginarla en la puerta de la entrada, mirando severamente a lo lejos. Y yo, marchándome con todas mis pertenencias, con el hato a cuestas, sujeto con un palo al hombro, y avanzando penosa y miserablemente por la nieve. Afuera la temperatura era de treinta y cinco grados, pero tal como yo veía las cosas, la nieve representaba una muerte certera.

Y entonces se me ocurrió. Así, sin más. Como un aleluya. Sonaron las campanas, los coros cantaron, el presupuesto nacional se tambaleó. Un sol glorioso apareció en el cielo despuntando por el este, bendiciendo con sus beneficiosos rayos esta magnífica tierra nuestra. ¡Oh!, pensé. ¡oh, oh, oh! ¿Qué final es muerte, qué puerta se cierra, qué camino no tiene salida para un hombre jodidamente desesperado por conservar su trabajo?

Me di la vuelta. Bob me clavó su mirada. Si el odio fuera un rayo láser, habría tenido una vista a través de mi cabeza hasta el otro lado de la habitación.

– Lo siento, Steve -lamentó suavemente-. De verdad que sí.

– Tienes que darme un preaviso, Alan -advertí.

– ¿Preaviso? -preguntó Alan, con un gemido.

– Lo dice mi contrato. No puedes echarme sin más. Tienes que darme un preaviso.

Incluso la calma inexpresiva de Bob, incluso las capas de hielo que habían caído sobre sus ojos no bastaban para contener la radiación del triunfo que desprendía su rostro. Había ganado.

– ¿Cuánto tiempo deseas de preaviso, Steve? -preguntó educadamente.

Miré rápidamente el reloj mientras avanzaba hacia la puerta de la oficina.

– Cinco horas y siete minutos -repuse.

3

El sol no había perdido su color en absoluto y brillaba radiante pese a ponerse al oeste sobre las desiertos de sal que rodeaban Osage. Debajo, tras las cálidas líneas temblorosas que surgían de la autopista, las siluetas oscuras de los policías estatales se desplazaban apiñadas junto a sus coches. Aparte de éstos y de las patrullas que no cesaban de controlar el perímetro, el gran complejo cuadrado de la prisión parecía muy tranquilo. Era necesario acercarse antes de apreciar los hombres en las torres, antes de verles girar la cabeza lentamente supervisando las enormes llanuras.

En el interior de los muros, también reinaba la calma. Los prisioneros habían recibido la cena más pronto de lo habitual y les habían encerrado en sus celdas para el resto de la noche. Un doble turno de guardias vigilaba cada bloque. Los guardias supervisaban las secciones inexorable y cautelosamente. Podían oír a los prisioneros en sus celdas voceando y con alguna explosión de rabia ocasional. Y podían oír, más allá de ese murmullo, más allá de ese zumbido incesante de movimiento y maquinaria, la música animada de los monitores de televisión junto a las paredes. En las pantallas, Michael J. Fox y Christopher Lloyd iban de Regreso al futuro por tercera vez. Era el vídeo post-cena y a lo largo de la noche pasarían otros vídeos. Arnold McCardle había programado las películas porno para más entrada la noche, para que captaran la atención de los presos durante la ejecución de Frank Beachum.

Había más actividad en el centro de visitas. El personal de cocina estaba en plena ocupación. Limpiaban suelos y mesas y luego las colocaban unas al lado de las otras. Trabajaban rápidamente, pues querían que el olor del desinfectante se disipara antes de la llegada de los dignatarios y los testigos. A continuación, servirían todo tipo de refrigerios en las largas mesas: café, refrescos y patatas fritas antes de empezar, y vino y bocadillos después para quienes les apeteciera tomarlos.

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