Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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Pasamos por un vestíbulo de ventanales y otra serie de barrotes. Seguimos avanzando y bajando hasta otro vestíbulo, y cada puerta me agitaba el pulso con fuerza. Noté que tenía necesidad de ir al baño, pero no quise preguntar, no quería interrumpir el momento. Llegamos delante de una puerta, al otro lado de la cual se encontraba un guardia sentado. Hemos llegado , pensé. La Galería de la Muerte . Intenté parecer algo cansado e impasible.
Lancé una mirada irónica a mi guía bigotudo.
– Un lugar agradable -comenté-. Recuérdeme que nunca cometa un crimen violento.
Mi compañero me miró sin ninguna expresión.
– Mienten, ¿sabe usted? -observó.
– ¿Qué?
– Los prisioneros. Eso es lo que hacen. Cada palabra es una mentira.
– Todo el mundo miente, amigo -asentí-. Yo sólo estoy aquí para hacerlo constar.
El guardia se puso en pie y abrió la puerta de la galería de la muerte.
2
– Dispone de quince minutos, señor Everett -advirtió el guardia de la galería de la muerte. Por orden del señor Plunkitt. Quince minutos, ni uno más ni uno menos.
No respondí. Miré a mi alrededor. Observé la pared de hormigón rebozada con pintura blanca manchada y cuajada en su superficie áspera. La larga mesa del guarda y el reloj que pendía encima de ella, girando sin cesar. La celda y el destello sombrío de los barrotes bajo los fluorescentes. La mesa emplazada en su interior, cubierta con vasos de papel vacíos y un cenicero de papel de estaño. La cama chafada y arrugada. La desnudez manifiesta del lavabo metálico pegado a la pared posterior. Y el hombre y la mujer. De pie dentro de la celda. Se habían levantado del catre para recibirme, el brazo de él rodeando los hombros de ella. Finalmente, mi vista se detuvo en ellos.
Esto es , me dije a mi mismo. La Galería de la Muerte . Pero no tenía que repetírmelo más veces. La tristeza enfermiza, el miedo enfermizo, era como gas agobiante en la habitación mal iluminada, como miasma que se percibía al respirar.
Estudié la cara de Frank Beachum a través de los barrotes. Debería describir su aspecto en mi historia -una crónica de interés humano-, así que estudié su rostro. Más que nada, percibí abatimiento. Abatimiento, y un terror amortiguado por una incomprensión aturdida. Pero sobre todo abatimiento. O, al menos, así le recuerdo. Rasgos delgados, nudosos y acentuados que habían sido enérgicos pero que estaban agotados, sin fuerzas, sin nada, excepto abatimiento. Con su largo cuerpo que se mantenía erguido por un esfuerzo casi palpable de voluntad, parecía un enfermo de cáncer, una víctima del hambre, un peregrino insomne que supera otra pequeña ascensión en un valle sin fin. Abatimiento corporal, abatimiento del alma, abatimiento más allá de los límites de la imaginación. Eso es lo que recuerdo cuando pienso en Frank Beachum, esa primera impresión, más que cualquier otra cosa, más que cómo estaba la última vez que le vi.
Permanecía inmóvil, rodeando a su mujer con el brazo mientras ella tenía las manos enlazadas por delante. Habrían podido ser cualquier pareja treintañera saliendo de misa en un domingo constitucional. Hasta que se apreciaban los nudillos de ella absolutamente pálidos y la fuerza con que apretaba las manos. Su rostro pequeño y gastado, envejecido como una falsa antigüedad, a base de golpes, iluminado artificialmente por la emoción febril de sus ojos. Una claridad horrible, de esperanza insana, pensé, de desamparo.
El guardia, Benson, cogió una silla y la puso para mí delante de la celda. Yo me acerqué lentamente. Beachum tendió la mano a través de los barrotes. Yo le tendí la mía. Su palma estaba seca y fría. No me gustó tocarle.
– Señor Everett saludó-. Soy Frank Beachum. Por favor, tome…
Pronunciaba las palabras pesada y dolorosamente. Caían como fragmentos de arcilla. Incluso hablar suponía un esfuerzo para él, estaba completamente agotado. Señaló la silla con un gesto de la mano.
– Sí, gracias -respondí.
Me senté y saqué el cuaderno de notas y el bolígrafo. Beachum se separó suavemente de su mujer y se sentó ante la mesa en otra silla que había frente a mí. La señora Beachum se quedó atrás, sentada de nuevo encima de la cama. Sus ojos brillantes no me abandonaban en ningún momento.
Yo me puse a jugar con mis cigarrillos entresaqué uno del paquete para ofrecérselo a Beachum. Él levanto la mano.
– Ya tengo -afirmó.
Sacó uno del bolsillo de su camisa. Yo podía oír el latido de mi corazón mientras los dos encendíamos nuestros respectivos cigarrillos a cada lado de los barrotes.
Levantamos la mirada y llenamos el espacio blanco que había entre nosotros con humo gris.
– ¿Cómo… cómo está esa chica? -preguntó.
Yo no le entendí, pero él hizo un esfuerzo para continuar.
– La otra. Michelle… algo. Me dijeron que había sufrido un accidente.
– Oh, oh, sí -contesté-. Un accidente de coche, bastante grave. Lo último que he sabido es que está en coma. -Me di cuenta de que había olvidado preguntarle a Alan los últimos detalles. Estaba demasiado concentrado en mis propios problemas.
– Lo siento -lamentó Frank Beachum.
– Sí -asentí ligeramente avergonzado. Sí, está bastante mal. Hubo un silencio y los dos fumamos. Podía sentir el movimiento de las manecillas del reloj detrás de mí, y ello hizo que se me erizaran los pelos de la nuca. Dios, pensé. Pobre bastardo. Dios. Fueron unos segundos muy intensos. La emoción, la necesidad de orinar, la pena y el miedo contagioso: me resultaba difícil ordenar mis pensamientos. ¿Qué era lo que le quería preguntar? Mi cometido era hablar de sus sentimientos, ofrecer a los lectores una impresión del lugar, emociones ajenas e intensas sobre la Casa de la Muerte para distraerlos a la hora del desayuno. No sobrecargarlo con detalles sobre el caso. Ya lo hemos cubierto suficientemente. Eso era lo que Bob me había dicho. Por lo demás, mis propias sospechas estaban repentinamente confusas e inarticuladas. Crucé las piernas, intentando que mi vejiga se tranquilizara, intentando concentrarme.
El convicto rompió el hielo.
– La chica -comentó-. Esa chica… Michelle… ella dijo que, bueno, no sé, creo que quería hablar conmigo sobre mis sentimientos. Aquí. Aquí dentro.
El rostro alargado, triste y cansado continuaba empujando las palabras y lanzándomelas al otro lado de la mesa, a través de los barrotes, a través de humo. Lo vi parpadear pesadamente debajo del mechón de pelo lacio que caía por su frente. Supongo que habría debido de sentirme culpable por conseguir emociones gracias a su agonía, emociones para mis lectores. Y así lo hice. Me sentí culpable y asentí.
– Sí, eso es -aclaré-. Se trata de una crónica de interés humano.
Beachum dio una calada profunda al cigarrillo. Continuó hablando, cuidadosamente, como si hubiera preparado lo que deseaba decir.
– Lo que quería… lo que deseaba contarle a todo el mundo es que… es que… creo en Jesucristo. Nuestro Señor y salvador.
Asentí otra vez, mojándome los labios. Entonces, estirándome en la silla, volviendo en mí, me di cuenta de que debía anotar lo que estaba diciendo. Apunté en el cuaderno. Creer en JC… Señ + salvad… Sólo quince minutos, pensé frenéticamente. Sólo me quedaban quince minutos. Sólo le quedaban ocho horas. Beachum respiró hondo para recuperar fuerzas y prosiguió.
– Y creo… creo que voy a ir a un lugar mejor y que… hizo una pausa porque su mujer emitió un sonido. Un sollozo de estremecimiento. Vi cómo cerraba los brazos contra sí, forzándose a permanecer en silencio. Beachum no se giró-… y que allí habrá una justicia mejor y me juzgarán inocente. No digo que no tenga miedo porque creo… creo que todo el mundo tiene miedo de morir, a menos que esté loco. Bueno, ya sabe. Pero no tengo miedo de que las injusticias que se hayan cometido aquí en la tierra no se resarzan. Las faltas se repararán, eso es lo que dice la Biblia y yo creo en ello. Quiero testificar todo esto a la gente antes de que ocurra. Así… así es como me siento.
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