Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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Frank estaba demasiado cansado, sus hombros se desplomaron. Miró a la mesa y aplastó la colilla que ardía lentamente en el cenicero.
– Nadie.
– Alguien, eso es un hecho -repliqué arrancando el cigarrillo todavía sin encender de mis labios.
– Estaba vacío. Sólo estaba yo. Aquel tipo, el contable, y Amy. Tiré el cigarrillo. Deseaba cogerle por la solapa de la camisa y gritarle a la cara.
– Pero no estaba vacío -insistí-. No se disparó ella sola, ¿verdad?
Entreabrió la boca y miró miserablemente hacia abajo, a la mesa.
– Alguien -continué-. Debía de haber alguien. Tal vez alguien entró al salir usted. Eso explicaría por qué la mujer no oyó los disparos. Ocurrió justo cuando usted se fue. ¿No vio a nadie?
– No, yo… no lo sé. No vi nada. Yo fui a comprar salsa barbacoa. Para el picnic. Íbamos a hacer un picnic. Bonnie se quedó sin salsa. Era el Día de la Independencia.
Oí el chirrido de una silla detrás de mí.
– Bueno -interrumpió Benson decididamente-. Eso es todo.
– ¡No!
Era la señora Beachum. Se había levantado de la cama, de un salto. Se lanzó contra los barrotes de la celda, agarrándolos hasta que los nudillos de sus manos pequeñas y enrojecidas palidecieron.
– No. ¡Por favor! -chilló otra vez. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y tenía el rostro abigarrado y feo-. Usted nos cree, ¿verdad? ¿Verdad que nos cree?
Finalmente, tuve que mirarla a la cara. Pero su dolor, su desesperación me cortó el aliento. Benson se acercó por el lado izquierdo y me puso la mano en el hombro. Un hombre acostumbrado a acompañar a la gente como le daba la gana, así era nuestro Benson. No me empujó, pero sentí la presión y no me moví.
– De acuerdo, de acuerdo -respondí.
– Vámonos -espetó-. Aquí… perturbando a la gente…
– De acuerdo.
La señora Beachum se aferró a los barrotes sin moderación, sin dignidad. Tenía los dientes al descubierto, como los míos antes, como si fuera un animal. Pronunció unas palabras como un gruñido desdeel fondo de la garganta.
– ¿Nos… nos… cree?
– No, Bonnie -murmuró Beachum-. No.
– Venga, vamos, maldita sea -insistió Benson.
Miré el rostro desfigurado de la mujer en la celda. Parecía luchar conmigo a través de los barrotes.
– Sí -confesé al fin-. Les creo. Por el amor de Dios, no hay más que verle.
Cerró los ojos. ¡Afortunadamente! No los podía soportar ni un minuto más. Apoyó la frente contra las barras de hierro y rompió a llorar con tal fuerza que los hombros le temblaban.
– Nadie. Ni tan sólo los abogados sollozó-. Nadie más.
Benson me tiraba de la manga en dirección a la puerta, y yo me solté con un gesto rápido.
– De acuerdo, ya voy. ¡Maldita sea!
– Viniendo hasta aquí, perturbando a la gente -dijo secamente-. ¿No cree que esta pobre gente ya tiene bastante? ¿Qué se ha creído que es esto?
– De acuerdo -repetí.
Avancé hasta la puerta y Benson se apresuró a hacer una señal al guardia que se encontraba al otro lado. La puerta se abrió, pero yo me detuve en el umbral y miré hacia atrás a la celda. Beachum seguía igual que antes, sentado, mirando la mesa, con los labios entreabiertos en un gesto distante y ausente. Pero su mujer había alzado la cabeza otra vez, mostrando las marcas blancas de los barrotes en la frente. Me miraba a través del acero, a través de las lágrimas, como se mira a un crío que ha hecho algo absolutamente impensable, impensablemente cruel.
– ¿Dónde estaba usted? -preguntó en voz baja, con la voz rota-. Ahora ya es demasiado tarde -sollozó sorbiendo por las narices-. ¡Dios! ¿Dónde estaba ? Todo este tiempo…
Benson volvió a ponerme la mano en el brazo, pero durante un par de segundos resistí la presión hacia la puerta.
– No era mi historia -respondí-. Hubo un accidente… La curva del muerto… No tenía que ser mi historia.
Y me empujaron hacia el vestíbulo.
3
Luther Plunkitt me esperaba al volver al vestíbulo de entrada para las visitas. A mi entender, no era una buena señal. En un día de ejecución, la vida se torna tensa en una prisión. Los prisioneros están irritables, los guardias, nerviosos, la seguridad, severa, y los estómagos, revueltos. Plunkitt habría sido informado inmediatamente del pequeño disturbio que acababa de provocar en la Galería de la Muerte. Había hecho preguntas, las voces se habían alzado. Seguramente eso no le había encantado.
Pero eso era lo más fantástico sobre Plunkitt. Nunca podías saber realmente si estaba contento o no. Me saludó tendiéndome la mano, con una sonrisa tímida y los labios apretados. Su rostro arrugado parecía afable y cada uno de sus cabellos plateados estaba en su lugar. Sólo esos ojos grises, bien asentados debajo de su frente amplia, eran metálicos y sin expresión. No sabía si me iba a dar la mano o a arrancarme el cuello. En cualquier caso, no dudé ni un instante de que era capaz de hacer cualquiera de las dos cosas.
En esa ocasión me estrechó la mano.
– Everett -saludó.
– Alcaide -respondí-. Encantado de volver a verle.
– Le acompaño hasta su coche.
Metió las manos en los bolsillos del pantalón con aire despreocupado. Traspasamos las puertas de cristal el uno junto al otro hasta el aparcamiento. El calor del sol me causó estupor y la inmovilidad sofocante del aire me envolvió lentamente, aunque la sensación de salir de la prisión era placentera. Podía oír las cigarras que cantaban con fuerza alrededor del aparcamiento, y un par de golondrinas se precipitaron sobre el muro, por encima de la alambrada. Resultaba agradable.
Plunkitt sonrió al cielo claro, habló al azul despejado.
– Siento lo de la señorita Ziegler. ¿Se sabe algo?
– No -contesté-. No, que yo sepa. Todavía está en coma.
– Es una pena, realmente una pena. Estos coches… Basta con meterte en uno y…
Asentí. Cruzamos el camino de asfalto hirviendo en dirección al Tempo.
– ¿Todo bien con la entrevista? -me preguntó.
– Sí, sí, muy bien. Gracias. Se lo agradezco. El periódico se lo agradece.
Pareció reflexionar atentamente sobre esta última observación, midiendo la distancia, supervisando las paredes grises de la prisión, las puertas, las torres vigía.
– Sabe -dijo con aire pensativo- la señorita Ziegler me dio a entender que estaba interesada en hablar con Beachum sobre, bueno, sus sentimientos, sus emociones antes de la ejecución. Cuestiones de interés humano. Eso es lo que habíamos acordado. Porque si no hubiese sido así, ya sabe, la mayoría de las entrevistas de prensa las hacemos por teléfono. Hay menos riesgo de importunar al prisionero.
Asentí. Había captado el mensaje. Me acababan de censurar, pero con delicadeza. Plunkitt era un hombre que medía las palabras con mucho cuidado. Deseaba mantener buenas relaciones con la prensa, y no me habría hablado de esa forma si no estuviera legítimamente molesto. Sólo podía esperar que no llamara a Bob para quejarse.
Sentía el calor del sol golpear mi cabeza y subir en espiral desde los pies. El sudor se acumulaba en mis patillas debajo de la montura metálica de las gafas. Me las subí para que no se me deslizaran por elpuente de la nariz.
– Bueno, ya sabe, me dieron la historia en el último minuto -argumenté-. Con el accidente y todo eso proseguí, exprimiendo hasta la última gota de caridad- seguramente no estaba lo suficientemente preparado. Espero no haberlo estropeado.
– No, no -profirió en tono bastante afable.
Al llegar al extremo del coche me puso la mano en el hombro y medio un apretón amistoso. Nos quedamos frente a frente delante del parachoques del Tempo.
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