Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. Las persianas bajadas de los enormes ventanales impedían el paso de la luz. El olor a polvo llegó a mí a través de las sombras grises, a través del calor sofocante. A continuación, percibí las formas de las cajas y las pilas de papeles en el suelo, esparcidas por todas partes. Y la mesa desvencijada apoyada contra una pared. Y la cocina abierta, con una escultura de platos sucios y mangos de sartenes despuntando por el fregadero. Un televisor en miniatura en el extremo más lejano. La puerta del baño. Su cama, contra la pared a mi derecha, un inmenso colchón circular cubierto con almohadas enormes.

Y en el extremo de la cama, sentado, un hombre. Un hombre viejo.

Podía ver su figura con claridad, sentado frente a las persianas, contra la luz agonizante que traslucía a través de las rendijas de las persianas. Podía verle la cabeza y los hombros hundidos, los brazos pendiendo entre las rodillas, y las manos enlazadas. Su presencia explicaba por qué la puerta no estaba cerrada o, al menos, por un instante, no se me ocurrió ningún otro motivo que pudiera justificarla.

Entonces me miró. Lentamente. Sin levantar la cabeza, la giró en dirección a mí. Hundido, encorvado y abatido, me miró con ojos miopes a través de la oscuridad.

– Robe lo que quiera -profirió.

¡Oh! ¡Mierda! , pensé, cuando la idea me vino a la mente.

– ¿Señor Ziegler?

No hubo respuesta alguna. El hombre suspiró y dejó caer la barbilla contra el pecho. Di un paso hacia delante en la habitación, cerrando suavemente la puerta detrás de mí. El ambiente espeso de la entrada me rodeó, se pegó a mí, gomoso viciado.

– No soy ningún ladrón, señor Ziegler-aclaré, con la respiración todavía agitada, sudando e intentando conseguir aire fresco-. Soy un amigo. Un amigo de Michelle. Trabajo con ella en el periódico.

Levantó los hombros y los dejó caer de nuevo.

– Ha sido una confusión lógica -repuso con voz apagada-. Mis amigos siempre llaman a la puerta.

– Sí, claro. Lo siento. -Inclinándome, dejé la barra de hierro en el suelo y me quedé mirándole, rascándome la cabeza. ¿Y ahora qué?, pensé-. Siento lo de Michelle -añadí-. Me gustaba, me gustaba mucho. ¿Puedo…?

Me acerqué a la pared y busqué el interruptor de la luz en la oscuridad. Sobre nosotros se encendió una bombilla desnuda, que colgaba del hilo eléctrico. La calva del hombre se iluminó. Las sombras se retiraron de su alrededor hasta los extremos de la habitación.

El señor Ziegler giró la cabeza para mirarme otra vez. Era imposible predecir su edad: setenta, ochenta tal vez, o quizá menos pero había envejecido en las últimas veinticuatro horas, o en los últimos veinticuatro años. Prácticamente no le quedaba pelo, excepto un flequillo escuálido. Su rostro menudo y redondo estaba arrugado y amagado tras el bigote canoso. Sudor -o lágrimas- resbalaban por los surcos profundos de las mejillas. Tenía los ojos legañosos y amarillentos. El cuerpo era pequeño y frágil como el de Michelle.

– ¿Usted era… -preguntó toscamente- un amigo?

– Sí, sí -respondí-. Trabajábamos juntos. En el periódico. ¿Está…? ¿Hay alguna…? Me refiero… ¿ha ocurrido algo?

Una vez más, suspiró, levantando su pequeño cuerpo y desinflándose de nuevo. Movió la cabeza.

– Las máquinas… la mantienen… -Su voz se quebró.

– Ya -comenté-. Es triste, muy triste.

Miró la habitación, el montón de platos en la cocina, y durante un buen rato no dijo nada más. Me resistí al impulso de mirar el reloj. Sé que iba a decir algo. No sé exactamente qué, cuando el anciano volvió a hablar en tono distante y reflexivo, como si hablara para sí.

– Ahora… tenemos que decidir. Su madre y yo tenemos que decidir si las desconectamos o no. Las máquinas.

Dios, Dios , pensé.

– Ah, sí -respondí. Nunca saldré de aquí.

– Así que estoy decidiendo prosiguió el señor Ziegler-. Estoy aquí sentado y estoy decidiendo.

Volvió a quedarse en silencio, mirando la cocina con ojos ausentes. Mientras esperaba, me parecía ver que la luz del día menguaba a través de las rendijas de las persianas. Los ojos se me fueron por el suelo, recorrieron el suelo, y vi las pilas y pilas de papeles que emergían de las capas de polvo, cajas rebosantes de papeles y cuadernos de notas. Estaban por todas partes, en cada esquina, contra cada pared. Cinco horas, pensé. Para encontrar una única página, un único nombre que tal vez ni siquiera esté aquí. Y con este maldito calor.

El sudor resbalaba por las lentes de mis gafas mientras tenía la cabeza ladeada. Me las quite y las sequé con el trozo de tela interior del bolsillo del pantalón.

– Siento… -repetí, hablando incluso antes de pensar lo que iba a decir-. Siento molestarle, importunarle en un momento como éste.

El anciano asintió distraídamente.

– Michelle era una periodista magnífica declare sin corregir el tiempo verbal. Me volví a poner las gafas. Las lentes manchadas enturbiaban mi vista-. Una reportera de primera -proseguí torpemente-.Cuando se metía en una historia… lo tenía todo, hasta el último detalle. Y lo guardaba todo aquí. Hay un hombre, un hombre inocente, y van a ejecutarlo esta noche, ¿entiende? Y creo que puede haber algo por aquí, algo en estos papeles que podría salvar su vida.

Sorprendentemente la cuestión pareció interesarle. Salió de su trance y me observó con atención.

– ¿Algo que hizo Michelle?,

– Si -repuse-. Sí, y yo he venido a buscarlo. Por eso… -hice un gesto apuntando la puerta.

Parecía estudiar mis palabras, acariciando sus labios inertes, moviendo su rostro marchito, con los ojos desenfocados. Podía oír el tráfico en el exterior. Incluso me pareció oír mi reloj haciendo tictac, pero funciona con pilas y no hace tictac.

– Pues mire -respondió al fin.

– Bien. Bien, gracias.

Me puse manos a la obra. Podía sentir su mirada mientras me arrodillaba entre las bolas de polvo. Aturdirlo en un principio por la cantidad de cajas y pilas de papeles que me rodeaban, me paseé por la habitación de un lado a otro, buscando por dónde empezar. Finalmente, opté por coger un montón de periódicos que yacía junto a mí. Eran periódicos viejos, así que los empujé a un lado. El sudor se deslizaba de nuevo por mis gafas. Me las saqué y las metí en el bolsillo de la camisa. Me pasé la manga por la cara a medirla que las gotas de sudor tamborileaban en la capa de polvo que cubría el suelo. Alcancé una caja de cartón y la acerqué a mí. Indagué en ella, quitando de un tirón los cuadernos de notas, hojeándolos, mirando con ojos de miope la escritura de Michelle, menuda y apretada, pero legible. La mayoría de las notas tenían que ver con un antiguo juicio por asesinato, una mujer que había disparado a su marido un tiro en la nuca mientras dormía. Me acordaba del caso. Michelle insistía en que se trataba de defensa propia. Casi me rompe la crisma cuando me reí de ella. Devolví los cuadernos a la caja original y la empujé junto a los periódicos. Tenía el rostro empapado en agua y los pulmones me dolían al avanzar a gatas por el suelo, mientas las bolas de polvo se dispersaban por el suelo y se me pegaban a las palmas de las manos como una película de arena.

Y durante todo el tiempo, sentía a aquel hombre, como si estuviera encima mío, analizándome con esos ojos húmedos y amarillentos. Agarré otra caja.

El se aclaró la garganta.

– Usted es su amigo -irrumpió entonces-. Usted dijo antes que… es su amigo.

Le miré. Sin las gafas, me parecía una figura borrosa.

– Sí, me gustaba mucho.

Miré hacia abajo y continué escudriñando la caja.

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