Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– Estás jodido.

– Por eso me caes tan bien, Charlie, porque eres todo alegrías.

– Si quieres que te asesore como abogado, acepta su ofrecimiento y deja que mientan. Podemos montarnos una buena historia y entonces seréis los tres contra Krantz en el juicio. Y saldrás de rositas.

– No quiero hacer las cosas así, Charlie.

– ¿Por qué no?

Charlie es increíble.

Más tarde habló con la fiscal que llevaba el caso, que era bastante joven. Se llamaba Gilstrap, acababa de salir de la Facultad de Derecho de la Universidad del Sur de California y quería ser gobernadora. Volvió y me dijo que si me declaraba culpable de la acusación de interferir en la actividad de un agente de policía, retirarían el cargo de obstrucción a la justicia. Si lo aceptaba, me pondrían en libertad condicional y no tendría que ir a la cárcel.

– Pero eso es reconocer que he cometido un delito, Charlie. Me quitarán la licencia.

– Si no transiges, vas a perder la licencia de todos modos. Y además te caerán dieciocho meses.

Acepté el trato y me convertí en un criminal convicto.

Al día siguiente fui al hospital a que me reconstruyeran el hombro. Tardaron tres horas, no cuatro, pero me dejaron metido en una escayola que me mantenía el brazo separado del cuerpo como si tuviera el hombro dislocado. El médico dijo que si la bala de Sobek hubiera entrado un centímetro más a la izquierda, habría partido el nervio que controlaba el grupo muscular de la mano y el antebrazo. Entonces me habrían quedado como un macarrón recocido.

Sólo de pensarlo me sentía mejor con la escayola.

* * *

Aquella noche Lucy me llevó flores.

Pasó los dedos por la escayola y me dio un beso en el hombro. Ya no parecía tan enfadada. En sus ojos vi una bondad que me asustó más que Laurence Sobek, o que el disparo que había recibido, o que la pérdida de la licencia.

– ¿Hemos terminado?

Me miro durante un buen rato antes de contestar.

– No lo sé. Algo ha cambiado.

– Vale.

– Vamos a ser sinceros: este trabajo era una excusa para venir a Los Ángeles. Si he venido es porque te quiero. He cambiado mi vida para estar contigo, pero también porque quería cambiar. No me prometiste nada ni tenía expectativas sobre nuestro futuro, ni siquiera sabía si iba a funcionar. Cuando nos conocimos ya sabía a qué te dedicabas y lo que eso significa para ti.

– Te quiero.

No sabía qué otra cosa decir.

– Lo sé, pero ya no confío en ese amor tanto como antes.

– Lo comprendo.

– No lo digas de ese modo.

– No podía hacer otra cosa, Lucy. Joe me necesitaba. Y me sigue necesitando si no está muerto. Y voy a ayudarle.

– Estás enfadado.

– Sí. Estoy enfadado.

No hablamos mucho más, y al cabo de un rato se marchó. Me quedé pensando si volvería a verla o a sentir lo mismo por ella, o ella por mí, y el simple hecho de pensar tal cosa me parecía increíble.

Hay días que es mejor no levantarse.

* * *

A la mañana siguiente, Abbot Montoya entró en mi habitación empujando la silla de Frank García, que estaba macilento y avejentado. Sin embargo, me agarró la pierna para saludarme y vi que tenía fuerza. Me preguntó por el brazo y por Joe, pero al cabo de un rato empezó a distraerse y se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Acabasteis con ese hijo de puta.

– Fue Joe.

– Joe y tú, y la mujer que fue a mi casa.

– Se llamaba Samantha Dolan.

Frunció el entrecejo, preocupado.

– ¿No se ha sabido nada de Joe?

– Aún no, Frank.

– Si necesitas cualquier cosa, me lo dices. Abogados, médicos, me da igual. Legal, ilegal, no importa. Ahora te debo mucho. Si puedo hacer cualquier cosa, la haré.

Empezó a sollozar y me sentí violento.

– No me debes nada, Frank.

Me apretó la pierna con tanta fuerza que pensé que iba a romperme el hueso.

– Todo lo que tengo es tuyo. Ni tienes que comprenderlo, ni tampoco que comprenderme a mí. Pero que sepas que eso es lo que hay.

Pensé en Rusty Swetaggen y lo comprendí.

Cuando ya se iban, Abbot Montoya volvió sobre sus pasos y entró en la habitación.

– Frank lo dice en serio.

– Lo entiendo.

– No. No, lo entiendes, pero lo entenderás. Y yo también lo digo en serio. Estamos a tu disposición, Elvis. Para siempre. Esto es un pacto de sangre. Puede que no estemos demasiado lejos de la Valla Blanca, aunque hayan pasado tantos años.

Cuando se fue, me quedé mirando el techo.

«Estos latinos…»

* * *

Al cabo de un rato, cuando Charlie Bauman estaba llenándome de humo la habitación, pasaron a verme Branford, Krantz y Stan Watts.

Krantz se quedó al pie de la cama con las manos en los bolsillos.

– Unos chicos han encontrado el coche de Pike delante de Twentynine Palms -me contó.

Era un sitio árido y escarpado al noreste de Palm Springs, donde los marines tenían su Centro de Combate de Tierra. Charlie se puso en pie al oírlo.

– ¿Estaba Pike dentro? -pregunté.

Branford me miró la escayola.

– No, sólo había mucha sangre. El asiento delantero estaba todo empapado. Hemos mandado a los de la oficina del sheriff a hacer un barrido de la zona.

Me miraban como si yo le hubiera ayudado a aparcarlo.

– No seguirás con la idea de acusar a Pike por esa historia de Dersh, ¿verdad, Branford? -preguntó Bauman.

El fiscal se lo quedó mirando.

– ¡Por el amor de Dios!

– Krantz, tú sabes que no es verdad -intervine-. Ya viste cómo iba vestido Sobek, igualito que Pike. La vieja lo vio a él.

Krantz me aguantó la mirada.

– Yo de eso no sé nada, Cole. La señora Kimmell vio tatuajes de flechas. Sobek no tenía ninguno.

– Eso quiere decir que se los pintó y luego se los quitó.

– Te oí preguntarle a Sobek si se había cargado a Dersh. Y también oí que lo negaba.

Charlie hizo un gesto con el cigarrillo, molesto.

– ¿Qué querías, una confesión firmada? ¿A qué viene todo esto?

– Quiero hechos. No nos hemos quedado de brazos cruzados, Bauman. Hemos pasado por el sistema todo lo que dijo Pike sobre su coartada, y los resultados han sido justo los que esperaba: una trola. No hay ninguna furgoneta negra, ni ninguna Trudy, ni ningún Matt. Hemos hecho una rueda de reconocimiento de seis fotografías con Amanda Kimmel, una de ellas la de Sobek, y la señora sigue reconociendo a Pike.

– Tenemos el arma del crimen, las pruebas técnicas y el móvil -continuó Branford-. Todo eso apunta a Pike.

– La declaración de Pike no era ningún secreto -replicó Charlie-. Sobek pudo haber tirado el arma desde el embarcadero para que coincidiera con la historia de Pike. Si Sobek no mató a Dersh, ¿por qué fue asesinado Jesús Lorenzo pocas horas después? ¿Eso os parece una casualidad?

– Lo que a mí me parece es que no puedo preguntárselo a Sobek porque está muerto. Mira, Pike le salvó la vida a Krantz, y a esas dos mujeres, pero no puedo olvidarme de lo de Dersh porque le debemos una. Si me dais alguna prueba de que no lo hizo él, o de que lo hizo Sobek, cerramos el caso.

Charlie Bauman hizo un gesto de indiferencia con el cigarrillo, como si no creyera a Branford ni remotamente, y después se dirigió a Krantz:

– Vamos a ver una cosa, teniente. ¿De verdad apuntó con el arma a Pike justo después de que le salvara?

– Sí, es verdad.

– ¿Aunque acababa de salvarle la vida?

– Asesinó a Eugene Dersh y va a tener que pagar por ello. Mis sentimientos no tienen nada que ver.

– Bueno, al menos tiene sentimientos…

Apenas se dijo nada más después de aquello, y al poco rato se fueron todos menos Watts.

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