Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Me eché a reír en tono de hastío, en el coche húmedo y caluroso. Me reí echando un anillo de humo al parabrisas. Vaya cosas, pensé. Es una locura. Apenas podía creer que estuviera sucediendo de verdad. Pero lo estaba. Lo estaba, sin lugar a dudas. Realmente van a matar a ese hombre. En ocho… Miré el reloj del salpicadero -eran las cinco menos cinco- en siete horas. Ese hombre, Beachum, ese desventurado hijo de puta. Había ido a la tienda a comprar una botella de salsa barbacoa y ahora iban a atarlo a una camilla y a inyectarle veneno por orden judicial. Me volví a reír y moví la cabeza. Vaya pesadilla. Vaya locura.

Un hilo delgado de sudor se me coló en las galas, goteó y empapó las lentes. Me las quité y las limpié rápidamente con la pierna del pantalón, mientras miraba la carretera borrosa y el espacio vacío impreciso. ¿Dónde estaba usted? No tenía una visión clara… Todo este tiempo… ¿Nos cree? Me puse las gafas y miré con ojos de miope siguiendo la linea del capó del Tempo hasta el horizonte carente de rasgos distintivos. Realmente van a matarle , pensé. Y yo lo se. Yo lo sé .

Hablar de una pesadilla. Eso era una pesadilla: el hecho de saberlo. Saber que Frank Beachum iba a morir pese a ser inocente y ser consciente de ello a cada segundo. Yo era consciente de ello ahora, antes de que ocurriera. Iba a ser consciente de ello durante todo el día. Cuando le ataran a la camilla y le clavaran la aguja en la vena, seria consciente de ello, plenamente consciente Y me despertaría al día siguiente por la mañana y el siguiente, y el siguiente, y el siguiente, sabiéndolo. Era inocente. Lo sabía, siempre lo sabría.

¡Dios!, pensé, repantigado en el asiento de mi coche. ¡Dios! ¿Por qué a mí? ¿Por qué tenía que saberlo? Nancy Larson había explicado por qué no había oído el disparo. Dale Porterhouse había afirmado tajantemente que su campo de visión era claro, con patatas fritas o sin ellas. El condenado había pregonado su inocencia, claro está, pero los condenados mienten, todos lo hacen. Yo no tenía ninguna prueba. No tenía por qué saber nada. Nadie sabía nada. Nadie había sabido nada durante seis largos años.

Pero yo sí. Yo lo sabía.

Y sabía más cosas aparte de la inocencia de Frank Beachum. Mientras la voces que había escuchado aquella hora se apaciguaban, sabía incluso cómo habían asesinado a Amy Wilson y por qué. Sabía exactamente qué le había pasado en ese Día de la Independencia, cuando Frank había ido a la tienda a petición de su mujer. Lo sabía. Lo sabría. Todo el día, mañana, y cualquier otro día de mi vida.

Me puse el cigarrillo en la comisura de los labios. Un escalofrío me subió por la nuca. Jesucristo, nuestro Señor… Salsa A-1… El sabe… Ella dio marcha atrás por el otro lado… ¿Dónde estaba usted todo este tiempo?… Me reí entre dientes sujetando el filtro. Vaya cosas, pensé. Vaya locura.

Con un gemido hastiado, me incorporé en el asiento, frotando mis hombros sudorosos contra el vinilo. Una hora de camino para volver a la ciudad, me dije. Para entonces serían las seis y sólo quedarían seis horas. Realmente iba a ocurrir. Nadie podía detenerlo. De hecho, no había tiempo material para detenerlo. Al pensar en todo aquello de forma lógica, me percataba de que ni tan sólo había un buen motivo para intentarlo. No podría conseguirlo. No me convertiría en un héroe para mi hijo. Ni tampoco salvaría mi matrimonio o mi trabajo. Como mucho, con el tiempo, tal vez consiguiera un artículo en una revista. Quizás incluso un libro. O ir de un programa de televisión a otro, suponiendo que alguien se interesara. Ganar algún dinero. No se me ocurría ni una sola razón lógica para intentar hacer algo más.

Y, evidentemente, sabía que tenía que hacerlo de todos modos. Tenía que intentar impedirlo. Ahora, hoy. Aunque no lo consiguiera, tenía que probarlo. Seguro, sin duda alguna. Simplemente no se me ocurría ningún motivo concreto, eso era todo. Pero tenía que intentarlo porque… porque sí. Eso era todo. Así son las normas, y yo no las invento. Cuando uno sabe, no puede dejar de saber, así que tiene que arriesgarse. Así son las normas.

Vaya cosas , pensé. Vaya locura .

Me saqué el cigarrillo de los labios y lo eché por la ventanilla a la carretera. Me eché a reír otra vez.

– ¡Mierda! exclamé.

Y los neumáticos del Tempo chirriaron cuando pisé a fondo el acelerador.

Sexta Parte

EL TIPO

1

Encendí otro cigarrillo mientras anunciaban las noticias de las seis. Estaba sentado en mi coche, aparcado delante de los juzgados. El largo día de verano aún resplandecía, y el calor seguía atestando el coche como agua estancada. El sol del oeste caía con fuerza desde Market Street, convirtiendo los aguilones y los capiteles del ayuntamiento en sombras amenazadoras frente a mí. La luz deslumbraba a través del parabrisas, obligándome a torcer la vista y tornando mi piel húmeda y pegajosa. Me quedé fumando con el codo apoyado en el marco de la ventana.

Fuera, el tráfico en Market Street era rápido, constante y ruidoso. Cuando el semáforo de la esquina cambiaba y los coches se detenían, las cigarras posadas en los árboles que bordeaban el paseo hacían la competencia al traqueteo de los motores ociosos y su canto se hacía más audible a medida que caía la tarde. Al mismo tiempo, el locutor de la radio parecía parlotear de modo ininteligible y estridente a lo lejos, como si fuera Pulgarcito metido en una lata.

Esperé, observando los grandes escalones que conducían al arco rodeado de columnas que remataba la puerta del palacio de justicia. El edificio parecía mirarme con ojos de miope, un bloque elevado de piedra blanca, imperioso y arrogante.

La historia Beachum apareció al cabo de unos cuatro minutos en el noticiario. En la sección de sucesos locales.

– El gobernador se citó hace aproximadamente una hora con los abogados de Frank Beachum, el vecino de St. Louis condenado a morir esta noche por asesinar a tiros a una dependienta embarazada de una tienda de ultramarinos hace seis años…

Me llevé el filtro del cigarrillo a los labios al oír por antena la voz de un abogado. Miré el palacio de justicia sin prestarle demasiada atención. Pensé en Bonnie Beachum, aferrándose a los barrotes de la celda, gritándome a través de ellos. ¿Dónde estaba usted todo este tiempo?

– Le hemos explicado al gobernador que, hhhmm, se está a punto de cometer una grave injusticia y, hhmm, le hemos expuesto el caso -declaró el abogado con voz de lata.

Se podía apreciar la lasitud en su voz, incluso desde ahí. Estaba claro que el gobernador había desestimado el indulto.

Anteriormente, durante el día de hoy -prosiguió el locutor- el gobernador se entrevistó con los padres de la víctima de asesinato, quienes le instaron a que no otorgara el perdón a Beachum. El asistente del gobernador, Harry Mancuso, hizo unas declaraciones para nuestra emisora tras el encuentro…

– Esta administración está decidida a tener mano dura con el crimen -manifestó el asistente del gobernador, Harry Mancuso y estamos decididos a que se haga justicia por la familia de Amy Wilson y por todos los ciudadanos de este estado.

Resoplé como un caballo y apagué la radio cuando el locutor prosiguió con otras historias. Bueno, pues así están las cosas, pensé. Tanto si acudía a Lowenstein como si no, tanto si llamaba al gobernador como si no, mi única oportunidad de que la oficina del gobernador cambiara de opinión era encontrar a algún lunático empapado en la sangre de Amy Wilson después de seis años gritando: Soy yo, Yo soy el tipo que está detrás de todo esto…

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