Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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No obstante, si no hace lo que le dice Laurence Sobek y alguien muere, siempre le quedará la duda. Es otra oportunidad y otra puerta, y no se sabe lo que hay detrás hasta que se cruza el umbral.

Iba a matarla.

– Vale, Curtís. Déjala que se vaya y podemos hablar. Voy a dejar el arma en el suelo como me pides, pero no le hagas daño, Curtís. Por favor, no le hagas daño.

Harvey Krantz dejó la pistola en el suelo y por segunda vez aquel día sentí simpatía por él.

– ¿Sobek? -dije en voz baja-. ¿Por qué mataste a Dersh? No tenía nada que ver con esto.

Sus ojos locos brincaron hasta posarse en mí.

– A Dersh lo mató Pike. ¿Es que no ves las noticias?

– Cállate, Cole -me ordenó Krantz-. Curtís, deja el arma, por favor.

Sobek avanzó hacia Krantz sin soltar a Paulette.

– Aún no he terminado. Van a pagar por lo del Coopster. Van a tener que pagar.

Pike se movió detrás de Sobek.

– Cuéntanos lo de Dersh, Sobek -dije-. Cuéntanos por qué le has tendido una trampa a Pike.

Me apuntó con la pistola y retiró el percutor.

– Yo no he hecho nada de eso.

Pike abrió los ojos.

– ¡Joder, Cole, cállate ya! -dijo Krantz-. Curtís, no lo mates. Suelta a esa mujer.

Pike se puso en pie, apoyándose en las manos. Su rostro era una máscara de sangre y tenía la camisa teñida de rojo. Recogió su pistola.

– Va a morir, lo mismo que la hija de Wozniak -aseguró Sobek-. Pero ¿sabes qué, Krantz?

– ¿Qué?

Sobek le apuntó de pronto con la 357.

– Tú vas a morir antes.

– DeVille no está muerto -dije.

Laurence Sobek se detuvo, como si le hubiera golpeado con una tabla. Se le llenó la cara de rabia y volvió a apuntarme a mí y después a Krantz. Noté que aferraba el arma con más fuerza.

– Esto por haber matado a mi padre -dijo.

– ¡No! -gritó Krantz.

Sobek ya estaba apretando el gatillo cuando Joe Pike consiguió levantar su pistola y vaciarle el cargador en la cabeza. Sobek se derrumbó inerte y se hizo el silencio.

* * *

Pike cayó hacia adelante, se apoyó en las manos y casi de inmediato volvió a intentar ponerse en pie.

– Quédate tumbado, Joe. Por favor, quédate tumbado -pidió Paulette.

Krantz se quedó allí plantado. Oí las sirenas a lo lejos, acercándose.

Hice un esfuerzo para incorporarme y fui hasta Joe. Me bajaba la sangre por el brazo y me goteaba de los dedos.

– Estáte quieto, Joseph. Tengo una ambulancia en camino.

– No. Si me detienen ahora me pasaré el resto de mi vida en la cárcel. ¿Verdad, Krantz?

– Te vas a desangrar -contestó éste.

Consiguió ponerse en pie, apoyándose en Paulette. Se metió la pistola en el pantalón por la cintura y me miró.

– Estás herido.

– Tú más.

– Qué fácil es sacarte ventaja…

Entonces se tambaleó, pero le sujeté a tiempo.

– Por favor Joe… -decía Paulette con voz llorosa.

Pike me miraba.

– A lo mejor hay algo en casa de Sobek que le relacione con Dersh.

– No, ya hemos mirado.

Se le veía cansado. Se sacó un pañuelo del pantalón, pero estaba totalmente rojo, empapado de sangre.

– ¡Dios mío! -exclamó Paulette.

Se quitó la blusa y la utilizó para limpiarle la cara. Llevaba un sujetador blanco, pero nadie miró ni dijo nada, y en aquel momento pensé que también yo podría amarla, de verdad y para siempre.

Joe arqueó las comisuras de los labios y le puso la mano en la cara.

– Tengo que irme.

Paulette apretó los ojos para contener las lágrimas.

Joe dejó la mano allí.

– Es verdad que estás más guapa.

Entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. A Paulette le quedaron huellas de sangre en la cara.

– No puedo dejar que te vayas, Pike -dijo Krantz-. Te agradezco lo que has hecho y lo contaré todo en tu juicio, pero de momento se ha acabado.

Volvía a empuñar el arma. Estaba lívido y conmocionado, pero tenía el arma.

– No seas idiota, Krantz -le pedí.

– Se acabó.

Pike siguió andando.

Krantz le apuntó, pero temblaba como cuando había apuntado a Sobek.

– Lo digo en serio, Pike. Estás en busca y captura. Estás arrestado y vas a ir a juicio. No voy a dejar que salgas de esta casa.

Cuando Krantz estabilizó la pistola sirviéndose de la otra mano y retiró el percutor, se la arrebaté con la mano buena y le empujé contra la pared.

– ¡Estás interfiriendo en la labor de un agente de la ley! -exclamó Krantz-. Esto es obstrucción a la justicia.

Pike salió por la puerta delantera sin siquiera cerrarla y desapareció.

– Adiós, Joe -me despedí.

Krantz se dejó caer al suelo y se llevó las manos a la cara. Las sirenas iban subiendo por la colina y llegarían muy pronto. Seguramente se cruzarían con Pike en la subida y me pregunté si alguno de ellos se fijaría en el coche conducido por un hombre ensangrentado. Probablemente no.

– No deberías haber hecho eso, Cole. Le has ayudado a huir de la justicia. Voy a tener que arrestarte. Esto va a costarte la licencia.

Asentí.

– No le has ayudado en nada, imbécil. Se va a desangrar. Se va a morir.

Se oyeron las sirenas.

Capítulo 39

De los dos tiros que Sobek había descargado contra Jerome Williams, sólo uno le había alcanzado, en una arteria del muslo. Sobreviviría. En cambio mi herida era algo más complicada. La bala me había rasgado el exterior del pectoral derecho, había perforado la tercera costilla lateral y salido por el músculo dorsal derecho. Uno de los cirujanos residentes del hospital echó un vistazo a la herida.

– Hmm.

Cuando los médicos dicen eso es como para preocuparse.

– Puedo limpiarlo, pero va a tener que entrar en el quirófano para reconstruir el grupo muscular. El tendón pectoral está parcialmente rasgado, y hay que reparar la cara anterior de la cápsula articular.

– ¿Cuánto llevará todo eso?

– Cuatro horas como mucho.

– No me refiero a la operación sino a cuánto tiempo voy a tener que quedarme aquí.

– Tres días.

– Ni hablar.

– Sólo quería que lo supiera. De todos modos tengo que anestesiarle para ocuparme de esto ahora.

– Póngame anestesia local. Ni por un momento voy a dejar que me duerman.

Quería estar despierto para enterarme de qué pasaba con Pike. Me imaginaba que iban a encontrarlo desangrado en una cuneta. Quería estar despierto cuando llegaran noticias para poder ir a su lado.

– Con anestesia local va a sentir unos dolores de mil demonios.

– Pues imagínese que es mi dentista y métame una buena inyección, joder.

No me metió una, sino dos mil, y luego limpió la herida y me dio puntos en los músculos y en la piel. Me dolió más de lo que me había dicho, pero puede que no fuera sólo el hombro.

– Voy a recetarle Percocet para el dolor -me dijo cuando hubo terminado-. Va a necesitarlo. Cuando se le pase el efecto de la anestesia, le dolerá aún más. Esto es muy fuerte, así que vaya con cuidado y tómese sólo lo que le pongo aquí. Mañana tiene que ir a ver su médico de cabecera.

– Mañana estaré en la cárcel.

Suspiró resignadamente y me dio la receta.

– Tómese el doble.

Para cerrar la herida necesitó treinta y dos puntos.

Krantz me arrestó oficialmente en la sala de urgencias del hospital de Palm Springs mientras operaban a Williams. Stan Watts, que también estaba presente, se quedó quieto y callado sin reflejar ninguna expresión en el rostro mientras Krantz me leía mis derechos.

– Stan, voy a mandarle al hospital de la Universidad del Sur de California para que le echen un vistazo. A lo mejor quieren ficharle allí, en la zona de la penitenciaría, y que pase la noche. Quiero que estés presente cuando lo vean. Si le dan el alta, llévale a Parker para que le fichemos. Ya me encargaré yo personalmente cuando vuelva.

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