Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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Cuarenta minutos después, John Chen dejó el Porsche ante la casa de Dersh junto a un taxi verdiblanco. Ya se había retirado de la puerta la cinta de la policía y la casa no estaba vigilada como escena de un crimen. Sólo era un cebo para los morbosos.

Cuando Chen bajó del Boxster, un hombre con el hombro metido en una escayola que le separaba el brazo del cuerpo salió del taxi. Parecía un camarero.

– Señor Chen, soy Elvis Cole -le dijo.

Menudo nombre más idiota. Elvis.

Chen estudió a Cole con resentimiento, pensando que seguramente quería que falsificara o colocara pruebas.

– ¿Es usted el compañero de Pike?

– Sí. Gracias por venir.

Cole le tendió la mano buena. No era tan corpulento como Pike, pero también apretaba demasiado. Seguro que era otra rata de gimnasio con demasiados cromosomas y que jugaba a ser detective privado para poder darse el gusto de intimidar a la gente. Chen le dio la mano rápidamente y se apartó, pensando que a lo mejor Cole era peligroso.

– No tengo demasiado tiempo, señor Cole. Hace cinco minutos que tenía que estar en la oficina.

– No tardaremos mucho.

Cole tomó sin esperar el callejón que discurría junto a la casa de Dersh, y Chen le siguió sin saber muy bien por qué. No le hacía gracia: los tíos con cojones son los que abren camino, no los que siguen a los demás.

– Cuando revisó la zona de Lake Hollywood, siguió las huellas del asesino hasta un camino y descubrió dónde había aparcado el coche -recordó Cole.

Chen entornó los ojos. Aquello le dio mala espina, pero el que había seguido las huellas había sido Pike. Chen se había limitado a seguirle. Naturalmente, eso no lo había mencionado en el informe.

– ¿Y?

– En el informe de Dersh no consta el vehículo del asesino. Me preguntaba si lo habría buscado.

Chen sintió una ola de alivio y a la vez de irritación. Ésa era la gran idea de aquel tío, por eso quería verle. Le contestó con determinación, para que se enterase de que él no era ningún gilipollas ni podían tratarle como si fuera el empollón de la clase.

– Pues claro que lo busqué. La señora Kimmel oyó cómo se cerraba de golpe la puerta del coche delante de la casa de su vecino. Miré en el asfalto y en el bordillo justo allí y delante de la casa de al lado por si había huellas de neumáticos, pero no había nada.

– ¿Buscó manchas de aceite?

Cole lo preguntó con naturalidad, sin acusarle de nada, y Chen notó que se ponía colorado.

– ¿Qué quiere decir?

– En el informe de Lake Hollywood se mencionan manchas de aceite que encontró usted allí, tomó muestras y lo identificó.

– Penzoil 10-40.

– Si el coche del asesino goteaba en el lago, seguramente también goteaba aquí. Si encontramos esas manchas, a lo mejor puede probar que proceden del mismo vehículo.

Chen se puso aún más rojo. Le ardía la cara y al mismo tiempo sentía una gran emoción. Cole había dado con algo. Chen podía comprobar la marca, los aditivos y la concentración de partículas de carbono para comparar las dos muestras. Si coincidían, el caso Dersh quedaría resuelto y eso le garantizaba la primera plana de los periódicos.

Pero cuando llegaron a la calle su entusiasmo se desvaneció. El asfalto no se había renovado desde los años sesenta y estaba lleno de baches, resultado de la acción del calor infernal de Los Ángeles, y presentaba toda una red de pequeñas grietas causadas por los terremotos. En la zona general en la que le parecía que debía de haber aparcado el asesino, la calzada estaba llena de manchas que podían haber sido cualquier cosa: líquido de la transmisión, de la servodirección o de los frenos, anticongelante, escupitajos de conductores que pasaban por allí o cagadas de pájaro.

– No sé, Cole -dijo-. Han pasado dos semanas; cualquier mancha de aquella noche se ha secado, los coches han pasado por encima y quizás otras sustancias la han contaminado. No vamos a poder encontrar nada.

– No lo sabremos si no miramos, John.

Chen recorrió el borde de la calle, pateando guijarros y frunciendo el entrecejo. Aquella calle de mierda estaba tan llena de manchas que parecía que tuviera el sarampión. Aun así, era una idea interesante, y la recompensa podría ser enorme si salía bien: un polvo con Teresa Wu.

Chen se echó al suelo boca abajo, como si fuera a hacer flexiones, tal y como le había enseñado Pike, y estudió la luz de la superficie del asfalto. Dejó que lo demás se volviera borroso y se concentró sólo en la luz. Así se percató de que algunas manchas brillaban más que otras. Serían más frescas. Se fue hasta el bordillo y se imaginó un coche aparcado allí, un cuatro por cuatro como el de Lake Hollywood. Volvió a tumbarse en el suelo en aquel punto, buscando señales. Un vehículo aparcado durante un rato no habría dejado una sola mancha, sino varias que estarían superpuestas.

– ¿Qué le parece? -preguntó Cole.

John Chen, perdido en su análisis de la calzada, no le oyó.

– ¿John?

– ¿Sí?

– ¿Qué le parece?

– Me parece que es una posibilidad remota.

– ¿Es que hay alguna de otro tipo?

John Chen volvió al Boxster a buscar la caja de recogida de pruebas y se pasó el resto de la tarde tomando muestras y soñando despierto con Teresa Wu.

Capítulo 42

Veintidós días después de que la oficina del fiscal del distrito de la ciudad de Los Ángeles registrara mi condena, recibí una carta del Tribunal de Licencias del Estado de California en la que revocaba mi licencia de investigador. En la misma carta, la Comisión de Sheriffs de California cancelaba mi licencia de armas. No quedaba nada de la Agencia de Detectives Elvis Cole. No quedaba nada de mi trabajo como investigador privado. Siempre podía montar una plantación de maría.

Dos días más tarde los médicos me quitaron la escayola y empecé la recuperación. Me dolía. Era peor que cualquier dolor físico que hubiera sentido jamás, peor incluso que recibir un disparo, pero el brazo me funcionaba y podía volver a conducir. Y además ya no parecía un camarero.

Me fui a la oficina por primera vez desde lo del desierto, subí los cuatro tramos de escalera y me senté a mi mesa. Llevaba más de diez años en aquella oficina. Conocía a los que trabajaban en la oficina de seguros de delante y había salido con la propietaria de la empresa de cosméticos de al lado. Compraba bocadillos en el puesto que había en el vestíbulo y tenía la cuenta en el banco del mismo edificio. Joe también tenía una oficina allí, pero estaba vacía. Nunca la había utilizado y quizá ya no la utilizaría nunca.

Miré cómo los ojos de Pinocho iban de un lado a otro y dije:

– Supongo que puedo colgarte en la buhardilla.

Sonó el teléfono.

– Agencia de Detectives Elvis Cole -contesté-. Hemos cerrado.

– ¿Cómo que habéis cerrado? -preguntó Frank García.

– Es una broma, Frank. ¿Qué tal te va?

No quería entrar en el asunto.

– ¿Por qué no me has llamado? ¿Por qué no habéis venido a verme esa chica tan guapa y tú?

– He estado muy ocupado. Ya sabes.

– ¿Cómo se llama la chica, la que trabaja en el Canal 8?

– Lucy Chenier.

– Quiero que vengáis los dos a cenar. Me siento solo y me gusta tener a mis amigos cerca. ¿Qué me dices?

– ¿Te importa si voy yo solo, Frank?

– ¿Pasa algo? Tienes una voz rara.

– Me preocupa Joe.

Frank guardó un rato de silencio. Finalmente dijo:

– Sí, bueno, hay cosas que pueden controlarse y cosas que no. ¿Seguro que estás bien?

– Seguro.

* * *

Al principio hablaba con Lucy cada día, pero con el paso del tiempo las llamadas eran cada vez más cortas y menos frecuentes. No me hacían gracia y después de hablar con ella me sentía peor. Para Lucy debía de ser lo mismo.

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