Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Aun así, pese a lo concentrado que estaba, casi me pasó por alto. Habría sido fácil omitirlo. Estaba apuntado rápidamente en la contraportada de un cuaderno de notas. Probablemente, algo que Michelle habría anotado confidencialmente del archivo de algún policía. Posiblemente, ni tan sólo tenía la intención de seguir esa pista, pero Michelle anotaba todo lo que encontraba, siempre. Así era ella. El cincuenta por ciento de las veces, no tenía ni idea de lo que había descubierto.

Pero yo sí. Lo sabía. Era él. El asesino.

Warren Russel. 17 años. 4331 Knight Street. Entrvdo 7 julio petición propia. Entrado en apcmto. de Pocum cuando NL salía. Vio nada .

Durante unos segundos permanecí allí arrodillado, con el cuaderno de notas pegado a ni mano, con los dedos sudorosos que corrían la tinta al final de las páginas.

Michelle, maldita sea , pensé. Idiota. Estúpida. Tonta de capirote. Habrías sido tan buena. Habrías sido una de las mejores .

Volví a leer la nota manuscrita. Warren Russel. Diecisiete. Era él, sin duda. Tenía que serlo. Nadie más estuvo allí. Si Frank Beachum era inocente, entonces Russel tenía que haber entrado justo después y apretado el gatillo. Miré el nombre escrito en la hoja, mientras la letra se tornaba borrosa. Warren Russel, pensé. Warren Russel. Le he encontrado. He encontrado al bastardo que se cargó a Amy Wilson.

Respiré profundamente, intentando tranquilizarme. El aire estaba atestado de polvo, podía notarlo impregnándome la tráquea. Intenté pensar con lucidez. Knight Street, pensé. Knight Street. Cerca de Olivette. Podía llegar allí en quince minutos, veinte a lo sumo.

Poco a poco, bajé la mano. Mis ojos recorrieron la habitación sin propósito fijo hasta que se toparon con el señor Ziegler. Estaba hundido de nuevo en el extremo de la cama, con la cabeza gacha, los hombros encorvados y las manos enlazadas entre los muslos. Movía los labios, en silencio. Estaba hablando consigo mismo. Me quedé mirándole sin verle realmente.

¿Y luego qué?, pensé. Cuando llegue a Knight Street. ¿Qué hago entonces?

Estaba claro que no iba a llamar a la policía. Tenía algunos amigos en las fuerzas del orden, pero ninguno de ellos iba a perder su empleo por mí. No iban a mojarse con algo así sin el consentimiento del fiscal. Pero ir allí, solo, enfrentarme a ese tipo, un pistolero, un asesino, solo.¿Qué podría hacer? Apuntarle con el dedos decirle: «Vamos muchacho, la justicia es la justicia». Y, además de todo esto, aquella dirección tenía seis años de antigüedad. ¿Cuántos chacales de diecisiete años se quedaban en una misma dirección durante seis años?

Me levanté con el cuaderno de notas todavía empuñado en la mano. Da igual, decidí. Sea lo que sea, tengo que intentarlo. ¿Qué más podía hacer? Tenía que echarme a la calle y esperar que todavía rondara por ahí, esperar que no me disparara un balazo, esperar que confesara. O algo así.

Eran las siete y media pasadas. Sólo me quedaban cuatro horas media, lo cual no me dejaba mucho tiempo para ser creativo. Tenía que intentarlo.

– Lo encontré -anuncié, con la voz tan apagada que apenas se oyó algún sonido.

Aun así, el señor Ziegler levantó la cabeza.

– ¿Acaso es pedir demasiado? -preguntó, siguiendo con su conversación silenciosa en voz alta-. Con su educación de lujo, sus artilugios. Médicos de alto postín. Si al menos consiguiera que me escucharan un minuto. Al menos podría decírselo .

Me saqué las gafas un segundo y me di un masaje en las sienes con la mano. Me estaba entrando dolor de cabeza.

– Tengo que irme -indiqué.

La energía que le quedaba se esfumó y dejó caer la cabeza de nuevo.

Avancé hasta la puerta, despacio, inclinándome para recoger la barra de hierro antes de irme. Me incorporé, mirando en dirección a la cama, en dirección al anciano. No se me ocurría qué decir, así que hice un gesto con el cuaderno.

– Encontré lo que necesitaba expliqué. -No respondió-. Sabía que lo tendría. Habría sido una gran reportera algún día, ella… -Mi voz se quebró.

Me quedé ahí de pie en vano. Levanté la mirada al techo, enlucido, sucio y agrietado. ¡Dios! , pensé. Y pensé en Luther Plunkitt. En el aparcamiento al exterior de la prisión. Con esa sonrisa pegada a su cara, con ese conocimiento terrible enterrado en sus ojos. Nadie sabe nunca lo que realmente es correcto, pero siempre hay alguien que tiene que pulsar el botón. Así son las cosas.

– Creo que ella lo entendería, señor Ziegler -opiné al fin.

Las palabras me supieron a ceniza. ¿Cómo iba yo a saber si lo entendería o no? Y sin embargo era lo único que fui capaz de decirle.

– Creo que lo entendería.

El hombre soltó un bufido áspero.

– Tan enfadada -murmuró mirando el suelo-. Las cosas ocurren en esta vida. No podemos controlarlo todo, Michelle.

Empecé a hablar de nuevo, pero no creo que estuviera escuchándome. Me callé y, unos segundos más tarde, me fui.

Séptima parte

LA CONFESIÓN DE FRANK BEACHUM

1

De repente, la Casa de la Muerte se llenó de vida. Los hombres corrían de un lado a otro de los vestíbulos al exterior de la celda del prisionero. Entraban y salían de la cámara de ejecución. La cámara, donde yacía la camilla, estaba repleta de gente. También lo estaba la sala contigua, el trastero, donde Arnold McCardle -quien por sí solo ya podría ocupar una habitación- estaba verificando los teléfonos. Había cuatro en la estantería situada en la pared del fondo de la sala. Cada uno era de diferente color y cada uno tenía una etiqueta Dymo pegada en la base. El teléfono rojo correspondía a la línea exterior, el blanco estaba conectado directamente con el Departamento de Rectificaciones y el de color canela con la sala de comunicaciones. El teléfono negro era la línea abierta con la oficina del gobernador. Al final de la estantería había un sistema de intercomunicación que estaba conectado a un aparato de radio en la cámara de la muerte.

Arnold levantó enérgicamente el auricular de cada uno de los teléfonos, hinchando sus gordos carrillos como si tocara la tuba y entonara una pequeña melodía al mismo tiempo. Sin embargo, la chispa de humor propia de él había desaparecido de sus ojos. Los tenía concentrados y nítidos, toda su atención dedicada a la tarea que tenía entre manos. Hablaba durante unos instantes en cada uno de los teléfonos, comprobando la línea, colgaba y pasaba al siguiente.

Detrás de él, Reuben Skycock se encontraba en el módulo de salida de la máquina de inyección letal: una caja metálica en la pared de la sala de suministros. La puerta de la caja estaba abierta y mostraba las tres jeringuillas contenidas en su interior. Cada una de ellas estaba fijada a un soporte metálico del cual emergía un tubo que, a su vez, pasaba por un orificio a través de la pared de hormigón hasta la cámara de ejecución. Reuben estaba comprobando el sistema manual: el tercer sistema de reserva en caso de que fallaran tanto el eléctrico como el de batería. Eso no había ocurrido nunca en Osage, y sin embargo Reuben proseguía con su trabajo con silenciosa minuciosidad. Tiró de los pernos metálicos que sujetaban los émbolos en su lugar. Miró desde la máquina en dirección al cronómetro mientras los émbolos se vaciaban lentamente en las jeringuillas. Cada vez que tiraba del perno metálico, se oía un sonido estridente: ¡clanc! Cada vez que oía aquel clanc , Arnold se giraba hacia Reuben mirándole por encima del hombro, llevándose el auricular al oído, hinchando los carrillos y entonando una melodía.

Pat Flaherty estaba al lado de Reuben, de pie, mirando por el falso espejo. Estaba lanzando un chorro de limpiacristales y secándolo con una toalla de papel. El día anterior había hecho exactamente la misma operación. El cristal estaba nítido e inmaculada al igual que el espejo al otro lado.

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