Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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Yo seguí asintiendo y anotando. Injusticias resarcirán … torcido enderezará … Asentí y anoté. Eso es lo que quería decir, supongo. Era la razón por la que había accedido a la entrevista. Pero con el reloj en la pared, con la mirada en sus ojos, con la angustia inflamando la mirada imperturbable de su mujer, las palabras emborronadas en la hoja de papel me hicieron sentir náuseas. Las manecillas del reloj seguían avanzando implacables detrás de mí, girando y girando. Pobre bastardo , pensé. Pobre bastardo asustado .
Dejé de escribir, pero no alcé la vista. Apreté el Bic con fuerza. Clavé la punta en el papel. Seguí sin mirar. No quería toparme con los ojos de Frank Beachum en ese momento. Me sentía violento. Aquel hombre allí sentado en su celda con su mujer aterrorizada. Hablando de Jesús. Era embarazoso. La verdad es que siempre me siento así cuando alguien habla de Jesús. Cuando alguien pronunciala la palabra, la palabra «Jesús» como si la sintiera de verdad, me pone la piel de gallina, como cuando alguien habla de «vísceras» o «tripas». Me hace sentir como si hablara con un enfermo. Un enfermo mental al que se debe proteger del choque entre la contradicción y la cruda realidad. Cuando oigo a un hombre rezar a Dios, sé que estoy tratando con un corazón lisiado, un corazón cansado de penas y de duras verdades, harto de un mundo en que los fuertes y los afortunados sobreviven y los débiles quedan rezagados sin recompensa alguna. Hastiados y temerosos de morir, aferrándose a Jesucristo.
Me sentía violento. Y cuando alcé la mirada, su imagen me dio lástima. Ese pobre hombre, que en algún momento debía de haber sido valiente y activo, esperando en su celda que se lo llevaran a ninguna parte, reducido a abrazar su osito de peluche religioso, chupándose su pulgar cristiano, repitiéndose a sí mismo ese cuento de hadas bíblico para poder bajar a la Casa de la Muerte sin gritar, para soportar su último medio día de vida sin volverse loco. Tal vez yo habría hecho lo mismo en su lugar. No hay muchos ateos en un garito como éste. Quizá por eso me molestó tanto verle así. Y me molestó de verdad. Sentí cómo me quemaba el estómago revuelto.
Para evitar sus ojos hastiados, miré por encima del hombro al reloj. El oficial de guardia, sentado a su amplia mesa, me estaba observando. Levantó la barbilla como si me retara.
– Le quedan nueve minutos -refunfuñó.
Me volví hacia Beachum y esbocé una sonrisa embarazosa. Por dentro, me sentía inquieto y turbado.
En la celda, el condenado movió ligeramente las manos, sus labios temblaron y sus ojos vacilaron. Había pronunciado su discurso, y ahora esperaba algún comentario.
– ¿Le parece… le parece bien, señor Everett? -preguntó en voz baja-. ¿Es lo que usted quería o…?
Un hilo tambaleante de humo salió de mi boca. Me incliné hacia delante en la silla, hacia los barrotes. Le miré fijamente, sentía mis ojos arder al mirar a aquel hombre a través de los barrotes. Tenía la sensación de contemplar un abismo martilleante y plomizo que se abría en el tumulto indescriptible de su interior, la misión de vivir sus últimas horas. ¿Le parece bien, señor Everett? ¿Es lo que usted quería? Podía sentir la mirada brillante de su mujer en mi visión periférica. Noté que mis labios se tensaban hacia atrás dejando los dientes a la vista.
– Señor Beachum -dije con voz ronca-. Me importa un huevo Jesucristo. Y no me importan sus sentimientos. No me importa la justicia, ni en esta vida ni en la próxima. A decir verdad, tampoco me importa demasiado lo que está bien y lo que está mal. Nunca me ha importado. -Eché el cigarrillo al suelo. Lo aplasté con la suela de mi zapato, mirando cómo iba de derecha a izquierda. Apenas podía creerlo que le estaba diciendo, pero no podía detenerme-. Lo único que me importa, señor Beachum -proseguí- son las cosas que pasan. Los hechos, los acontecimientos. Ese es mi trabajo, mi único trabajo. Las cosas que ocurren. Señor Beachum, tengo que saberlo, ¿mató usted a esa mujer o no?
A su mujer se le escapó otro sonido y se llevó la mano a la boca.
– ¿Qué? -espetó Beachum. Me miraba anonadado desde el otro lado de los barrotes, con los ojos apagados, abatido, la boca entreabierta.
– ¿Qué ocurrió, maldita sea? -Tragué saliva con fuerza-. ¿Qué ocurrió?
– ¿Qué…? ¿Qué ocu…?
– En esa tienda. Aquel día. Cuando dispararon a Amy Wilson.
Abrió la boca y la cerró otra vez. Me miraba y yo le miraba a él.
– Yo… yo… fui a comprar una botella de salsa A-1.
Solté un bufido. ¡Dios! , pensé. Salsa A-1. Dios . Y sin embargo era cierto. Estaba seguro de que era cierto.
– Y le pagó la salsa a Amy en el mostrador -continué.
– Sí.
La mano se me fue automáticamente al paquete de cigarrillos. Saqué uno.
– Y ella mencionó lo del dinero, ¿no? El dinero que le debía. ¿Lo mencionó?
En un primer momento, parecía incapaz de responder, de hablar. Abría la boca y gesticulaba, pero no había palabras. Entonces:
– Dijo que estaba… bueno… que intentaba conseguirlo. El dinero.Yo le dije… le dije que no se preocupara por eso. Sabía que andaban justos de dinero. Por eso les reparé el coche. Sólo les cobré las piezas de recambio. Lo conté todo en el juicio. Pero no me creyeron. Ni siquiera mi abogado… -Su voz fue desapareciendo hasta perderse por completo. Movió la cabeza.
Pero yo le creí. Había hablado con Amy sobre el dinero. Eso fue lo que Porterhouse oyó antes de entrar en el lavabo.
Me llevé el cigarrillo a los labios. Subía y bajaba mientras yo seguía hablando.
– Bueno, pues alguien la mató, amigo. Eso es cierto, eso es un hecho. Esa chica está muerta y alguien le disparó. Así que si no fue usted, fue otro.
– Le quedan cinco minutos -comunicó Benson detrás de mí. Su tono era áspero, amenazador, pero no le prestamos atención. Continuamos como si no hubiera dicho nada.
– Sí, claro -asintió Frank, aturdido.
– Claro -repliqué. Levanté el encendedor-. ¿Quién?
– ¿Qué?
– ¿Quién pudo haberlo hecho?
– No… no lo sé.
– Porterhouse no fue -aclaré-. No es un asesino. Hablé con él. Él no hizo nada, pero le diré algo más: tampoco vio nada. Y es el único testigo que tienen.
La señora Beachum dio un grito sofocado. Esa es la palabra. Un grito sofocado, breve y soso. No la miré. Rechacé el calor de su mirada.
– No lo sé, no lo sé -replicó Beachum cansadamente. Miraba a lo lejos, con tristeza, derrotado.
– Venga, amigo -susurré-. ¿Y qué pasa con la mujer? La mujer del coche.
El condenado hizo un ademán rápido con la cabeza como si yo le estuviera molestando.
– No… no…
– ¿Por qué no oyó los disparos?
– Yo no…
– ¿Por qué no vio que no llevaba ninguna pistola? Lo que tenía enla mano era la salsa barbacoa, ¿no es cierto?
– ¡Por Dios! -gritó la señora Beachum.
La ignoré por completo.
– Era la botella, ¿verdad? ¿La llevaba en la mano? Dígamelo. Beachum parecía un hombre medio dormido, un hombre al que se ha despertado con un sobresalto.
– Sí -respondió de modo apagado-. Sí, la botella. Ya se lo dije. La llevaba en la mano derecha, por eso ella no pudo verla. Ella dio marcha atrás por el otro lado. El lado izquierdo. No la vio, no tenía una visión clara.
– De acuerdo. Así que no fue ella. No fue Porterhouse. No fue usted. -Oí cómo la señora Beachum rompía a llorar. No me importó. No soy una persona a la que le importen estas cosas. Soy un reportero. Y esa era mi historia. Era lo único que sabía hacer-. ¿Quién más estuvo allí? Eso es lo que quiero saber. ¿Quién diablos estuvo allí?
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