Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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– Pero ya sabe cómo son estas cosas -continuó en tono familiar, sonriendo-. La gente entra aquí, la prensa. Los prisioneros les cuentan cosas. Están en posición, bueno, en posición de decir todo tipo de cosas angustiosas. Y nosotros, nosotros tenemos un trabajo que hacer y pasamos por los malos de la película. Y eso es lo que aparece publicado en los periódicos al día siguiente. Puede llegar a ser bastante frustrante, eso es todo. En momentos como éste, todo el mundo está un poco más sensible de lo normal, eso es todo. -Su sonrisa delgada y vacía se ensanchó ligeramente, como una tajada de sandía-. Tampoco es fácil para nosotros. Tenemos que hacer lo que nos dice el Estado y el Estado tiene que hacer lo que la gente quiere que haga.

– Sí, claro -asentí-. Por supuesto.

– Además, como sabe, el proceso pasa por muchos juicios, tribunales, apelaciones, etcétera, antes de llegar a nosotros. No es demasiado justo que aparezcamos en el periódico como asesinos ávidos de sangre o algo parecido -se rió secamente.

– No, no, por supuesto que no -respondí.

– En cualquier caso, sé que usted es un hombre inteligente, Steve -prosiguió-. Leo sus crónicas y siempre se ajusta a la realidad, así que no estoy demasiado preocupado. Hacía tiempo que no le veía, así que pensé en salir un momento a saludarle.

– De acuerdo, entendido. Me alegra que lo hiciera -mentí-. Encantado de verle.

Permanecimos allí un par de segundos más, sonriendo, mientras el calor convertía nuestra carne en pasta. Él también estaba sudando,observé satisfecho. Gotas de cristal reluciendo en los pliegues de su frente, en las sienes.

Una bandada de patos sobrevoló el aparcamiento, graznando, pero ninguno de los dos alzó la vista. Empezaba a percatarme de que ese silencio duraba demasiado tiempo. ¿Tenía algo más que decirle?, me pregunté. Pero no había ninguna pista en el vacío brillante de su mirada.

– Bien… -indicó al fin.

Y el pensamiento me invadió de repente, sin saber de dónde venía: ¡Lo sabe! ¡Dios! Él también lo sabe .

Era una idea espantosa, así que me deshice de ella. Me dije que todo era pura imaginación. ¿Cómo podría saberlo? ¿Cómo podría soportarlo si lo supiera? Si lo supiera y tuviera que apretar el gatillo de todos modos.

Plunkitt me dio otra palmadita en el hombro.

– Y ahora conduzca con cuidado -aconsejó.

Yo me quedé ahí de pie, mirando, con los labios entreabiertos mientras su espalda se alejaba de mí en dirección a las puertas de la prisión.

4

Plunkitt volvió andando a la Casa de la Muerte. Avanzó por el pasillo hasta la galería de la muerte, pero no se detuvo allí. Continuó andando hasta llegar al otro extremo. Giró y cruzó otro vestíbulo, donde había otra puerta y otro guardia. Su nombre era Haggerty. Un hombre mayor y barrigudo. Un irlandés de tez pálida. Un duro veterano que había venido aquí después de los despidos de Jeff City.

– Ev -saludó Luther con voz tranquila-. Parece que estás en forma.

Haggerty esbozó una sonrisa ácida con la comisura de los labios, era la única mueca que sabía hacer. Desbloqueó la puerta para el alcaide y la dejó abierta, sonriendo bonachón. Luther se adentró en la sala.

La habitación parecía un consultorio médico, que, de hecho, era lo que había sido. Las paredes blancas de hormigón estaban limpias a relucir. Había un barreño de color blanco en la esquina y un biombo del mismo color apoyado en la pared de la izquierda. A la derecha,una puerta de metal llevaba a un pequeño trastero. Y una camilla emplazada en el centro.

La camilla estaba dotada de correas, correas resistentes de cuero. En la pared del fondo había una ventana con persianas de color blanco que se podían bajar. A la derecha, un espejo. Un falso espejo que permitía ver a través desde el trastero. Y debajo del espejo, un orificio en el muro. Unos tubos surgían del orificio desde el trastero contiguo y estaban conectados a un soporte para el intravenoso acoplado a un extremo de la camilla.

Luther cruzó el umbral y se detuvo. Permaneció allí de pie con las manos en los bolsillos y esbozó una sonrisa blanda mirando la camilla. Oyó la puerta cerrarse a sus espaldas, pero no se movió. La expresión de su rostro no varió. Miró la camilla y, al cabo de un momento, sacó una mano del bolsillo. Sujetaba un pañuelo. Se lo pasó por la cara y salió húmedo. Observó el pañuelo y el sudor empapado en él. Este calor , pensó. Odio este maldito calor .

Pero la sala estaba suficientemente refrigerada y Luther pensaba en Arnold McCardle. Una media hora antes, Arnold McCardle había irrumpido en su oficina. Ese hombre gordo y enorme se había arqueado en la puerta, con la mano apoyada en el marco de la misma.

– Tu amigo del News acaba de provocar un pequeño altercado en la Galería de la Muerte -había declarado Arnold-. Le dijo a Beachum que cree en su inocencia y se diría que participará en una cruzada en su favor. La mujer está desolada.

– De acuerdo -había asentido Luther con un suspiro-. Me encargaré de ello.

Así que había ido al vestíbulo de llegada de visitas para encontrarse conmigo. Y me había hablado. Se había encargado del tema.

Y ahora, ahí solo, en la cámara de ejecución, pensó en Arnold McCardle apoyado en su puerta, y pensó en mí. Volvió a dejar el pañuelo en el bolsillo y miró de nuevo la camilla. Sorbió por las narices. Tenía que admitir que se sentía molesto. Inocente , pensó. Dios mío. Este Everett… estos periodistas… algunos… Tipos asquerosos e insignificantes . Sin lugar a dudas llamaría al periódico y se quejaría de lo ocurrido. Movió la cabeza. Inocente. ¿Pero qué se creía Everett que era aquello? ¿Un show televisivo? ¿Una película? ¡Estos reporteros! Al cabo de un tiempo siempre acababan confundiendo las historias que escribían con la vida real. Porque de eso se trataba. De una vida. Una vida humana. El personal de Osage estaba sudando tinta para hacerlo todo de la manera más profesional posible, más humanamente posible. Angustiar al prisionero o infundirle falsas esperanzas no ayudaba a nadie. Tal vez ayuda a su historia. Pero no ayudaba al prisionero en absoluto.

Malditos reporteros, pensó Luther Plunkitt. Se esforzaba tanto en tratarlos decentemente. Nadie podía culparle por enojarse de vez en cuando. Al fin y al cabo, ellos siempre se creían que sus historias eran más importantes que la vida real.

Permaneció de pie con las manos en los bolsillos un buen rato. Mirando la camilla. Al cabo de unos instantes, imaginó la cara de Frank Beachum. Su rostro alargado y afligido mirándole a él. Inocente, pensó. Sacó de nuevo el pañuelo y se lo pasó por la frente.

¡Dios! , pensó. Este maldito calor .

5

En la celda de la muerte, Frank Beachum no se movió. Permaneció sentado tal como estaba cuando me hube ido, con la mano fláccida sobre la mesa, la boca torcida en un rictus abatido, los ojos caídos y la mirada fija y vacía.

Bonnie, de pie a su lado, seguía aferrada a los barrotes de la celda. Poco a poco, relajó los puños. Una sensación extraña la había invadido. Un extraño sosiego, extrañamente eléctrico. De repente, veía con claridad todos los elementos de la habitación. Con claridad y nitidez. El reloj, el guardia, las sillas, los barrotes. Su marido sentado ante la mesa. Los pensamientos de su propia mente. Todo le parecía mucho más claro que en las últimas semanas.

Porque de repente supo que era inútil. De repente comprendió, asumió de forma visceral, que no había ninguna posibilidad de perdón o de indulto. En cierto modo, el hecho de que yo creyera en la inocencia de Frank la había tranquilizado. Nadie antes había creído en su inocencia. Ni el jurado, ni sus propios abogados, ni la prensa. Ni tan siquiera el reverendo Harlan Flowers, que simplemente se limitaba a no juzgar. Y ahora había aparecido yo, y les había creído y ella había gritado: ¡Es demasiado tarde! Y al gritar, se había dado cuenta de la cruda realidad. De que era demasiado tarde. Ya nadie podía salvar a su marido. Ella le perdería. Iban a inyectarle veneno en el brazo e iban a matarle. Moriría.

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